No sé cuánto
tiempo llevamos ya en este bendito país intentando, de palabra, regenerar y
renovar lo que, tal vez, tendríamos que tirar a la basura de una vez por todas
y para siempre. Entre otras cosas porque huele, y huele mucho. Y no a ámbar
precisamente. El problema de la corrupción, podredumbre, de la mentira y de la
falsedad, es tan viejo, y está tan enquistado, que, hace siglos, alguien de
quien celebramos su nacimiento todos los años, vino a decir algo así como que
la fe sin obras es una fe muerta. La frase, renovada, también fue aceptada por
una filosofía ajena a la religión, aunque cambiando palabras, poniendo praxis e
ideología donde antes constaba fe y obras. Es lo mismo. Y en ambos casos se
reduce al reconocimiento implícito de la hipocresía, a la denuncia de que la
inmensa mayoría de la humanidad, más sangrante en quienes gobiernan, o tienen
el más mínimo poder, actúa de tal forma que vulnera la norma y la ley; pero
ocultándolo, lógicamente. Y haciendo válido el consabido y castizo dicho de tú
haz lo que yo te diga, pero no hagas lo que yo hago.
Por suerte o
por desgracia, tantos son los bachilleres, tantos son los pareceres, mi
generación recibió una educación, propia de una dictadura, muy impregnada de
religión, de moral y de moralina. En esta vida hay que pagar por todo. Y si
aquella educación tuvo cosas malas, que las tuvo y las pagamos, también tuvo
aciertos: gracias al estudio de la Historia sagrada, asignatura obligatoria,
podemos, por ejemplo, entrar en un museo y entender muchos de los cuadros que
hay allí; hemos podido leer a muchos de nuestros clásicos, y comprender muchas
de las cosas que decían; y hemos podido captar la enorme distancia que media
entre el dicho y el hecho. Por supuesto que tal comprensión no se ha debido
sólo al estudio de la religión. Han habido más estudios e indagaciones, pero
dicho estudio puso las bases. Como años después las continuaría un profesor la
mañana en la que, inocentemente, al parecer, comenzó a leernos fragmentos o
pasajes de la mitología griega. Aquellas lecturas, pasado el primer impacto
poético, a algunos nos hicieron dudar entre si estábamos viendo a Sansón
luchando contra un león o a Herakles aplastando al león de Nemea. Importante
cuestión.
Con la
pérdida de la inocencia, el papel de los Reyes Magos es primordial, algunas
personas se van percatando de la enorme distancia que media entre las palabras
y las acciones. La palabra de por sí no es suficiente. Rara vez lo ha sido. Si
la praxis es contraria a ella se cae en el error, en la culpa o en la más pura
de las hipocresías. Y en eso también insistía mucho la religión, al menos en
aquellos lejanos tiempos de mi juventud: a la penitencia, por ese error, si
verdaderamente se siente como tal, tenía que seguir el propósito de la
enmienda. De nada valía la una sin la otra, del mismo modo que de nada vale la
fe sin las obras, o la teoría sin la acción. Ni pedir perdón sin un ferviente
deseo de cambiar.
Lo confieso:
el estudio de las religiones siempre me ha parecido interesante y sugestivo,
como me lo parece el estudio de la historia y de la geografía, o de las
lenguas. Y, sinceramente, es una total y completa necedad renunciar a tales
conocimientos, y más en aras de no sé que absurdos principios tan caducos como
necios. Es como si la medicina considerara que es interesante el estudio de los
músculos, pero no el de los nervios. Pero allá cada cual con sus manías. A mí
no dejaba de llamarme la atención, y de atormentarme, que un pueblo al que
definían como católico, hubiese sido capaz de matar, en una guerra civil, y ya
van unas cuantas, a sus propios conciudadanos. Me forjé entonces la idea de que
la religión no había penetrado en la gente ni en quienes dicen practicarla:
apenas se rascaba un poco emergía el gentil... Pero esto sería tema de otra
discusión, y no breve, desde luego.
Si
últimamente se habla tanto de regenerar la vida pública, de recuperar la
confianza en las instituciones, y en nosotros mismos, es porque algo grave ha
estado sucediendo,y alguien lo ha estado consintiendo. Es muy democrático,
ahora, cuando la situación está resultando angustiosa para algunos, repartir
culpas, y acusar a algunas personas de que, una y otra vez, votaban a los
políticos corruptos; y una y otra vez estos volvían a hacerse cargo de las
arcas públicas volviendo por sus fueros. Ganar las elecciones era para ellos
sinónimo de patente de corso. Pero la pregunta salta inmediatamente: ¿Con qué
información contaban esos votantes? ¿Puede una democracia ser opaca? ¿Puede negarse
un presidente a contestar a las preguntas de los periodistas y de los
ciudadanos? ¿Por qué un gobierno no presenta las cuentas, gastos e ingresos?
Cuando no lo hace es porque algo tendrá que ocultar. Y ocultadas las cuentas,
se acusa de difamador a quien las pide. Y así se quiere regenerar la
podredumbre.
Es
imprescindible, hoy en día, para participar en política, o para llegar al
poder, pertenecer a un partido político. Y se supone que cada partido tiene su
propia ideología. Aunque esto último cada vez se parece más una vieja y
periclitada concepción. Cada día por el contrario, y en el peor sentido de la
palabra, esta sociedad se parece más a la sociedad romana, al menos en algunos
aspectos. Aquí hemos tenido pan y fórmula 1, que generaba muchos puestos de
trabajo. ¿No los genera edificar institutos o universidades?
Desde luego
sería un error de bulto pensar que los distintos ministros de los distintos
gobiernos, a lo largo de treinta o cuarenta años, se han puesto de acuerdo
entre ellos. Ahora bien, hay tal continuidad entre todos ellos que resulta,
cuanto menos, sospechosa. Coinciden estos ministros en el desprecio por la
cultura en general, y por la cultura clásica en particular. Parece como si
obviando el estudio de la historia, de la literatura y del derecho natural, a
los políticos les fuera más lícito, y más factible, ser lo que han resultado
ser. Y perdón por meterlos a todos en el mismo saco: hablar generalizando
siempre conlleva una cierta injusticia. Pero no menos cierto es que se respira
un aire de podredumbre y de cansancio. Y de ahí la continua idea de
regeneración, que nunca acaba de producirse. Si los buenos pesaran tanto como
los podridos, nadie estaría hablando ahora de esto porque no se hubiera
producido una corrupción a tan gran escala.
Lo malo de la
situación, no obstante, no es que se haya habido tanta corrupción, y tanta
complacencia con ella, que ya lo es, sino que dicha complacencia sigue actuando
por miedo a los resultados que puedan arrojar jueces y tribunales. Lo cual
complicaría el resultado en las urnas, que es lo que importa.
Se dice que
se quiere acabar con las corruptelas. Pero no porque estas se consideren un
cáncer o una maldad en sí sino porque hace perder votos, y el poder. Y vuelve a
surgir la pregunta: ¿Para qué quiere un partido político estar en el poder?
¿Tiene dicho partido una idea de país, un proyecto para gobernarlo y lograr que
sus ciudadanos sean mejores y tengan una vida más cómoda y feliz? Parece que
no, parece que es todo lo contrario: los ricos, sin duda ayudados por la
crisis, son cada vez más ricos, y la brecha con los pobres es cada vez mayor.
¿Y qué se está haciendo para evitarlo? ¿Una mejor y mayor educación? ¿Una
atención sanitaria igual para todos? Educación y sanidad están hechas unos
zorros. Hay gente muriendo porque no le suministran los medicamentos; y hoy en
día cualquiera puede dar una clase de lo que sea, tal vez porque lo importante
es mantener a los chavales en las aulas, nada más.
El poder, no
obstante, no se da por vencido; y edifica la gran mentira: a fin de recuperar
votos, o de no perder butacas y butacones, se vuelve a las grandes palabras, a
las grandes promesas, al anuncio de cambios de recambios, de ética y de
transparencia. Y mientras dicen y prometen esto, con gesto serio y boca grande,
los siervos de los penitentes se quitan de en medio a aquellos que les molestan
o que los pueden llevar a asumir una penitencia por unas culpas que, en el
fondo, están muy lejos de asumir. ¿Dónde está entonces la regeneración? ¿En
pedir perdón y continuar como si nada hubiera pasado? ¿En doblegar a todos
aquellos jueces que cumplen con su deber sin prestar oídos a prebendas o
castigos? ¿En tomar a los ciudadanos por idiotas y decirles que quienes
molestan no han recibido presiones del gobierno sino que dejan sus cargos por
motivos personales?
No deja de
ser también muy significativo lo sucedido durante estos días con el cambio de
varios ministros en el gobierno. No hace falta insistir mucho en ello. Solo hay
que apuntar que los partidos políticos no desean, al parecer no hay más
programa, sino estar en el poder, quizás porque más cornadas da el hambre. Ya
no hay ideologías. Y cuando no la hay, a los políticos no les queda sino la
descalificación, el insulto. Y esa es la prueba más evidente de la vaciedad de
una buena parte de partidos y políticos: el regreso a la barbarie de aquellos
lejanos años de finales de la República romana, años de proscripciones y
asesinatos.
“El
mejor argumento era la injuria personal. En sus acusaciones de inmoralidad
repugnante, de procedimientos deshonrosos, de ascendencia familiar ignominiosa,
el político romano no conocía ni reparos ni límites. De ahí el cuadro alarmante
de la sociedad contemporánea que ofrecen la oratoria, la sátira y los libelos.”[1]
No hay más
que leer algunas de las Filípicas de Cicerón para percatarse de esto. Y
aquí y ahora, sin los más mínimos conocimientos no ya de la retórica, sino de
la más elemental de las educaciones, hemos llegado ya al insulto y a la
descalificación. Seguramente porque no hay otra cosa mejor que plantear ni
sobre la que discutir. Si al menos algunos de estos voceras llegaran a la
categoría literaria de Cicerón. Pero nemo dat quod in se non habet.
Así pues los
deseos de regeneración, de transparencia y demás, no nos están llevando a un
cambio del sistema educativo ni a que los políticos sean más educados, hablen
de proyectos, si es que los tienen, y dejen de faltarse entre ellos, y de
pensar que todos los ciudadanos somos tan necios como para creernos todas las
tonterías que dicen. Por sus obras los conoceréis. De ahí que la educación esté
como esté: si se confunde un gato con un león, es posible que también se
confunda a un bocazas maleducado con el propio Cicerón. Y ya que somos un país
tan católico, y se lucha tanto en contra de ciertas libertades, hay que
recordar que la fe sin obras es una fe muerta. Y obras son amores y no buenas
razones, como diría Sancho Panza. Y así seguimos. Ya veremos durante cuánto
tiempo.
[1] Ronald Syme, La revolución
romana. Ed. Crítica. Traducción de Antonio Blanco Freijeiro. Barcelona,
2010, pg.189
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