Ella va por la
vida con paso cansado arrastrando penas y alegrías, portando como autodefensa
permanente una sola arma bien cargada, prolijamente controlada como para que
nunca falle si hace falta: su sonrisa.
Ella cree que
hay castigos y no juicios pero no cree en dioses ni en demonios aunque crea que
algo, más allá de lo tangible, puede andar circundando cada momento que
transcurre mientras el tren de la vida tritura guijarros con dirección efectiva
entre las vías.
Ella sabe que
hay gente que se viste con piel de cordero pero es lobo feroz. Y sabe que
existen flores y también, plantas carnívoras pero no cree que devoren hombres,
sino insectos.
Cree en
entelequias pero no cree en perfecciones aunque jamás profundizó en esquemas
filosóficos.
Ella cree que
hay noche y que hay día, que hay luna, hay sol y que hay estrellas. Que hay
amor y que hay odio, que hay bien y hay mal. Que hay sinceridad e hipocresía.
Ella no cree
que lo blanco siempre es bueno o que lo negro, indefectiblemente, es malo; ella no cree en estigmatizaciones aunque
sabe muy bien que sí, existen.
Ella anda sola
aunque a su lado caminen montones de personas, siendo esa soledad su amiga
inseparable por esas cosas tan extrañas de los andares. No acostumbra pedir, rogar y mucho menos suplicar, trata de
ser racionalmente irracional, o quizás, irracionalmente racional aunque en
realidad cree que no lo ha logrado, todavía.
Podrá parecer
extraña, misteriosa, trashumante, pero
yo miro sus ojos y leo en ellos como quien dirige su mirada a un libro abierto. Y conozco su pena, la
última, la más desgarradora entre otras no menos desgarrantes. La que le
permitió deducir, sin tanto esfuerzo, que una gran pena arruina, muchas veces, a la
más bella alegría. Lo aprendió como quien asimila una lección dictada a
cachetazos un día en que frente al mar se le ocurrió contarme que ella cree y
no cree cuando se trata de diferenciar a la vida de la muerte.
Me contó que
hubo una vez en la que un pequeño colibrí le susurró al oído antes de emprender
un viaje hacia la nada.
-Mi pequeño colibrí, me dijo ella:
-Fue
una mañana de aquellas que uno no quisiera sufrir de ningún modo. Quedó como
tatuada a fuego sobre los jirones de un alma incinerada, que era mía.
-Fue una
mañana de esas en las que como frente al golpe artero de
un hachazo, se derrumbaron esperanzas amasadas.
-Mi pequeño
colibrí alzó su vuelo incierto, no se, rumbo a cualquier
estrella de
fuego. Voló con la fuerza de un águila imparable
rumbo a algún
pozo insondable que no estaba abierto,
en mis sueños.
-Ni imaginado
siquiera. Y siguió contándome:
-Mi pequeño
colibrí alzó su vuelo confundido entre nunca de olvidos y siempre de recuerdos. Y ya no pude verlo,
¡tan alto que voló y yo lo esperaba con mis brazos abiertos, ensayando caricias
para darle, ni bien llegara a este mundo tan complejo!
-No me dejó
mecerlo. Tampoco pude cantarle alguna nana tal como hiciera mi abuela cuando me
acunaba entre sus brazos tiernos.
-Mi pequeño
colibrí alzó algún vuelo dislocado, errante, abandonado
de mi mano, en
la que hoy falta la suya.
-Y yo, -¡tan
fuerte yo, según me creen! No fui capaz
de seguir ese vuelo, tan solo quedé observándolo de lejos, paralizada, inmóvil,
enredada en una nube de pánico asfixiante.
-Y él, tan
pequeño, indefenso, solitario, pudo cargar en su piquito de oro
un trozo del
alma rota, que era mía.
-¡Tan solo
estaba mi pequeño colibrí! ¡Tan solo estaba! que alzó su vuelo eterno sin darme
tiempo, siquiera, para entregarle un beso. Apenas pude bañarlo con mi llanto.
-Se alejó dejándome
los ojos oxidados, el corazón sangrando
casi yermo y esta tristeza infinita que no cesa, anclada en mis sentidos.
-Por eso creo
y no creo, dijo ella, porque no
encuentro explicación cuando de los ojos brotan lágrimas y alguien dice que
apenas si son pruebas a las que debés aceptar, ser sometido.
-Es entonces,
amiga mía, continuó diciendo, cuando tu alter ego se formula mil preguntas que
nadie habrá de poder responder de ningún modo. Sin embargo, pese a todo, sigo creyendo que es ilusorio que los conejos
vivan en el estómago de las galeras. Pero no creo que el sol pretenda
clandestinizar a gritos a la luna.
*Ilustración: “Colibrí”, obra de la artista visual
argentina Beatriz Palmieri
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