Mucho se ha hablado respecto de la proverbial impuntualidad argentina. Que es causa o consecuencia de otras conductas, que habla mal de nosotros, que así estamos, etc., etc.
Por otra parte se elogian las puntualidades del primer mundo, Suiza con sus relojes, el milagro japonés y alemán a caballo de citas estrictas y horarios a destajo y un sinfín de alabanzas entre pontificales y envidiosas.
En ambos extremos, me quedo con el nuestro, que no debe ser tan extremo (No me imagino a un guerrero Watusi sacándose de encima un león para llegar al banco a cubrir un descubierto antes de las 13, 30. Debe haber casos peores sin necesidad de recurrir a los apaleados y muy tercermundistas países africanos). En realidad, lo que sí no me imagino es a un suizo tomando mate en la vereda con un vecino, ni a un alemán excusándose con un inversionista por haber llegado media hora tarde a una cita por escuchar el partido del Borussia. La impuntualidad argentina no es tanto un pecado capital como una sana costumbre de dilatar tiempos y una afirmación implícita de libertad ciudadana. Si no, ¿Qué sería de los enamorados? ¿Alguna vez vieron que una piba llegara a tiempo a una cita con un muchacho? Es probable que la ansiedad de los primeros días le haga cometer ese error fatal, pero luego la puntualidad se troca en frases como “Y..., viste como son las mujeres, una hora para vestirse y maquillarse...”. Además, los que esperamos, ya sea a una mina como a un amigo, si la demora es lógica (hasta media hora se agradece) nos complacemos mirando otras niñas en minifalda, conversando con amigos que uno siempre se encuentra, y matando el tiempo con un pucho de ocasión (se entiende que no es lo mismo esperar media hora en la esquina de Corrientes y Callao que en el demolido Albergue Warnes).
Y que no me vengan las mujeres que esperar es tedioso. Puede ser, pero siempre les dá la ocasión de mirar vidrieras y sorprender al desprevenido punto con un pedido de regalo como compensación por la demora.
El “Ratito” argentino está hasta institucionalizado. En nuestro código de procedimientos civil, se prevé que si una audiencia se cita a una hora, existe media hora más de tolerancia para cerrar el acto (¡Con lo que les cuesta a nuestros trasnochados abogados despertarse temprano!). Los mozos también tienen sus códigos no escritos cuando ven a un gil emperifollado con gel en el mate, para acercarse recién cuando la demorada llega, e incluso a hacer la vista gorda por el alquiler de la silla cuando el gel se derritió porque lo dejaron de seña. A ver si en París un garçon va a dejar que uno se vaya sin tomar un miserable feca porque la mina nos dejó plantados.
La “demorita” es madre de la poesía (¿Quién no ha garrapateado algunos versos en una servilleta porque la señorita en cuestión no terminaba nunca de combinar rímel con sombras?), de viejos reencuentros deseados (Y no deseados cuando es un acreedor furioso), de levantes de ocasión (En ese caso la demorona termina esperando más de lo esperado y se va a la cama sin comer), de memorables gripes (“... cuando salí la radio decía veinte grados...”) y de asados de antología (¿Quién no comió un asado orgásmico porque el tío Paco llegó como una hora tarde y entre vasito de vino y choripán, el vacío quedó como los dioses?. ¿Quién comió alguna vez el asado antes de las tres de la tarde?.)
En tiempos de tiempos estrictos, de ejemplos indeseables, de ansias primermundistas, de nuevas generaciones de “yuppies”, de celulares fálicos y de noches celulares, de poses en vez de posturas, de estrellas en vez de astros, de autopistas en vez de caminos, en tiempos tan sin tiempo, tratemos de conservar nuestras costumbres, aunque no sean tan buenas como otras. Porque las costumbres hacen a la identidad, y en eso se diferencian de los hábitos, que hacen a la cotidianeidad. Y cuando entra a tallar la cotidianeidad, ya sabemos lo que pasa.
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