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viernes, 18 de abril de 2014

BREVES CONSIDERACIONES, por Vicente Adelantado Soriano, de Valencia, España


Siempre había pensado que llegar a ser mayor, viejo para no utilizar eufemismos, debía de ser un verdadero problema. Cuando pensaba esto, de joven, no lo hacía movido por la posible falta de dinero, la magra pensión de los mayores, la soledad, la carencia de movilidad, o por los achaques propios de la edad, sino por el miedo que, entonces, me producía la idea de la muerte, tan próxima a la vejez en buena lógica. A lo largo de la vida, sin embargo, las personas nos vamos enfrentando con diversos y graves problemas que, vistos en la distancia, parecen insalvables; pero que, afrontados, no son tan terribles. Y se aprende que, efectivamente, pompa mortis terret quam mors ipsa.

Muchas veces me he preguntado, a lo largo de la vida, de dónde me viene, o nos viene, el tan traído miedo a la muerte. Como si esta no formara parte de la vida. Hubo un tiempo en que el problema me preocupó. Y me llamó la atención, indagando sobre ello, el poco apego que, al parecer, tenían griegos y romanos a la vida, su facilidad para suicidarse, sencillamente por una cuestión de honor, de descrédito o de amor a la patria; y el enorme apego que, por el contrario, tiene a la vida un cristiano, salvo los mártires, convencidos, al menos en teoría, de que van a disfrutar de la presencia de Dios en ese cielo al que, inevitablemente, van a ir. Y al que retrasan cuanto pueden su llegada. El pensar así, el tener miedo a la desaparición física, me llevó a estar mucho tiempo sin comprender las muertes de Tomás Moro y de Sócrates. Luego, por supuesto, me he hartado de oír, sobre todo en las películas de vaqueros, americanas, la famosa frase de que hay cosas peores en esta vida que la muerte. Lo gracioso del caso es que nunca moría quien pronunciaba tan bella sentencia. Quizás eso fuera lo de menos.
Pensándolo detenidamente, no estoy tan seguro, hoy, de comprender las actitudes de Tomás Moro y de Sócrates. Es posible que siempre que juzgamos a los demás en el fondo nos estemos juzgando a nosotros mismos. Resulta difícil, muy complicado, saltar por sobre las limitaciones que tenemos. Hoy, pese a todo, tengo cierta tendencia a pensar que ambas muertes, evitables las dos, mediante una firma o una escapada nocturna a la que nadie hubiera puesto reparos, fueron queridas y deseadas por sus protagonistas. Quizás, y soy muy consciente de cuánto me estoy retratando yo, por hartazgo, por hastío, porque no hay nada que hacer, o porque, al final, vale más la pena morir de acuerdo con lo que se piensa que debiendo nada a la sociedad, o a un grupo de energúmenos de la misma. Sí, la vida puede ser mucho peor que la muerte.
No debo estar muy lejos de la mía propia. Y no me importa. Casi diría que la ansío y le pido que acelere su llegada: estoy cansado de mi trabajo, estoy harto de la sociedad en la que me ha tocado vivir; apenas he realizado, más o menos, el cinco por ciento de todas las cosas que quería hacer; pero ya no importa: renuncio a ellas. Aquí hay que luchar hasta por respirar. Y cansa. Cansa mucho. Y lo que es peor: no vale la pena.
De adolescente tuve un libro que leí y releí una y otra vez, sin descanso. En uno de los traslados de la familia se perdió. El libro en cuestión se titulaba Lecturas de oro. Hasta donde recuerdo, estaba formado por cuentos y apólogos, algunos sacados de la Biblia; otros eran folklóricos. Todos insistían en la virtud, en el buen comportamiento, en la rectitud, es decir en todas aquellas cosas que sólo se encuentran en los libros, y muy raramente en la vida. Ya de mayorcito me tropecé con textos en los que se narraban los hechos de los varones romanos, tan probos, Cincinato; tan honrados, Manius Curius; tan sabios, Séneca... La lectura de las vidas de estos varones era una trampa: sus hechos me atraían tanto, me resultaban tan interesantes, que estudiaba latín como un desesperado sencillamente para poder leer aquellas vidas con calma y tranquilidad, olvidándome de declinaciones, neutros y masculinos.
Es posible que las enseñanzas recibidas no se olviden. Es probable que permanezcan ocultas y silenciosas, como la vieja arpa, esperando la mano de nieve que sepa arrancar sus notas. Aunque esta ni tiene porqué ser de nieve, ni mano: puede ser, perfectamente, una zarpa o una garra. Y así toda la corrupción que llevamos soportando, desde tiempos inmemoriales, me ha traído a la memoria, una y otra vez, aquellas Lecturas de oro, o las vidas de los probos y virtuosos varones romanos. Y al recordarlas me he preguntado, una y otra vez, si no he pasado toda mi vida leyendo novelas de cincia-ficción. ¿Existió alguna vez Cincinatus? ¿En verdad hubo un hombre que renunció al poder, lo entregó, y se fue a labrar sus campos como estaba haciendo cuando le ofrecieron la dictadura? ¿En verdad hubo hombres que ocuparon altos cargos y, al final de su vida, tuvo que ser el Estado quien costeara su funeral o dotara a sus hijas para que estas se pudieran casar? ¿Es cierto el vixit pauper, periit pauperrimus? Cuesta mucho de creer a la luz de los acontecimientos de estos cien o doscientos años últimos que llevamos a cuestas. Aquí los poderosos de nuestro tiempo viven bien y mueren siendo millonarios. Y mueren porque a la muerte no la pueden corromper. No se puede tener todo en esta vida.
Quizás la historia de la Humanidad sea ya excesivamente larga. Tanto que se ha convertido en una especie de grandes almacenes: se pueden recorrer sus salas, sus pisos y departamentos en busca de lo que se quiera: en algún sitio se encontrará. Ahora bien, si partimos del punto de que la sociedad va hacia atrás, y los griegos ocuparon la Edad de Oro, a esta nuestra, sin Temístocles, Sócrates, Platón, Esquilo y demás, la podríamos llamar del la Plástico Reciclado. Lo que no quiere decir que no haya hombres honrados y buenos, que los hay. Aunque estos casi nunca son noticia.
Si aquellos gobernantes, griegos y romanos, buscaban con sus leyes y sus filosofías hacer ciudadanos virtuosos, estos de ahora buscan su propio provecho y el de aquellos que los pueden mantener en sus butacones. Y entre todos han creado una red de clientelismo y de corrupción que nos está abocando a un verdadero desastre. Este siempre comienza igual: por la desmoralización de toda una comunidad a la que, encima, se le culpa de todos los desaguisados que pasan. Se cuenta, para ello, con los medios de comunicación adecuados, quienes también reciben prebendas, el bien por el bien sólo existe en las novelas; pero a los que también se les termina la credibilidad. Y pueden aparecer muchos Cicerones, pero mientras no haya un repartato más equitativo de las tierras, o de las riquezas, el desánimo y el desaliento, latentes, serán un verdadero peligro al que ya ni el circo, o el fútbol, servirá de contención. Y mucho menos Cicerón.
Recordando aquellas viejas historias, y algunas otras, se comienza a comprender que en el actual sistema educativo ya no figuren ni la Historia, ni la Filosofia, ni la Historia del Arte o la Geografía. Han desaparecido todas aquellos estudios que iban encaminados al Humanismo. Ya comenzó esta sinrazón con la necia pregunta de algún que otro politico egregio y de mente despejada: ¿para qué sirve el latín? Es curioso que nunca se hayan preguntado estos cerebros privilegiados para qué sirve el fútbol o los absurdos programas que hacen en la televisión. Se da por sabido que son útiles. Por supuesto.
Y sí, es cierto: gobernantes y gobernados terminan por ser una y la misma cosa. El sistema educativo ha funcionado de maravilla, y las televisiones han representado su papel a la perfección. Algo así, desmitifiquemos el pasado, debió de suceder en la Atenas de Sócrates. No se explica de otra forma que se condenara a muerte el único personaje que hacía pensar a sus conciudadanos, que los dejaba desnudos y sin nada a lo que aferrarse. Tal vez para que fueran capaces de construir algo nuevo y de más calado. Ya sabemos cuál fue el final. Y ya sabemos hasta dónde puede llegar la hipocresía humana. Y la crueldad.
Con la sangre hirviendo en las venas, y con la tez aterciopelada, el joven se cree capaz, como un Titán, de cambiar aquellas cosas que, según él, no funcionan o funcionan mal. Generoso y lleno de vigor se entrega a la lucha. Sin embargo, le va a suceder lo mismo que a Heracles con la Hidra o a Pirro con los romanos: cabeza que corte, cabeza que crece de nuevo. Quizás esté así en la naturaleza humana. Y cortar todas las cabezas al mismo tiempo, teniendo en cuenta las que hay, exigiría, como mínimo, un Diluvio Universal. Y no vale la pena: volveríamos a cometer los mismos errores como venimos haciendo desde que el mundo es mundo. A la paz siguen las lanzas bipotentes; saciados de sangre, volvemos a la paz; y el egoismo, la apatía, la corrupción, etc., nos llevan de nuevo a afilar las lanzas y a tensar los arcos. Y una y otra vez. Sin descanso.
Dicen los trágicos griegos, tal vez repitiendo una frase hecha, que nadie  puede ser tenido por feliz o desgraciado hasta haber muerto. Quizás tengan razón. Pero ya al final de mi vida, comienzo a pensar que yo, y pese a todo, sí que puedo ser tildado de feliz. Y perdido aquel viejo miedo a la muerte y a la vejez, también puedo decir Quid enim est iucundius senectute? Sí, ¿qué hay más alegre que la vejez? Ya no voy a participar en nada. Ni quiero. Deseo la soledad y el alejamiento, una escudilla de madera y la paz y la tranquilidad. Unos libros y algunos amigos... Ya hace años que dejó de hervirme la sangre. Y toda mi felicidad, y no es poco, reside en el hecho de no haber conocido una guerra, y de no haber tenido que saltar vallas o cruzar mares para hacerme con las migajas del banquete del rico Epulón. No quisiera tentar a la suerte dos veces, pues “Estúpido es el mortal que se alegra creyendo que tiene éxito. La fortuna con sus caprichos -como un demente- salta de un lado a otro. Nunca tiene suerte el mismo hombre”[1]. No puedo evitar, sin embargo, sufrir por cuantos vienen por detrás. Que los dioses os protejan.


[1]     Eurípides. Las troyanas. Traducción de José Luis Calvo Martínez. Editorial Gredos, Madrid, 2010

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