Siempre había pensado
que llegar a ser mayor, viejo para no utilizar eufemismos, debía de ser un
verdadero problema. Cuando pensaba esto, de joven, no lo hacía movido por la
posible falta de dinero, la magra pensión de los mayores, la soledad, la
carencia de movilidad, o por los achaques propios de la edad, sino por el miedo
que, entonces, me producía la idea de la muerte, tan próxima a la vejez en
buena lógica. A lo largo de la vida, sin embargo, las personas nos vamos
enfrentando con diversos y graves problemas que, vistos en la distancia,
parecen insalvables; pero que, afrontados, no son tan terribles. Y se aprende
que, efectivamente, pompa mortis terret quam mors ipsa.
Muchas veces me he
preguntado, a lo largo de la vida, de dónde me viene, o nos viene, el tan
traído miedo a la muerte. Como si esta no formara parte de la vida. Hubo un
tiempo en que el problema me preocupó. Y me llamó la atención, indagando sobre
ello, el poco apego que, al parecer, tenían griegos y romanos a la vida, su
facilidad para suicidarse, sencillamente por una cuestión de honor, de
descrédito o de amor a la patria; y el enorme apego que, por el contrario,
tiene a la vida un cristiano, salvo los mártires, convencidos, al menos en teoría,
de que van a disfrutar de la presencia de Dios en ese cielo al que,
inevitablemente, van a ir. Y al que retrasan cuanto pueden su llegada. El
pensar así, el tener miedo a la desaparición física, me llevó a estar mucho
tiempo sin comprender las muertes de Tomás Moro y de Sócrates. Luego, por
supuesto, me he hartado de oír, sobre todo en las películas de vaqueros,
americanas, la famosa frase de que hay cosas peores en esta vida que la muerte.
Lo gracioso del caso es que nunca moría quien pronunciaba tan bella sentencia.
Quizás eso fuera lo de menos.
Pensándolo
detenidamente, no estoy tan seguro, hoy, de comprender las actitudes de Tomás
Moro y de Sócrates. Es posible que siempre que juzgamos a los demás en el fondo
nos estemos juzgando a nosotros mismos. Resulta difícil, muy complicado, saltar
por sobre las limitaciones que tenemos. Hoy, pese a todo, tengo cierta
tendencia a pensar que ambas muertes, evitables las dos, mediante una firma o
una escapada nocturna a la que nadie hubiera puesto reparos, fueron queridas y
deseadas por sus protagonistas. Quizás, y soy muy consciente de cuánto me estoy
retratando yo, por hartazgo, por hastío, porque no hay nada que hacer, o
porque, al final, vale más la pena morir de acuerdo con lo que se piensa que
debiendo nada a la sociedad, o a un grupo de energúmenos de la misma. Sí, la
vida puede ser mucho peor que la muerte.
No debo estar muy
lejos de la mía propia. Y no me importa. Casi diría que la ansío y le pido que
acelere su llegada: estoy cansado de mi trabajo, estoy harto de la sociedad en
la que me ha tocado vivir; apenas he realizado, más o menos, el cinco por
ciento de todas las cosas que quería hacer; pero ya no importa: renuncio a
ellas. Aquí hay que luchar hasta por respirar. Y cansa. Cansa mucho. Y lo que es
peor: no vale la pena.
De adolescente tuve
un libro que leí y releí una y otra vez, sin descanso. En uno de los traslados
de la familia se perdió. El libro en cuestión se titulaba Lecturas de oro. Hasta
donde recuerdo, estaba formado por cuentos y apólogos, algunos sacados de la Biblia;
otros eran folklóricos. Todos insistían en la virtud, en el buen
comportamiento, en la rectitud, es decir en todas aquellas cosas que sólo se
encuentran en los libros, y muy raramente en la vida. Ya de mayorcito me
tropecé con textos en los que se narraban los hechos de los varones romanos,
tan probos, Cincinato; tan honrados, Manius Curius; tan sabios, Séneca... La
lectura de las vidas de estos varones era una trampa: sus hechos me atraían
tanto, me resultaban tan interesantes, que estudiaba latín como un desesperado
sencillamente para poder leer aquellas vidas con calma y tranquilidad,
olvidándome de declinaciones, neutros y masculinos.
Es posible que las
enseñanzas recibidas no se olviden. Es probable que permanezcan ocultas y
silenciosas, como la vieja arpa, esperando la mano de nieve que sepa arrancar
sus notas. Aunque esta ni tiene porqué ser de nieve, ni mano: puede ser,
perfectamente, una zarpa o una garra. Y así toda la corrupción que llevamos
soportando, desde tiempos inmemoriales, me ha traído a la memoria, una y otra
vez, aquellas Lecturas de oro, o las vidas de los probos y virtuosos
varones romanos. Y al recordarlas me he preguntado, una y otra vez, si no he
pasado toda mi vida leyendo novelas de cincia-ficción. ¿Existió alguna vez
Cincinatus? ¿En verdad hubo un hombre que renunció al poder, lo entregó, y se
fue a labrar sus campos como estaba haciendo cuando le ofrecieron la dictadura?
¿En verdad hubo hombres que ocuparon altos cargos y, al final de su vida, tuvo
que ser el Estado quien costeara su funeral o dotara a sus hijas para que estas
se pudieran casar? ¿Es cierto el vixit pauper, periit pauperrimus? Cuesta
mucho de creer a la luz de los acontecimientos de estos cien o doscientos años
últimos que llevamos a cuestas. Aquí los poderosos de nuestro tiempo viven bien
y mueren siendo millonarios. Y mueren porque a la muerte no la pueden
corromper. No se puede tener todo en esta vida.
Quizás la historia de
la Humanidad sea ya excesivamente larga. Tanto que se ha convertido en una
especie de grandes almacenes: se pueden recorrer sus salas, sus pisos y
departamentos en busca de lo que se quiera: en algún sitio se encontrará. Ahora
bien, si partimos del punto de que la sociedad va hacia atrás, y los griegos
ocuparon la Edad de Oro, a esta nuestra, sin Temístocles, Sócrates, Platón,
Esquilo y demás, la podríamos llamar del la Plástico Reciclado. Lo que no
quiere decir que no haya hombres honrados y buenos, que los hay. Aunque estos
casi nunca son noticia.
Si aquellos gobernantes,
griegos y romanos, buscaban con sus leyes y sus filosofías hacer ciudadanos
virtuosos, estos de ahora buscan su propio provecho y el de aquellos que los
pueden mantener en sus butacones. Y entre todos han creado una red de
clientelismo y de corrupción que nos está abocando a un verdadero desastre.
Este siempre comienza igual: por la desmoralización de toda una comunidad a la
que, encima, se le culpa de todos los desaguisados que pasan. Se cuenta, para
ello, con los medios de comunicación adecuados, quienes también reciben
prebendas, el bien por el bien sólo existe en las novelas; pero a los que
también se les termina la credibilidad. Y pueden aparecer muchos Cicerones,
pero mientras no haya un repartato más equitativo de las tierras, o de las riquezas,
el desánimo y el desaliento, latentes, serán un verdadero peligro al que ya ni
el circo, o el fútbol, servirá de contención. Y mucho menos Cicerón.
Recordando aquellas
viejas historias, y algunas otras, se comienza a comprender que en el actual
sistema educativo ya no figuren ni la Historia, ni la Filosofia, ni la Historia
del Arte o la Geografía. Han desaparecido todas aquellos estudios que iban
encaminados al Humanismo. Ya comenzó esta sinrazón con la necia pregunta de
algún que otro politico egregio y de mente despejada: ¿para qué sirve el
latín? Es curioso que nunca se hayan preguntado estos cerebros
privilegiados para qué sirve el fútbol o los absurdos programas que hacen en la
televisión. Se da por sabido que son útiles. Por supuesto.
Y sí, es cierto:
gobernantes y gobernados terminan por ser una y la misma cosa. El sistema
educativo ha funcionado de maravilla, y las televisiones han representado su
papel a la perfección. Algo así, desmitifiquemos el pasado, debió de suceder en
la Atenas de Sócrates. No se explica de otra forma que se condenara a muerte el
único personaje que hacía pensar a sus conciudadanos, que los dejaba desnudos y
sin nada a lo que aferrarse. Tal vez para que fueran capaces de construir algo
nuevo y de más calado. Ya sabemos cuál fue el final. Y ya sabemos hasta dónde
puede llegar la hipocresía humana. Y la crueldad.
Con la sangre
hirviendo en las venas, y con la tez aterciopelada, el joven se cree capaz,
como un Titán, de cambiar aquellas cosas que, según él, no funcionan o funcionan
mal. Generoso y lleno de vigor se entrega a la lucha. Sin embargo, le va a
suceder lo mismo que a Heracles con la Hidra o a Pirro con los romanos: cabeza
que corte, cabeza que crece de nuevo. Quizás esté así en la naturaleza humana.
Y cortar todas las cabezas al mismo tiempo, teniendo en cuenta las que hay,
exigiría, como mínimo, un Diluvio Universal. Y no vale la pena: volveríamos a
cometer los mismos errores como venimos haciendo desde que el mundo es mundo. A
la paz siguen las lanzas bipotentes; saciados de sangre, volvemos a la paz; y
el egoismo, la apatía, la corrupción, etc., nos llevan de nuevo a afilar las
lanzas y a tensar los arcos. Y una y otra vez. Sin descanso.
Dicen los trágicos
griegos, tal vez repitiendo una frase hecha, que nadie puede ser tenido por feliz o desgraciado
hasta haber muerto. Quizás tengan razón. Pero ya al final de mi vida, comienzo
a pensar que yo, y pese a todo, sí que puedo ser tildado de feliz. Y perdido
aquel viejo miedo a la muerte y a la vejez, también puedo decir Quid enim
est iucundius senectute? Sí, ¿qué hay más alegre que la vejez? Ya no voy a
participar en nada. Ni quiero. Deseo la soledad y el alejamiento, una escudilla
de madera y la paz y la tranquilidad. Unos libros y algunos amigos... Ya hace
años que dejó de hervirme la sangre. Y toda mi felicidad, y no es poco, reside
en el hecho de no haber conocido una guerra, y de no haber tenido que saltar
vallas o cruzar mares para hacerme con las migajas del banquete del rico
Epulón. No quisiera tentar a la suerte dos veces, pues “Estúpido es el
mortal que se alegra creyendo que tiene éxito. La fortuna con sus caprichos
-como un demente- salta de un lado a otro. Nunca tiene suerte el mismo hombre”[1]. No
puedo evitar, sin embargo, sufrir por cuantos vienen por detrás. Que los dioses
os protejan.
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