Diego tocaba en ese pub desde que tenía memoria. Alternaba clases de guitarra, con enseñanza secundaria, y algunos otros rebusques más. Pero los sábados eran sagrados para él. Allí, en ese antro donde el “ambiente libre de humo” no existía, donde las parejas se hacían arrumacos, donde todos eran amigos de él, donde estaba en su mundo, él era realmente feliz.
Desde hacía al menos 10 años su religión laica era llegar a eso de las 11 de la noche, sacar su guitarra hecha en “Antigua Casa Núñez” de su primoroso estuche, pedirle a Claudia, la moza, su gin tonic de rigor y afinar el instrumento por al menos media hora.
Cuando el boliche estaba realmente atestado, decenas de parejas, grupos de amigos, solitarios buscando aventura, todas las luces de la cueva se apagaban y un único reflector, rosa pálido como sus ambiciones, se proyectaba sobre él. Y se hacía un murmullo generalizado que paralizaba el ambiente.
Si bien Diego tenía su propio repertorio y era compositor, sabía que lo que más gustaba era los “covers”. Conocedor del paladar del público que arrimaba sus huesos hacia esos andurriales, comenzaba con algo de Sabina, lento, pobre, como pidiendo permiso. Como para ir entonando el ambiente. Luego vendrían Serrat, algo de Paul Simon y un poco de bossa nova. Todo ello con sus propios arreglos, de un cierto regusto a “jazz moderno”, lo que convertía al lugar, en ese preciso instante y por esas dos simples horas, en un lugar exquisito, delicioso. Un remanso para el alma, un refugio para el champán, una caricia para los oídos atestados de colectivos.
Diego era un excelente músico, y cada acorde salía de su vieja guitarra como pequeñas exhalaciones de vapor, sin alharaca, sin estridencias, sin amplificadores. Bastaba con la acústica del lugar y su voz pequeña para deleitar hasta lo indecible a los parroquianos. Para terminar hacía algo de los Beatles, habitualmente “All You Need is Love”, lo que convertía los aplausos tímidos del comienzo en una catarata de palmas. Luego vendrían un par de bises – casi siempre “19 días y 500 noches”, entre otras, y la barra lo esperaba con un coñac nacional, en la mano de su amiga y compinche.
Pero esa noche no fue habitual para él. A partir de la segunda canción y pese a la oquedad de las luces indispensables, le llamó la atención una morocha de sábanas calientes y conversaciones eternas. Estaba sola, con un Margarita en la mano y seguía sus acordes con una delectación digna de un melómano. Al principio Diego pensó que estaba esperando a su novio, que en ese preciso instante bajaba el cierre de su bragueta en los baños de arriba. Pero no, las canciones se sucedían y las piernas de la bella se cruzaban y descruzaban para pasmo de presentes y de ausentes. Y el caballero custodiante ni aparecía. Sus ojos se clavaban como dagas en los suyos y ex profeso no tarareó ninguna de sus canciones, pese a que él se dio cuenta al instante que se sabía de memoria todas y cada una de ellas.
Sobre el final de espectáculo de Diego, la electricidad cruzaba el aire entre intérprete e interpretado como dos lanzas guerreras. Ya a esa altura del partido el guitarrista le había dedicado veladamente un par de temas, y había recibido por respuesta algo que le pareció era similar a un guiño cómplice.
A eso de las dos de la madrugada y con la música funcional puesta, Diego enfundando su criolla, levanta la vista y la ve. Vestido negro, con gajos transparentes, escote abismo, ojos madrugada, rulos sortijas, que avanzan lentamente hacia él. Se intercambian un tímido hola y al rato se encuentran en la barra hablando como dos gatos, en un minué hecho de antiguas danzas de apareamiento, de centurias de cultura, y un par de martinis.
Se notaba a la legua que la belleza era al menos 20 años más joven que Diego. Eso al músico mucho no le importó. Su piel estaba formada de estragos de mujeres de todo pelo y color. Pero esa noche fue especial. En su departamento mientras las ropas caían desgarradas y los besos se prodigaban con hambre, a Diego algo le pareció que no funcionaba bien y le dijo:
- No me dijiste tu nombre, corazón.
Y ella, perezosa pero no corta le respondió: - Maribel, me llamo. Soy la hermana de Lalo, tu mejor amigo, hace 10 años que no nos vemos, y debe hacer 15 que estoy detrás tuyo, locamente enamorada.
- Diego pegó un respingo y pareció que un rayo lo había partido en dos, como a las Torres Gemelas. Y al instante comenzó una perorata de que él no le podía hacer algo así a un amigo, que podría ser su padre, qué cómo se les ocurría, y un sinfín de justificativos más.
Ella, lentamente tomó su cara entre las manos y le dio el beso más indecente que le hubieran dado en su vida.
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Los albores de la mañana teñían las ventanas de un violeta melancólico y cruel. Entre las sábanas enroscadas los dos cuerpos no eran sino uno. Maribel, acariciándole los pocos rizos que le quedaban en la rala mollera a Diego, se apoyó en su pecho y le dijo:
- Diego, qué quedó de aquello que me dijiste anoche acerca de la lealtad hacia mi hermano, que no podías hacer una cosa así, y no sé que excusas más ¿qué te cambió en la cabeza?, a lo que Diego, apoyando un codo en la almohada le dijo con solemnidad:
- Mari, vos sabés que yo soy peronista. Y bueno, para cada peronista siempre hay un refrán referido a cada situación de la vida real, hasta para las cosas más triviales. Y me vino a la cabeza algo que una vez dijo Ramón Carrillo, que fue “La lealtad es cosa de la que todo el mundo habla y muy pocos la practican, por la sencilla razón de que no es una posición espiritual al alcance de todo el mundo, ni todo el mundo está preparado para ser leal”. Y acto seguido me dije: “yo con los miles de defectos que tengo, puedo ser feliz sin pecar de deslealtad, al fin y al cabo, tu hermano va a saber comprender”.
Luego de un breve silencio Maribel se levantó mostrando sus bellos muslos, arqueó sus hombros felinos y le preguntó, ya con la conciencia de ella y de su hombre tranquilas:
- “¿Tu café, con azúcar o amargo?”
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