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viernes, 30 de agosto de 2013

VIAJE ULTIMO, por Laly Avila de Matula, de Buenos Aires, Argentina


Llegó a Ezeiza con apenas tres horas de sueño, sin que amanezca aún, pero no sólo ella estaba dormida sino que el empleado de la compañía de aviación también lucía somnoliento, además de muy mal humor. Ella tenía suficiente tiempo por adelante para embarcar y después de hacer el cheking llamó a su enamorado para avisarle que partía, no vaya a ser que la busque y no la encuentre.

Cuando subió, se acomodó en su asiento doble al lado de la ventanilla, lo reservó de antemano, con tanta suerte que estaba desocupado, así que hizo el primer tramo sola disfrutando de un avión nuevo, de super-lujo con una atención esmerada y una comida exquisita, viendo un paisaje maravilloso sobre los Andes, recorrido que no había hecho nunca. ¡Maravilloso, la vista era espectacular!

Pensaba: “Así vale la pena viajar”, y poco a poco se iban borrando sus preocupaciones, tensiones, disgustos de su vida cotidiana, que no eran pocas.
Luego de un largo tiempo se levantó para ir al baño y, para completar, mientras esperaba, se puso a conversar con una azafata encantadora que estaba de servicio; la acompañaba su esposo e iban a Cuba igual que ella. Se pasaron direcciones y demás para conectarse luego de que finalice el viaje.
Llegaron a Lima para hacer el trasbordo, el tiempo amenazaba lluvia, hicieron el cambio de avión y el que les tocó era uno más o menos de la época de la segunda guerra mundial, antiguo, un cascajo. Tardó muchísimo en partir, la impaciencia de los pasajeros crecía y, a medida que pasaba el tiempo, más se fastidiaban los ánimos. Mientras tanto, se largó a llover bastante, ella veía por la ventanilla el carro donde transportan las maletas, entre ellas estaban las suyas que suponía las cargarían en un momento. La gente seguía subiendo, poblando los asientos que quedaban desocupados. A esta altura, el avión se bamboleaba cuando subía y subía más gente. Afuera los changarines bajaron los toldos de los costados del carro, ella pensó que era para proteger las maletas. Finalmente despegó la carreta voladora.
Era obvio que arribaría a destino con un importante retraso, debía llegar a las dieciocho y lo hizo de noche. El aeropuerto fue un infierno con Dante incluido. La cantidad de gente era incontable, el bullicio ensordecedor, allí nadie sabía nada de nada, ni siquiera el personal del aeropuerto quienes la mandaban de aquí para allá. Si alguien se atrevía a abrir la boca, lo miraban y, con un alzar los hombros, sin moverse del asiento, casi recostados para hacer una siesta, señalaban con el dedo hasta donde les daba la pereza. Ella se instaló al final de una cinta transportadora donde había una montaña de gente compactada que no le dejaba ver si venia alguna de sus maletas. El lugar se fue desocupando y, al rato, cuando ya se produjo algo de espacio, comenzaron a aparecer cada tanto alguna que otra valija, distinguió entonces a lo lejos, apenas un bulto que podría ser lo que esperaba. Sí, era una de las suyas, no la principal, por supuesto, sino una complementaria. “No importa” pensó, con eso se arreglaría porque adentro de la misma tenía alguna ropa para cambiarse. Siguió esperando hasta que no quedó nadie. Volvió a la recorrida, no hubo manera alguna de hacerse de su faltante bulto.
En sus reiteradas caminatas, medio desahuciada, vio, en el hall central, que había un montón de gente manifiestamente exaltada, reunida en torno a una morena con el uniforme de la línea aérea, (que en lugar de línea a esta altura habría que llamarla ….) quién a los gritos y con suficiente soberbia trataba los reclamos de los exaltados viajeros. Tenía una lista donde figuraban los nombres de los pasajeros a los que se les entregarían al otro día a las dieciocho horas las maletas faltantes y, que fuesen al final del pasillo a la ventanilla que apenas se divisaba a lo lejos, a anotarse para dicho evento. Antes de terminar la explicación, la cola superaba los ciento cincuenta metros. Por supuesto, ella no figuraba en la lista. ¿Qué hacer? Desolada, trataba de comunicarse con la representante que no dejaba de atender los reclamos de los desafortunados pasajeros. Entre ellas había una joven que viajó sentada delante de la desdichada, con su esposo e hijita de alrededor de un año, la que no dejó de berrear a gusto durante todo el trayecto. La mujer desesperada le preguntaba a la representante de la compañía de aviación, “Yo que voy a hacer, tengo en las maletas los pañales, la leche y la ropita de la guagua, dígame usted que voy a hacer. Nos dejaron en Santiago dos días varados, todo el fin de semana y ahora esto”. Era indudable que su voz tapaba a la de los otros demandantes. Cuando pudo, nuestra viajera preguntó acerca de lo suyo, obteniendo por respuesta la misma indicación que a los demás: “a la cola”, que ya, a esta altura, era enorme. La angustia comenzaba a subirle borrando el bienestar del primer tramo, y, sudorosa, casi sin oxigeno se dirigió a la ventanilla. Ya en la cola y en medio del bullicio de las continuas e interminables protestas, buscó los tickets de las maletas. Por supuesto que en medio de tanto nerviosismo no los encontraba y, ¡no los encontró! Empezó a putear al malhumorado que la había atendido en Ezeiza. Luego de pasado largo rato y cuando ya llegaba a la ventanilla, escucha que la llaman por altoparlante con nombre y apellido. A lo lejos ve a un individuo de uniforme verde oscuro con su maleta faltante en la mano. Atropellada, corre hacia él, quien con gran desprecio y mirada dura le dice que tiene que mirar mejor.
Con sus bártulos se dirigió al hall central a buscar a los agentes que tenían las listas para transportar a los pasajeros hasta el hotel. Se topó con uno robusto que, con los formularios en mano, bastante ajados a esta altura, recogía gente y le requirió su traslado, quien luego de revisar la lista en forma entrecortada gritando a cada rato a una compañera y a los pasajeros que lo rodeaban como moscas al dulce, le informó que no la tenía en la misma. Ella insistió que lo había pagado, sin ningún resultado favorable, a pesar de eso, lo persiguió hasta que el individuo desapareció, se esfumó en medio de la multitud. Buscó y consultó a la compañera obteniendo el mismo resultado. Boyaba entre la gente y el bullicio no sabiendo qué hacer. Más tarde reapareció el señor robusto a quien volvió a perseguir, él insistió que no figuraba en su lista y que hablara con su compañera quien la ayudaría conduciéndola hasta el lugar donde se encontraba dicha persona. Rechazo total.
Finalmente, luego de insistir y reclamar al grandote, éste le dijo que la iba a llevar, pero que lo espere. Cuando el susodicho se cansó de andar por ahí, sudoroso y casi sin voz le ordenó que lo siga. Salieron, era noche cerrada y había poca luz, lo cual dificultaba seguirlo por el camino irregular y arrastrando el peso de sus diversos bagallos. Ya le faltaba el oxigeno a pesar que estaban al aire libre pero, el calor era asfixiante, finalmente llegaron al micro. Habló con el chofer y se movieron los tres hasta el lugar del portaequipaje, donde había menos luz todavía. Hicieron negocio, le dijeron cuanto le costaría el traslado y ella tan nerviosa estaba que sacó de la panza, debajo de la ropa, entre los dólares que llevaba el cambio pequeño, resultado de los ahorros de mucho tiempo atrás. Les daba demás, ya ni sabía sacar las cuentas. El individuo le devolvió lo que sobraba diciéndole “Somos pobres pero no chorros”. Por supuesto, estaba agradecida sobremanera por la honradez del hombre, aunque, teniendo en cuenta todo lo sucedido, pagaría cualquier cosa con tal de salir de ahí.
Le guardaron las maletas y subió sentándose en el primer asiento, donde podía haber dormido un rato por todo el tiempo que demoraron en partir. El robusto iba y venía del aeropuerto mientras el chofer, desde su lugar, bufaba sin parar. Cuando estaban por salir se dieron cuenta de que faltaban dos pasajeros. El susodicho corrió de nuevo a buscarlos demorando largo rato, regresó solo, no los había encontrado, de todos modos no partieron porque no podían dejarlos. Larga fue la espera cuando divisaron que, a lo lejos, venían caminando tranquilamente dos individuos como de paseo. Finalmente partieron, pasaron por casi toda la ciudad y el gordo no paraba de hablar, parecía una matraca nueva, como buen guía dando todas las posibles recomendaciones, ofreciendo, por supuesto, todo tipo de servicios: “que no tomar agua corriente, que cuidado con las carteras, que el retrato de CHE, (como que no se conociese), que el cambio cómo hacerlo, en dónde, en fin todas cosas útiles, que ya se saben.
Iban de un hotel a otro, pero nunca llegaba al que necesitaba nuestra viajera. Entraron en una zona de bodegones oscuros, barrio medio sombrío. Y nada, el hotel buscado no aparecía. Al fin, pararon. Ella no visualizaba la entrada para lo cual el susodicho se bajó y la condujo hasta la esquina, dobló en medio de la penumbra y la dejó frente al mostrador de la recepción.
Recién llegada al mostrador, la atendió una señorita muy amable, con la típica cadencia cubana, alegre y vivaz. Una vez arreglados todos los trámites, la condujeron a la habitación que era un salón inmenso en el cuarto piso, escueto en muebles de una época anterior, de cuando estaban los magnates. Los sillones lucían gastados con amplias rayas de aquella moda pasada y alguna que otra mancha. Divisó una pequeña mesa donde había una jarra, un termo y dos vasos de plástico pero ni una gota de agua. Ojalá hubiese sido ese el único lugar donde brillaba por su ausencia ese necesario líquido. En el baño tampoco salía una gota por ningún lado. Para colmo, ella estaba sedienta, desde el avión que no tomaba nada, también necesitaba utilizar el inodoro. Se decidió aguantar y bajar a buscar un sitio  donde cenar. Ya en la recepción, la señorita simpática le dijo que no le convenía salir a ésas horas, que se acercase al lado, a continuación del mostrador donde estaban un montón de parroquianos hablando a los gritos, que allí podría conseguir alguna minuta. No sólo no tenían para comer sino que no había “agua de ninguna forma”. Subió y volvió a probar si podía hacer funcionar alguna canilla en el baño, pero nada. Sedienta como estaba recordó que en el avión había guardado una botellita de agua por las dudas. El por las dudas le salió bien, ya estaba abierta, le faltaba un poco pero en ése momento era como oro para ella que se sentía desfallecer. Buscó en el maletín de medicamentos dos sobres de sales rehidratantes para las posibles necesidades. Los volcó dentro de la botella y se lo bebió como único reemplazo de la cena. Bajó de nuevo a reclamar. Le informaron señalando con el dedo a otro dormilón que estaba desparramado en un sillón. Subieron y éste comenzó, ya en el baño, a golpear con la mano haciendo de martillo sobre esos artefactos plateados, donde se ubica la palanca para descargar el tanque del wáter. Marcela, así se llamaba nuestra viajera, le rogaba que no continuase de esa manera porque se iba a romper la mano. No hubo entendimiento, el urso persistió en el pretendido arreglo. De golpe comenzó a salir agua a raudales, él bajó a buscar vaya a saber qué cosa y, regresó junto a una morena quien se quedó en la puerta fumando displicente con aire de que no pasaba nada. El señor entró como una tromba diciendo que debía cortar el agua, mientras Marcela acomodaba todas las gastadas toallas en el piso, a la salida del baño, tratando que no se inunde todo el dormitorio. El hombre abrió de golpe una ventana desprendiendo  la cerradura y pedazos de madera del marco. Entonces, apareció un vacío negro y profundo como el infinito. Él vociferaba llamando a su compañera, quien inmutable seguía afuera fumando (debería ser un cigarrillo interminable). Marcela insistía al trabajador que no se tire, porque esa era su intención, le rogaba que espere, que  buscaría una linterna en su cartera para que pudiese ver algo. Frente a la poca atención que le prestaban uno y otra, corrió hacia la puerta para traer a la morena, quién persistía en su actitud. Logró hacerle apagar el cigarrillo, eso sí aquella mujer cumplía con el reglamento de  “no entrar en las habitaciones fumando”. Hablaban tan rápido que, a pesar de ser el mismo idioma, Marcela no podía entenderles bien lo que decían. La cuestión que el señor se largó al vacío y cuando cayó hizo un estruendo horrible. El techo sobre el cual cayó era de chapas.
De tanto revolver entre sus cosas, Marcela encontró la linterna y se acercó a la ventana, el urso estaba a la altura del piso de abajo, hacia el lado izquierdo del hueco por donde había salido, en la ochava que formaban las medianeras, donde había un tablero con infinidad de llaves de paso. Movía, golpeaba, puteaba, todo junto y a la vez. La desmoralizada viajera sentada al pie de la cama, desfalleciendo de hambre, sed y sueño, deseaba que se fueran estos inoportunos visitantes aunque se inundase hasta la cama o hasta la ventana, total por allí escurriría el agua.
En un momento dado la morena se retiró, regresando tiempo después con un trapo de piso que agregó en el escalón del baño. Hablaban a los gritos mientras se escuchaban tremendos golpes desde abajo.
Finalmente subió el señor tiznado hasta los pelos, con gestos de resignación y ambos personajes le informaron que tendrían que cambiarla de habitación. 

1 comentario:

  1. Muy bien descripta esta situación de pesadilla, que puede ser real. Muy bien escrito.

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