Llegó a Ezeiza con apenas tres horas de
sueño, sin que amanezca aún, pero no sólo ella estaba dormida sino que el
empleado de la compañía de aviación también lucía somnoliento, además de muy
mal humor. Ella tenía suficiente tiempo por adelante para embarcar y después de
hacer el cheking llamó a su enamorado para avisarle que partía, no vaya a ser
que la busque y no la encuentre.
Cuando subió, se acomodó
en su asiento doble al lado de la ventanilla, lo reservó de antemano, con tanta
suerte que estaba desocupado, así que hizo el primer tramo sola disfrutando de
un avión nuevo, de super-lujo con una atención esmerada y una comida exquisita,
viendo un paisaje maravilloso sobre los Andes, recorrido que no había hecho
nunca. ¡Maravilloso, la vista era espectacular!
Pensaba: “Así vale la pena
viajar”, y poco a poco se iban borrando sus preocupaciones, tensiones,
disgustos de su vida cotidiana, que no eran pocas.
Luego de un largo tiempo
se levantó para ir al baño y, para completar, mientras esperaba, se puso a
conversar con una azafata encantadora que estaba de servicio; la acompañaba su
esposo e iban a Cuba igual que ella. Se pasaron direcciones y demás para
conectarse luego de que finalice el viaje.
Llegaron a Lima para hacer
el trasbordo, el tiempo amenazaba lluvia, hicieron el cambio de avión y el que
les tocó era uno más o menos de la época de la segunda guerra mundial, antiguo,
un cascajo. Tardó muchísimo en partir, la impaciencia de los pasajeros crecía
y, a medida que pasaba el tiempo, más se fastidiaban los ánimos. Mientras
tanto, se largó a llover bastante, ella veía por la ventanilla el carro donde
transportan las maletas, entre ellas estaban las suyas que suponía las
cargarían en un momento. La gente seguía subiendo, poblando los asientos que
quedaban desocupados. A esta altura, el avión se bamboleaba cuando subía y
subía más gente. Afuera los changarines bajaron los toldos de los costados del
carro, ella pensó que era para proteger las maletas. Finalmente despegó la
carreta voladora.
Era obvio que arribaría a
destino con un importante retraso, debía llegar a las dieciocho y lo hizo de
noche. El aeropuerto fue un infierno con Dante incluido. La cantidad de gente
era incontable, el bullicio ensordecedor, allí nadie sabía nada de nada, ni
siquiera el personal del aeropuerto quienes la mandaban de aquí para allá. Si
alguien se atrevía a abrir la boca, lo miraban y, con un alzar los hombros, sin
moverse del asiento, casi recostados para hacer una siesta, señalaban con el
dedo hasta donde les daba la pereza. Ella se instaló al final de una cinta
transportadora donde había una montaña de gente compactada que no le dejaba ver
si venia alguna de sus maletas. El lugar se fue desocupando y, al rato, cuando
ya se produjo algo de espacio, comenzaron a aparecer cada tanto alguna que otra
valija, distinguió entonces a lo lejos, apenas un bulto que podría ser lo que
esperaba. Sí, era una de las suyas, no la principal, por supuesto, sino una
complementaria. “No importa” pensó, con eso se arreglaría porque adentro de la
misma tenía alguna ropa para cambiarse. Siguió esperando hasta que no quedó
nadie. Volvió a la recorrida, no hubo manera alguna de hacerse de su faltante
bulto.
En sus reiteradas
caminatas, medio desahuciada, vio, en el hall central, que había un montón de
gente manifiestamente exaltada, reunida en torno a una morena con el uniforme
de la línea aérea, (que en lugar de línea a esta altura habría que llamarla ….)
quién a los gritos y con suficiente soberbia trataba los reclamos de los
exaltados viajeros. Tenía una lista donde figuraban los nombres de los
pasajeros a los que se les entregarían al otro día a las dieciocho horas las
maletas faltantes y, que fuesen al final del pasillo a la ventanilla que apenas
se divisaba a lo lejos, a anotarse para dicho evento. Antes de terminar la
explicación, la cola superaba los ciento cincuenta metros. Por supuesto, ella
no figuraba en la lista. ¿Qué hacer? Desolada, trataba de comunicarse con la
representante que no dejaba de atender los reclamos de los desafortunados
pasajeros. Entre ellas había una joven que viajó sentada delante de la
desdichada, con su esposo e hijita de alrededor de un año, la que no dejó de
berrear a gusto durante todo el trayecto. La mujer desesperada le preguntaba a
la representante de la compañía de aviación, “Yo que voy a hacer, tengo en las
maletas los pañales, la leche y la ropita de la guagua, dígame usted que voy a
hacer. Nos dejaron en Santiago dos días varados, todo el fin de semana y ahora
esto”. Era indudable que su voz tapaba a la de los otros demandantes. Cuando
pudo, nuestra viajera preguntó acerca de lo suyo, obteniendo por respuesta la
misma indicación que a los demás: “a la cola”, que ya, a esta altura, era
enorme. La angustia comenzaba a subirle borrando el bienestar del primer tramo,
y, sudorosa, casi sin oxigeno se dirigió a la ventanilla. Ya en la cola y en
medio del bullicio de las continuas e interminables protestas, buscó los tickets
de las maletas. Por supuesto que en medio de tanto nerviosismo no los
encontraba y, ¡no los encontró! Empezó a putear al malhumorado que la había
atendido en Ezeiza. Luego de pasado largo rato y cuando ya llegaba a la
ventanilla, escucha que la llaman por altoparlante con nombre y apellido. A lo
lejos ve a un individuo de uniforme verde oscuro con su maleta faltante en la
mano. Atropellada, corre hacia él, quien con gran desprecio y mirada dura le
dice que tiene que mirar mejor.
Con sus bártulos se
dirigió al hall central a buscar a los agentes que tenían las listas para
transportar a los pasajeros hasta el hotel. Se topó con uno robusto que, con
los formularios en mano, bastante ajados a esta altura, recogía gente y le
requirió su traslado, quien luego de revisar la lista en forma entrecortada gritando
a cada rato a una compañera y a los pasajeros que lo rodeaban como moscas al
dulce, le informó que no la tenía en la misma. Ella insistió que lo había
pagado, sin ningún resultado favorable, a pesar de eso, lo persiguió hasta que
el individuo desapareció, se esfumó en medio de la multitud. Buscó y consultó a
la compañera obteniendo el mismo resultado. Boyaba entre la gente y el bullicio
no sabiendo qué hacer. Más tarde reapareció el señor robusto a quien volvió a
perseguir, él insistió que no figuraba en su lista y que hablara con su
compañera quien la ayudaría conduciéndola hasta el lugar donde se encontraba
dicha persona. Rechazo total.
Finalmente, luego de
insistir y reclamar al grandote, éste le dijo que la iba a llevar, pero que lo
espere. Cuando el susodicho se cansó de andar por ahí, sudoroso y casi sin voz
le ordenó que lo siga. Salieron, era noche cerrada y había poca luz, lo cual
dificultaba seguirlo por el camino irregular y arrastrando el peso de sus
diversos bagallos. Ya le faltaba el oxigeno a pesar que estaban al aire libre
pero, el calor era asfixiante, finalmente llegaron al micro. Habló con el
chofer y se movieron los tres hasta el lugar del portaequipaje, donde había
menos luz todavía. Hicieron negocio, le dijeron cuanto le costaría el traslado
y ella tan nerviosa estaba que sacó de la panza, debajo de la ropa, entre los
dólares que llevaba el cambio pequeño, resultado de los ahorros de mucho tiempo
atrás. Les daba demás, ya ni sabía sacar las cuentas. El individuo le devolvió
lo que sobraba diciéndole “Somos pobres pero no chorros”. Por supuesto, estaba
agradecida sobremanera por la honradez del hombre, aunque, teniendo en cuenta
todo lo sucedido, pagaría cualquier cosa con tal de salir de ahí.
Le guardaron las maletas y
subió sentándose en el primer asiento, donde podía haber dormido un rato por
todo el tiempo que demoraron en partir. El robusto iba y venía del aeropuerto
mientras el chofer, desde su lugar, bufaba sin parar. Cuando estaban por salir
se dieron cuenta de que faltaban dos pasajeros. El susodicho corrió de nuevo a
buscarlos demorando largo rato, regresó solo, no los había encontrado, de todos
modos no partieron porque no podían dejarlos. Larga fue la espera cuando
divisaron que, a lo lejos, venían caminando tranquilamente dos individuos como
de paseo. Finalmente partieron, pasaron por casi toda la ciudad y el gordo no
paraba de hablar, parecía una matraca nueva, como buen guía dando todas las
posibles recomendaciones, ofreciendo, por supuesto, todo tipo de servicios:
“que no tomar agua corriente, que cuidado con las carteras, que el retrato de
CHE, (como que no se conociese), que el cambio cómo hacerlo, en dónde, en fin
todas cosas útiles, que ya se saben.
Iban de un hotel a otro,
pero nunca llegaba al que necesitaba nuestra viajera. Entraron en una zona de
bodegones oscuros, barrio medio sombrío. Y nada, el hotel buscado no aparecía.
Al fin, pararon. Ella no visualizaba la entrada para lo cual el susodicho se
bajó y la condujo hasta la esquina, dobló en medio de la penumbra y la dejó
frente al mostrador de la recepción.
Recién llegada al
mostrador, la atendió una señorita muy amable, con la típica cadencia cubana,
alegre y vivaz. Una vez arreglados todos los trámites, la condujeron a la
habitación que era un salón inmenso en el cuarto piso, escueto en muebles de
una época anterior, de cuando estaban los magnates. Los sillones lucían
gastados con amplias rayas de aquella moda pasada y alguna que otra mancha.
Divisó una pequeña mesa donde había una jarra, un termo y dos vasos de plástico
pero ni una gota de agua. Ojalá hubiese sido ese el único lugar donde brillaba
por su ausencia ese necesario líquido. En el baño tampoco salía una gota por
ningún lado. Para colmo, ella estaba sedienta, desde el avión que no tomaba
nada, también necesitaba utilizar el inodoro. Se decidió aguantar y bajar a
buscar un sitio donde cenar. Ya en la
recepción, la señorita simpática le dijo que no le convenía salir a ésas horas,
que se acercase al lado, a continuación del mostrador donde estaban un montón
de parroquianos hablando a los gritos, que allí podría conseguir alguna minuta.
No sólo no tenían para comer sino que no había “agua de ninguna forma”. Subió y
volvió a probar si podía hacer funcionar alguna canilla en el baño, pero nada.
Sedienta como estaba recordó que en el avión había guardado una botellita de
agua por las dudas. El por las dudas le salió bien, ya estaba abierta, le
faltaba un poco pero en ése momento era como oro para ella que se sentía
desfallecer. Buscó en el maletín de medicamentos dos sobres de sales
rehidratantes para las posibles necesidades. Los volcó dentro de la botella y
se lo bebió como único reemplazo de la cena. Bajó de nuevo a reclamar. Le
informaron señalando con el dedo a otro dormilón que estaba desparramado en un sillón.
Subieron y éste comenzó, ya en el baño, a golpear con la mano haciendo de
martillo sobre esos artefactos plateados, donde se ubica la palanca para
descargar el tanque del wáter. Marcela, así se llamaba nuestra viajera, le
rogaba que no continuase de esa manera porque se iba a romper la mano. No hubo
entendimiento, el urso persistió en el pretendido arreglo. De golpe comenzó a
salir agua a raudales, él bajó a buscar vaya a saber qué cosa y, regresó junto
a una morena quien se quedó en la puerta fumando displicente con aire de que no
pasaba nada. El señor entró como una tromba diciendo que debía cortar el agua,
mientras Marcela acomodaba todas las gastadas toallas en el piso, a la salida
del baño, tratando que no se inunde todo el dormitorio. El hombre abrió de
golpe una ventana desprendiendo la
cerradura y pedazos de madera del marco. Entonces, apareció un vacío negro y
profundo como el infinito. Él vociferaba llamando a su compañera, quien
inmutable seguía afuera fumando (debería ser un cigarrillo interminable).
Marcela insistía al trabajador que no se tire, porque esa era su intención, le
rogaba que espere, que buscaría una
linterna en su cartera para que pudiese ver algo. Frente a la poca atención que
le prestaban uno y otra, corrió hacia la puerta para traer a la morena, quién
persistía en su actitud. Logró hacerle apagar el cigarrillo, eso sí aquella
mujer cumplía con el reglamento de “no
entrar en las habitaciones fumando”. Hablaban tan rápido que, a pesar de ser el
mismo idioma, Marcela no podía entenderles bien lo que decían. La cuestión que
el señor se largó al vacío y cuando cayó hizo un estruendo horrible. El techo
sobre el cual cayó era de chapas.
De tanto revolver entre
sus cosas, Marcela encontró la linterna y se acercó a la ventana, el urso
estaba a la altura del piso de abajo, hacia el lado izquierdo del hueco por
donde había salido, en la ochava que formaban las medianeras, donde había un
tablero con infinidad de llaves de paso. Movía, golpeaba, puteaba, todo junto y
a la vez. La desmoralizada viajera sentada al pie de la cama, desfalleciendo de
hambre, sed y sueño, deseaba que se fueran estos inoportunos visitantes aunque
se inundase hasta la cama o hasta la ventana, total por allí escurriría el
agua.
En un momento dado la
morena se retiró, regresando tiempo después con un trapo de piso que agregó en
el escalón del baño. Hablaban a los gritos mientras se escuchaban tremendos
golpes desde abajo.
Finalmente subió el señor
tiznado hasta los pelos, con gestos de resignación y ambos personajes le
informaron que tendrían que cambiarla de habitación.
Muy bien descripta esta situación de pesadilla, que puede ser real. Muy bien escrito.
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