Aquel sábado a la mañana el patio estaba cubierto de
cenizas. Por eso Gladys encontró el día aún más gris y frío que de costumbre. A
los grandes les extrañó no haber oído la sirena de los bomberos en pos del
incendio cercano que originaba esos jirones retorcidos de papeles o telas.
Su madre
trajo la noticia cuando salió a la panadería. En un descampado cercano a la
fábrica de pinturas Pajarito habían quemado muchas pilas de libros. Alguien en
la cola habló de textos subversivos pero a ella ésa se le hacía una palabra muy
difícil que la señorita Estela no había
querido explicarles.
Durante el
día y mientras su madre se empeñaba en borrar aquellos rastros grises del patio
y expulsar los que habían logrado colarse en el living, otros vecinos se
acercaron con datos para la historia: habían quemado libros prohibidos de una
editorial que tenía un depósito en la zona. Lo hicieron durante la madrugada
pero el diariero desvelado había visto el interminable desfile de camiones cargados
con textos y fascículos.
Entre mate
y mate Chela, la modista, contó que por su ventana había visto cómo algunos
hombres de uniforme armaban grandes pilas de volúmenes. Uno traía una cámara
fotográfica para documentar el evento y algunos se sumaron a una postal que se
les antojaba insólita o quizás épica.
A sus seis
años Gladys no entendía demasiado lo que era un libro prohibido pero había
aprendido muy bien que jamás había que pintar ni rayar a uno de ellos. Todavía
recordaba los gritos de la señorita Estela cuando descubrió que Marcelo, uno de
sus compañeros, había dibujado bigotes en la cara de los próceres de Mayo. A
ella se le antojaron muy cómicos aquellos dibujos. Hacían ver a Belgrano,
Saavedra y compañía con un aire al inspector Clouseau, aquel detective que
buscaba un diamante y personificaba Peter Sellers.
Aquella
mañana la maestra se había enojado muchísimo. Había explicado que sólo los
ignorantes dañaban los libros. Pero quizás los hombres de uniforme no eran de
la misma idea. La modista dice que mientras rociaban con nafta los textos y les
prendían fuego, uno de ellos dijo que eran volúmenes que difundían ideas ajenas
a la moral y las buenas costumbres.
A Gladys se
le antojaba graciosa esa expresión. Se la había escuchado a la vecina para
justificar una paliza a su hija, la descocada, cada vez que volvía tarde. Pero
también la invocaban algunos generales cuando hablaban de los que pensaban
distinto: fuesen jóvenes que trabajaban en la villa, obreros de una fábrica o
viejos políticos de comité. Todos caían en la misma bolsa. Ellos y otros tantos
de los que nadie hablaba. Los que se iban a la madrugada, cuando se escuchaban
tiros y gritos y voces de alto y la frenada de esos autos que parecían salidos
de una pesadilla o de una novela de terror.
Según decía
el diariero que le contó el librero de la Avenida Mitre, en aquellas pilas
había liibros de historia y sociología, algunos de poemas y unos cuantos
cuentos para chicos. Habían sido censurados al mismo tiempo que muchos
empleados de la editorial fueron encarcelados. A otros, y al mismo dueño, un
ruso inmigrante, lo obligaron a presenciar la quema para que aprendiese a
respetar la ley so riesgo de que su trabajo se convirtiese en cenizas.
Como los
jirones de cenizas, las noticias llegaron durante todo el día. Alguien contó
que los empleados de la editorial lloraban y que un libro infantil con una
ilustración del Principito se resistía a quemarse y uno de los uniformados lo
empujo varias veces con la punta de la bota hasta que el pequeño príncipe fue
un puñado de pelusas grises.
El fuego
para apagar los libros y sus ideas le recordaba a Gladys una historia de un tal
Bradbury, un apellido que ni siquiera podía pronunciar, y contaba su prima para
asustarla. Hablaba de una época en la que los gobiernos quemaban todo rastro de
literatura para evitar que difundan pensamientos revolucionarios. Semejante
idea le resultaba digna de alguno de esos personajes comicamente despóticos que
interpretaba Peter Sellers, en algunas de sus películas. Pero decía la prima
que la historia iba en serio y que incluso un director francés había hecho una
película sobre esa idea.
A la nena
le extrañó que esos señores de uniforme hubiesen sacado la idea del libro, no
parecían muy entusiastas de las letras. Pero quizás habían visto la película de
la que hablaba su prima. O aquella en la que Peter Sellers hacía de militar
grotesco y despótico, que había visto con su padre una tarde de domingo.
Probablemente, un incendio alimentado por cuentos e historias de papel era una
acción digna de ese personaje.
Aunque el
bueno de Peter ya no podría hacer ninguna película. Su papá le habia contado
que había muerto de un ataque al corazón esa semana, en la habitación de un
lujoso hotel de Londres. Pensaba viajar para operarse de una enfermedad
cardíaca en Los Angeles pero se fue antes de filmar otra película del inspector
Clouseau.
A la noche,
las cenizas seguían cayendo en el patio a pesar de que su mamá se obstinaba en
barrerlas. Alguien que había pasado por el descampado aseguró que esa noche no
acabaría la lluvia de papel quemado porque aquellos montones de volúmenes se
resistína a desaparacer y transformaban su desaparición en una hoguera lenta que
abrasaba la noche del baldío y se convertía en una fiesta de luz y calor que atraía
a los chicos y los vagabundos del barrio.
Mientras
tanto a miles de kilómetros de distancia, allá en Londres, Lynne Frederick, la
última mujer de Peter Sellers, y Michael, el hijo del actor, ambos de 26 años,
ambos compungidos, entregaban a las llamas del crematorio de Golders Green, al
norte de Londres, el cuerpo del cómico.
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