Basta
con cerrar los ojos para escuchar al Mississippi. Su agua que transcurre
delicada entre las islas, sus barcos viejos de familiar madera, su eterna
pobreza. Del gran río he aprendido dos cosas: la música y la inquietud. Siempre
estoy en movimiento, siempre con los pies en algún camino polvoriento del sur.
A veces hacia el este, y a veces hacia el oeste, a través de soles que queman
la tierra y los pastos, a través de lluvias e inundaciones. Y yo siempre con mi
música. Y yo siempre viajando.
Puedo alzar la vista desde cualquier parte del camino
y ver a lo lejos (hacia delante o hacia atrás) ese espejismo del horizonte, aquella
línea de agua que se aleja a medida que me acerco, o que se acerca a medida que
me alejo. Puedo detenerme debajo de algún árbol si la siesta es demasiado
calurosa (siempre lo es) y tocar solamente para mí, y cantar en voz baja
solamente para mí, o para los árboles y los pastos, y el sol que nos quema a
todos. Pero si hago silencio, siempre está cercano el murmullo del agua que
parece seguirme, a un costado del camino, como los perros que me dan la
bienvenida al próximo pueblo, o los perros que me despiden cada vez que me
pongo en marcha, y que son los mismo perros, y que ladran o aúllan y cantan,
ellos también, otras penas y otros miedos. O acaso los mismos.
Me detuve hace tiempo, no muy lejos de aquí, por
primera vez en mi vida. No como me detengo bajo los árboles en las siestas, ni como
me detengo a veces a contemplar los extensos campos de algodón, y que me
parecieran nubes debajo de las nubes, sino como un hombre puede detenerse por
una mujer, una niña a la que adoraba, y de la que ya no le hablo a nadie. Lloré
una noche, cuando la noticia de su muerte y la de nuestra criatura me llegó
como llega todo a orillas del Mississippi: tarde. Y dicen que canté y que toqué
mejor que nunca esa noche, mejor que cualquier otra noche, mejor de lo que
tocaré nunca otra vez. Me quedé (creo) bebiendo whisky hasta que me prestaron
una cama en la cual descansar mi cuerpo, y entonces lloré, en solitario,
durante horas, hasta que amaneció y hasta después de que amaneció. Y tal vez
esa cama sea esta misma cama, en la que vuelvo a sentirme mal, en la que la
fiebre no me abandona, y en la que cada tanto (a veces) se asoma alguien para
preguntarme: “Robert, ¿Cómo te sientes?”. Y yo no digo nada que pueda incomodar
a nadie, y siento lo que sienten lo perros cuando van a morir: el deseo de
estar solos.
Cierro otra vez los ojos y otra vez el río, más
cercano ahora, casi golpeando la puerta de mi cuarto, casi metiéndose por
debajo de la puerta de mi cuarto, y si yo dejara caer mi mano hasta el suelo
tal vez podría tocar su agua, sentir a lo lejos sus peces de barro y aprender
una canción más, antes de que la fiebre me duerma, antes de que entren a mi
cuarto con las aguas del Mississippi lamiendo la suela de mis zapatos y
pregunten “Robert, ¿Cómo te sientes?” y desde la cama (mi cama) los observe con
ojos cansados (la mano tendida tratando de tocar el río) una cáscara vacía. Y
entonces Robert Johnson será todo lo que pudo ser Robert Johnson, y nada más.
En la pared, sobre la cabecera, una enorme cruz de
madera parece que fuera a caer sobre mí. Observo pacientemente como la tarde se
vuelve noche con suavidad de paloma, y la enorme cruz, sus ángulos rectos, su
madera astillada que nadie parece haber limpiado nunca, me recuerdan la imagen
vagamente familiar de un cruce de caminos, y puedo evocarme a mi mismo, unos
pocos años atrás, sentado a su orilla, guitarra en mano, esperando la
medianoche con dedos inquietos, con el corazón expectante y turbio como las
aguas del río, mientras un cigarrillo se encendía detrás del otro y comenzaba a
oír, a lo lejos, el silbido de alguien que se acercaba, caminando hacia mí como
si tuviera todo el tiempo del mundo, o como si el mundo estuviese hecho de
tiempo, ya no sé, porque ahora el dolor vuelve y me regresa a mi cama, me saca
de los recueros como quien extrae una muela. Y entonces Robert Johnson es sólo
el recuerdo de Robert Johnson, pero también es el recuerdo de su río, y de su
constante andar, y de sus constantes miedos, y de su vieja guitarra, y de lo
que cantó Robert Johnson y de lo que no cantó Robert Johnson, y de lo que se
sabrá de él, que es casi nada, y de lo que llegó a ser él, que es casi todo. Y
tal vez mañana, con tan sólo veintisiete años, muera Robert Johnson, y tal vez
su cuerpo se pierda, río abajo, donde nadie sabe.
(1) Seudónimo de Hernán Ocampo
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