Para creer en la democracia es preciso tener fe en la bondad
general de los hombres, y es difícil conservar tal fe cuando se ha visto en guerra
a esa misma humanidad. Y si los hombres pierden la fe en los demás,
probablemente tienen que perderla en sí mismos. Al desesperar de la libertad
pueden buscar refugio en la autoridad; al desesperar de la persuasión pueden
fundar sus esperanzas en la violencia. Uno tras otro, hemos ido viendo países
con instituciones democráticas, en mayor o menor grado, que se han ido
sometiendo a dictadores. Algunos individuos que sentían su mano demasiado floja
para dirigir la propia chulapa, o que no sabían adónde llevarla, suben a bordo
del gran bajel del Catolicismo, esto es, de una institución no democrática,
sino de una jerarquía que depende firmemente de la inefable sabiduría de su
Cabeza. Otros han encontrado una sabiduría no menos infalible en una interpretación
económica de la historia que les enseña cómo convertirse en herramientas de un
inexorable destino (F. M. Cornford, La comunidad platónica)[1]
Cabría añadir a la anterior cita que
no solamente la guerra hace perder la fe en la democracia y en el hombre; también
lo hacen las injusticias, la corrupción, el paro, las desigualdades sociales,
la inmunidad para unos personajes y la burla más descarnada para otros,
dependiendo de su estatus social. Todo ello, casi siempre justificado por
conmilitones y periodistas. Comencemos por ellos.
Si se leen los periódicos de este
bendito país, con un poco de atención, salta a la vista, raudo como una
centella, el convencimiento de que cada voz tiene su amo; y de que cada uno de
ellos, en su inmensa mayoría, arrima el ascua a su sardina. La objetividad, la
pluralidad, y el tener en cuenta todos los puntos de vista a la hora de
informar, son cosas que quedan muy bien para una clase, en las aulas, de
periodismo; pero que, en la realidad, no dejan de ser sino ingenuidades propias
de niños que todavía creen en los Reyes Magos o similares.
Hace mucho tiempo, siendo alumno
quien esto escribe, un profesor, en una clase, tuvo un raro rasgo de honestidad
personal. Imagino que lo movió a ello el desánimo, el desencanto y el
desengaño, que habitaba, y habita, en los pechos de muchos profesionales de la
educación y de otros ámbitos. Nos vino a decir entonces que, a menudo, cuando
salía del aula al terminar su hora, se iba con la desagradable sensación de
haber estado mintiéndonos durante toda la clase, pues cada vez estaba más
convencido de que no nos iba a servir de nada cuanto él trataba de enseñarnos.
Es más, si le hacíamos caso, sus enseñanzas iban a ser un lastre en nuestras
vidas, ya que hace falta, para vivir en este país, ser deshonesto, mentir,
estafar y no arrepentirse jamás de nada. Estas actitudes todavía son más
efectivas, más impunes, si se adoptan desde una posición elevada. Resulta muy
raro, aquí, ver entrar en prisión a un político, a un magistrado o a cualquier
familiar de los aledaños del poder por mucho que haya mentido, robado y
estafado. Nos puso ejemplos. Y dedujo de ellos que la educación consistía en
contar cuentos de hadas; y en que nosotros, los alumnos, nos los creyéramos,
como nos podíamos creer lo de la objetividad de los periódicos. Por desgracia,
en las aulas no nos enseñaban nada de cuanto sucedía en la calle, ni cómo
comportarnos ante esos desagradables hechos a fin de evitarlos.
¿Qué puede hacer una persona
medianamente honesta ante una ley impuesta por el gobierno que beneficia a una
minoría en detrimento de la mayoría, o ante la corrupción?, recuerdo que me
pregunté ya en aquella lejana clase. ¿O ante una justicia que no funciona y
unos políticos parapetados tras sus privilegios? No se me ocurrió nada, como tampoco
se nos ocurrió qué podíamos hacer todos los alumnos ante las continuas faltas
de profesores, en un colegio donde la dirección brillaba por su ausencia, dado
que tenía cosas más importantes que hacer que atender a los alumnos. Curso
hubo, el último que estuve allí, en el cual durante mes y medio sólo dimos diez
o doce clases. Y nadie nos dio ni una explicación, ni nos pidió perdón por
tamaña desfachatez. ¿Dónde estaba la ética que se nos predicaba en algunas
clases? ¿Y dónde los inspectores de educación? Creo recordar que estos eran
cargos políticos, y que se avenían muy bien con las direcciones de los centros:
todo consistía, dado que, creo, allí no se movía dinero, en no molestar y en no
ser molestado. La honestidad quedaba muy bien para las clases de ética y de
filosofía. Todo el mundo alababa a Sócrates, y cantaba maravillas de él; pero,
en el fondo, todo el mundo se reía del filósofo y de su actitud vital.
Hasta la saciedad se ha hablado, y
escrito, sobre la acción del tiempo no sólo sobre las creaciones humanas,
Cronos devorando piedras y hasta a su propio hijo, sino, también, sobre la
misma naturaleza. Todo verdor perecerá, se dice ya en la Biblia. Tal afirmación
es una obviedad con la que, comienzo a sospechar, se nos ha mantenido bastante
entretenidos durante largo tiempo. Porque lo importante, lo relevante, no es el
paso del tiempo y la desaparición de Itálica famosa y de sus moradores; nadie
les dijo que iban a ser eternos. Lo verdaderamente importante es la degradación
de todo, natural o artificial, que esté sujeto al paso del tiempo. ¿Y quién o
qué hay que escape a este personaje? Así es posible que, con la mejor voluntad
del mundo, un señor funde un periódico, y quiera, con él, informar a sus
vecinos de cuanto sucede o acaece en la ciudad y en el orbe. No tardará
alguien, con el inevitable paso del tiempo, en percatarse de la importancia de
la prensa, y de que con ella puede modificar el pensamiento y la actitud de sus
vecinos en beneficio propio, o de la empresa que lo sustenta. Y entonces dirá
lo que le interese, o lo que los vecinos quieren oír importándole bien poco la
objetividad, la honestidad y todas las reglas éticas del mundo. A veces estas
acciones se llevan a cabo con verdadero cinismo; otras con ignorancia; y las
más de las veces siendo indulgentes con nosotros mismos y terriblemente
rigurosos con el vecino.
La continua degradación de cualquier
creación humana, sistemas políticos, educativos, leyes, religiones, etc., ha
hecho, cuando se persiste en ellos, pese a la desaparición de la sociedad que
los engendró, que una creación, buena en un principio, se convierta en una
pesadilla cuando no en un instrumento que permita mentir, aherrojar a los
ciudadanos, y no dar cuenta de nada a nadie, al tiempo que se mantiene
relativamente contentos a un buen número de personas. Quizás suceda así por la
pereza innata del hombre, que no actúa en tanto las cosas no le afectan
directamente a él; y a que en toda sociedad hay una serie de normas que nadie
discute, ni pone en duda. Es lo que el profesor F.M. Cornford llamó la
filosofía no escrita.
Siempre he sospechado que la
desaparición de los estudios clásicos en nuestro país, latín y griego sobre
todo, está directamente relacionada con ese afán porque se acepten una serie de
realidades, como si fueran una creación reciente, ignorando su historia y
evolución. Y hay palabras que deberíamos revisar continuamente para no aceptar
las cosas que designan como buenas e inmutables. Nada hay más perverso, para
ello, que ignorar algunas etimologías, o descontextualizarlas, sacarlas del
momento en el que esos vocablos fueron creados y lanzados al ágora.
Hoy en día, tal vez por eso de la
filosofía no escrita, o las ideas recibidas, que viene a ser lo mismo, casi
todo el mundo da por bueno que la mejor forma de gobierno es la democracia. La
palabra deriva del griego, demos, pueblo, y cracia, poder. El poder del pueblo.
¿Y a quién no se le hace la boca agua pensando que es un ciudadano normal y
corriente, pero que tiene poder? Ahora bien, si la palabra es griega, ¿qué significaba
pueblo cuando la palabra democracia fue puesta en circulación? ¿Votaba en
Atenas todo el mundo? ¿Y qué opinaban al respecto las gentes de aquellos
lejanos siglos? Sobre esta cuestión ya casi nadie cita a Sócrates: sabido es
que este no era partidario de la tal forma de gobierno, pues no estaba
dispuesto a que su voto tuviera el mismo valor que el de un zapatero o un
alfarero.
Siguiendo con la democracia,
conocida es la anécdota del juicio de Aristides. La cuenta Plutarco en su
Moralia: llegado el momento de la votación, tras las acusaciones y las
alegaciones, un analfabeto le alargó el óstrakon, pieza de barro en la que se
escribía el nombre de quien debía ser condenado al ostracismo, al mismísimo
Aristides para que este escribiera su propio nombre. El analfabeto no lo
conocía de nada. Y aquel quiso saber porqué lo condenaba. La respuesta fue
genial: el analfabeto estaba harto de que a Aristides lo llamaran El justo.
Eso, para él, puesto que le molestaba, era motivo más que suficiente para que
lo condenaran. También condenaron a Sócrates, sabido es. Aunque a este, en un
rasgo de suprema hipocresía, se le brindó la posibilidad, rechazada por el
filósofo, de huir de la prisión.
Hubo un tiempo, otra filosofía no
escrita, en el que se consideró que el pueblo era soberano; y que, como el
cliente, siempre tiene razón. Quien iba en contra suya no podía sino ser
partidario de los sistemas totalitarios, de las dictaduras, fueran del signo
que fuesen. Y ya se sabe que el mejor sistema de gobierno es la democracia. Y
es posible que fuera así originariamente, si nos atenemos a la anécdota,
contada por Platón en Protágoras, en la que Zeus le mandó a Hermes distribuir
la justicia y el sentido moral entre todos los humanos por igual. No hay nadie,
por lo tanto, que carezca de estas dos cosas. Todos somos responsables, por lo
tanto. Pero ¿supone eso que somos todos iguales, que tenemos la misma capacidad
para juzgar?
Los mismos griegos, los creadores de
la democracia, tenían muy claro que no. Lo ilustran perfectamente mediante el
mito de Procusto, y la famosa mesa donde este bandido tumbaba a quienes
apresaba. A estos o bien les cortaba las piernas, o bien se las alargaba con
cuerdas: de tal forma que todos cuantos pasaban por sus manos tenían la misma
estatura, la marcada por su mesa. Se puede pensar que la historia de Procusto
es un mito, una especie de parábola contra la que se puede alegar que,
biológicamente, está claro que hay diferencias de un hombre a otro... La otra
anécdota que recuerda las desigualdades, aun en una democracia, viene de la
mano de uno de los Siete Sabios, Anacarsis. Dice este que la justicia es
parecida a una tela de araña: esta atrapa a los animalitos pequeños y flacos;
pero los grandes y poderosos la rompen y se van. No, la justicia nunca ha sido
igual para todos.
Las leyes, la justicia, no son sino
otra creación humana. Y como tal están llenas de imperfecciones. Se pueden
leer, por lo tanto, ateniéndose a su significado, o buscándole los cuatro pies
al gato. A una mosca, sin posibles para contratar a un abogado, o a un prestigioso bufete de abogados, se las
interpretarán literalmente y la araña la devorará; y a otro ser distinto, con
posibles, le permitirán todas las interpretaciones habidas y por haber, hasta
que prescriba el delito, o se demuestre, mediante uno de los vericuetos de los
que huyó Sócrates, que es tan inocente y virgen como la madre que lo parió. Y
la justicia quedará como las telas de araña azotadas por los zorros de las
maritornes. Habrá que reforzar la maltrecha imagen de la Justicia, y para eso
no faltarán películas en las que David vence a Goliat de la mano de un buen
abogado o abogada de buen ver; ni tampoco faltarán artículos de fondo alabando
a nuestro sistema judicial que tiene en cuenta antes la justicia que el linchamiento.
Quizás este se produzca cuando falla aquella, como hubo guerrilleros porque no
había ejército.
Pasar de un sistema de gobierno a
otro, de una democracia a una tiranía, o viceversa, parece harto complicado.
Son pasos, además, que no se dan sin violencia, sangre y muertes. Quizás uno de
los más significativos haya sido el tránsito de la República al Imperio, con
todas las alegrías y disgustos que eso le costó al vanidoso de Cicerón. La
República fue degenerando hasta engendrar a su oponente. A Cicerón le costó la
vida. Y los emperadores que, tras Augusto, ocuparon el trono, dieron pie, entre
otras cosas, a que algunos filósofos se percataran de la importancia de la
educación en el soberano: durante la República, los cónsules eran elegidos por
el senado; y este procuraba elegir a los mejores. El imperio, por el contrario,
era hereditario, cuando no fruto de intrigas, así que podía acceder al poder,
al trono, cualquier persona, estuviera o no capacitada para ello. Séneca, por
lo tanto, sería el encargado de educar a Nerón, querencia que también pagaría
con la vida. Un poco anterior a estos hechos es la anécdota que cuenta que lo
único que aprenden los hijos de los poderosos, la burguesía de medio pelo de
hoy en día, es a montar a caballo, pues este bruto animal, para su desgracia,
no distingue entre el hijo del rey y un mortal cualquiera, así que, demócrata
él, los trata a todos por igual. No así los maestros, que temen por sus vidas o
por su puesto de trabajo.
Tanto los emperadores, como los
monarcas medievales, van a tratar de demostrar que son hijos de los dioses, o
que son reyes ad gratia dei. Es decir, están por encima del común de los
mortales. Eso no impidió que tanto a unos como a otros los asesinaran. Tal vez
porque la religión no caló muy hondo, o porque, en el fondo, nadie, ni el mismo
interesado, se acababa de creer semejante tontería. Ni el propio clero se lo
creyó, así aquí en nuestro país, fue el cura Merino, no el guerrillero, quien
intentó acabar con la vida de la pobre Isabel II. El cura Merino fue ejecutado
por la muy católica corte. Eso de No matarás no va con nosotros.
Los tiempos cambian, las personas
mudan de parecer; y lo que fue ayer tal vez no sea hoy, pero puede ser que
regrese mañana o pasado. Hoy por hoy, como ya sucediera en otras épocas, los
dioses han caído en desgracia. Nadie, en consecuencia, se cree que las leyes, o
las formas de gobierno, hayan sido entregadas por ningún dios, bien sea este
Zeus o Yahvé u otro cualquiera. Tampoco se puede divinizar ningún monarca ni
forma de gobierno, pues una cosa es ser religioso, o tener fe, y otra muy
distinta ser un necio o un estúpido. Así razonan algunos creyentes. Y no les
falta razón. Claro, que, por supuesto, también hay otras muchas maneras de
divinizar a los políticos, a las leyes y a las formas de gobierno. Hay que
recordar que también existen procesiones cívicas, y santones profanos. Para
“divinizar” algo es imprescindible contar con la aquiescencia de todos, o con
la ignorancia de la mayoría. En ambos casos se trata de que nadie discuta ni
ponga en tela de juicio determinadas cosas. Vuelve a funcionar, por lo tanto,
la filosofía no escrita, o las ideas recibidas y jamás cuestionadas.
Si una democracia es el gobierno del
pueblo; y este, o la ciudadanía como se dice ahora, escoge a sus políticos,
será para que estos administren y gobiernen la ciudad mirando por los intereses
de la mayoría del público y no por los de una minoría determinada, cuando no
por los de su propio partido. El gobernante elegido por el pueblo depende del
pueblo, y a este tiene que rendirle cuentas cuantas veces se lo digan y pidan,
como los cónsules, en la antigua Roma, rendían cuentas al senado al terminar su
período de mandato. Estaba claro, en aquella gloriosa época, que si las cuentas
no cuadraban era debido a la corrupción. Y está claro, hoy por hoy, que sin
cuentas claras y transparencia, es imposible la democracia. No hay duda de que
la primera independencia es la independencia económica: mientras un joven no
gane su primer sueldo dependerá de sus padres; y estos, al menos en teoría,
tienen la potestad de darle o no darle dinero. El dinero que manejan los
políticos no es de ellos; y, por lo tanto, si son honestos, deben presentar
cuentas. Es muy sospechoso que no lo hagan así. Y aquí nunca se exponen las cuentas
públicas. ¿Por qué será?
Es posible que una democracia, más o
menos real, tan sólo haya existido en el Ática. Por la sencilla razón de que
Atenas era una ciudad pequeña, todos se conocían, y cada uno sabía a quién
elegía o votaba. Hoy, con ciudades enormemente pobladas, no se vota a una
persona en concreto, sino a unas siglas, a un partido, y a un programa, y cada
cuatro años. En ese lapso de tiempo, los políticos se escudan en que han sido
votados para hacer de su capa un sayo, y aprobar o derogar las leyes que les da
la gana, o que los benefician a ellos o a las bancos y empresas que los avalan.
Y no hay nada sin nada. Tal vez provengan de ahí la opacidad de las cuentas.
Antes, los jefes de campaña,
publicistas algunos de ellos, se encargan de maquillar al programa, y de
presentarlo en sociedad tal como una amante madre del siglo XIX presentaría a
su hija en un salón: carne fresca digna de un marido, a ser posible rico,
aunque sea chocho y mayor. Luego, una vez casados, siempre habrá tiempo de ser
feliz engatusando a este con aquel y a aquel con el demás allá. Lo importante
es llegar al altar. Y realizado el rito, todo se vuelve opaco, incumplimientos,
y percatarse de de del dicho al hecho hay un trecho.
Para evitar algunos sonrojos (?)
posteriores a las elecciones hay diversas soluciones. La primera es no mentir
en los programas, aunque ello conlleve no hacerse con el poder. Pero, claro, un
partido perdedor es como un sábado sin sol o una doncella sin amor. Tamaña
posibilidad queda prácticamente descartada, así que el pueblo tendrá que ir ojo
avizor si no quiere que lo engañen. Y para eso, no para informarle, sino para
inclinar la balanza hacía este lado o el otro, están algunos periodistas y
algunos medios audiovisuales. A veces, cuando comienzan los debates entre
políticos, es conveniente releer la famosa escena cervantina del no menos
famoso patio de Monipodio. Es una ocurrencia. Al fin y al cabo allí se ve lo
que ocultan la piedad y el amor.
La otra opción que tiene el político es aislarse cada vez
más, encerrarse en sus leyes y en su bastión. Y como no puede alegar en su
favor a ninguna divinidad, cuando tenga algún problema, protestas, huelgas o
manifestaciones, recurrirá al descrédito de quien se dedica a atacarlo, lo cual
es muy democrático, cuando no a esconderse, a no responder de nada ni ante
nadie, como hacían los reyes medievales que reinaban ad gratia dei. Y a
utilizar a la policía cuando la ciudadanía, el antiguo pueblo, intente
acercarse a él, ya que él no lo hace.
La primera vez que oí la palabra
escrache, inconscientemente, sin saber lo que significaba, no sé porqué, quizás
por la fonética, me pasó por la cabeza la imagen de un elefante caminando por
una cacharrería. Evidentemente, las noticias que yo estaba leyendo nada tenían
que ver con elefantes, ni con Aníbal, los iberos o los romanos. El escrache
parece ser que es algo así como un intento de aproximarse, la ciudadanía con
problemas, al político que legisla, y que no lo hace al gusto de los
escrachistas, si se me permite la palabra. Según el Diccionario de la Real
Academia, escrachar, en Argentina y Urugay significa romper, destruir, aplastar
y también fotografiar a una persona. Tal vez en un sentido figurado, el
escrache está retratando a los políticos del momento, cada vez más alejados de
la realidad y de la ciudadanía, el pueblo, en representación del cual gobiernan
y administran. O inmunes a la justicias. Se supone.
¿Cómo puede haber políticos
profesionales cuando es el pueblo, la ciudadanía, quien los vota? ¿Qué sucede
con ellos si dejan de votarlos? ¿Y por qué algunos políticos cobran de su
propio partido, del erario público y encima tienen por ahí sus trabajillos y
chanchullos? Ciertamente, parece que la democracia está podrida desde su misma
raíz. Algunos cónsules sabiendo que su consulado duraba nada más que dos años,
se dedicaban a saquear las tierras puestas bajo su custodia para retirarse
teniendo el riñón bien cubierto. Ellos debían responder ante el senado. Hoy en
día tal vez se tenga que responder ante la justicia. Pero siempre algún
periódico saldrá en defensa del corrupto porque si este cae, caerán ciertos
privilegios que no se pueden perder. Y el político, a veces con la ayuda de su
partido, tendrá dinero suficiente como para recurrir a los servicios de un buen
bufete de abogados. Y entre unos y otros harán bueno aquello de ruin la madre,
ruin la hija y ruin la manta que las cobija. Al pobre pueblo, la ciudadanía, le
quedará votar cada cuatro años, dejarse engañar por los programas, o
arriesgarse a que lo fichen o lo encierren por escrachear a cualquier político
de tres al cuarto. Tenía razón mi viejo profesor: llegado a un cierto terreno,
las leyes ya no pueden nada contra los poderosos. Se ocupan de los pobres
animalillos, que ya no tienen ni siquiera el recurso del pataleo. Todo cuanto
no sea estar a favor de los políticos se ha criminalizado. Esa es la nueva
acepción de la vieja palabra democracia, pues esta es tan sagrada como Nerón.
Sólo falta ofrecerle incienso. Lo malo es que tanta corrupción y tanto sacar
cara por los corruptos ha hecho que la gente pierda la confianza en esta forma
de gobierno, y en los políticos, que se han convertido en un mal sueño.
Escrache tampoco significa romper
nada. Una pena porque, al final, entre todos la mataron y ella sola se murió.
También puede ser el escrache, como lo ha definido una lumbrera, nazismo puro y
duro. Por supuesto. Robarle todos los ahorros a un grupo de personas mayores,
eso es propio de una ONG. Y aprobar una ley de costas tan absurda como la
actual, en beneficio de una minoría, también. Desmantelar el sistema sanitario
y el educativo es solidaridad pura y dura, como también lo es no invertir en
educación... Pero ya se sabe: no hay dinero. Ahora bien, para mantener a tanto
político y tanta autonomía, asesores, coches y conductores, para eso sí, para
eso vamos sobrados. Y para pagar sobresueldos. Y la corrupción siempre anida en
casa ajena... Se comprende que el gobierno no actúe contra unas personas y lo
haga contra otras y contra quienes protestan. Es más sencillo y menos costoso.
Eso es la democracia.
[1] El ensayo de Cornford está incluido en
el libro La filosofía no escrita, traducción de Antonio Pérez Ramos. Ed.
Ariel, Barcelona, 1974
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