La pregunta y la respuesta, que se
produjeron hace más de 2.500 años, todavía pueden resultar útiles para
comprender el mundo de hoy, o, al menos, ciertas actitudes de muchos de sus
habitantes. También pueden ser provechosas para algunos profesionales de un
trabajo un tanto degradado.
La pregunta, planteada por un
insidioso Sócrates, deseoso de saber, es si la virtud se puede enseñar o no.
Cuando se habla de virtud hay que entenderla en un sentido griego, no
cristiano. Así la virtud sería la caballerosidad, el perfeccionamiento y
virtuosismo en todo cuanto se hace, el civismo, el deseo de ser el mejor, la
honestidad...
Protágoras, el sofista que responde
a Sócrates sobre si se puede enseñar la virtud, lo hace a través de un mito.
Cuenta, amañado para sus fines, el mito de Prometeo. Dice que llegada la hora
del nacimiento de los mortales, los dioses los forjaron dentro de la tierra
mezclando tierra y fuego, y las cosas que se juntan con estos elementos. Luego
encargaron a Prometeo que distribuyera las capacidades entre ellos. Pero fue
Epimeteo quien lo hizo. Y así a cada animal lo fue dotando de una cualidad
distinta: rapidez en unos, astucia en otros, garras para estos, gran capacidad
de procreación para aquellos, etc. Epimeteo se entusiasmó con el reparto, y no
guardó nada para el hombre. Así que su hermano, como es sabido, se vio obligado
a robar el fuego a fin de dotar a éste de alguna cualidad.
El hombre tenía el fuego, pero vivía
en soledad. Era presa fácil para los animales; y cuando se juntaban varios
hombres, acababan peleando entre sí y matándose. No poseían el arte de la
política, de la vida en común. Entonces Zeus le dijo a Hermes que dotara a los
hombres de sentido moral y de justicia. Se conseguiría, de esta forma, el orden
en las ciudades y los acuerdos entre los humanos. Es la pregunta de Hermes, y
la respuesta de Zeus, lo que tampoco tiene desperdicio dentro de este mito:
“¿Las reparto como están repartidos
los conocimientos? Están repartidos así: uno solo que domine la medicina vale
para muchos particulares, y lo mismo los otros profesionales. ¿También ahora la
justicia y el sentido moral los infundiré así a los humanos, o los reparto a
todos?” “A todos, dijo Zeus, y que todos sean partícipes. Pues no habría
ciudades, si sólo algunos de ellos participaran, como de los otros
conocimientos. Además, impón una ley de mi parte: que al incapaz de participar
del honor y la justicia lo eliminen como a una enfermedad de la ciudad.”[1]
Este participar todos del sentido
moral y de la justicia, regalo de los dioses, es lo que hace posible la
convivencia, según Protágoras, y lo que hace que cada uno de los mortales tenga
sus propias opiniones sobre el gobierno de una ciudad. De lo cual se deduce que
la virtud, en sentido griego, se puede enseñar, quedando el castigo como
suprema enseñanza: “que al incapaz de participar del honor y la justicia lo
eliminen como a una enfermedad de la ciudad”.
Pese a ello, Protágoras desconfía de la masa, y por
supuesto, de los dioses:
“Porque la muchedumbre, para decirlo en una palabra, no
comprende nada, sino que corea lo que estos poderosos les proclaman”[2]
Lo que se ha proclamado aquí y
ahora, 2.500 años después de este diálogo, y desde hace mucho tiempo, es que
esta falsa y burda democracia que tenemos consiste en que todo el mundo sabe de
todo, y todo el mundo es maestro de todo, pues todos participamos de esa
justicia y sentido moral donados por Zeus y transmitidos por Hermes. Muchos,
aun ahora, quienes más gritan y hablan, estarían dispuestos a creérselo así.
Pero es el propio Protágoras el primero en cuestionar a Zeus, y, por lo tanto,
todo cuanto se deriva de él:
“De los dioses no sabré decir si los
hay o no los hay, pues son muchas las cosas que prohiben el saberlo, ya la
oscuridad del asunto, ya la brevedad de la vida del hombre.”[3]
Según Diógenes Laercio, Protágoras
fue desterrado de Atenas por sostener estos principios, y sus libros quemados
en el foro.[4]
Nos hemos quedado, por lo tanto, sin
honor y sentido de la justicia como regalo de Zeus. Esto no es sino un cuento,
un mito. Cosa que nos viene de maravilla, pues en el mundo de hoy, tan
falsamente hedonista, los dioses poco o nada tienen que hacer. No por ello
nadie deja de considerarse capacitado para hablar de política, lengua, aviones
o cualquier polémica que se tercie en el país. Sea de lo que fuere. Ese toque
divino del que hemos hablado se lo permite.
Así, hace algunos años, se creó una
burda y absurda campaña para dirimir si unos habitantes de la Península Ibérica
hablaban una lengua, y otros, vecinos de los anteriores, otra distinta, o la
misma. Brotó una fuerte y virulenta discusión en la que nadie, por supuesto,
tenía ganas ni deseos de aprender, qué lejos nos queda Sócrates, sino sencillamente
de demostrar que tenía razón y que el otro, defensor de una teoría diferente,
era un verdadero analfabeto. Este, lógico en un país de sabios, se ha
transformado en el calificativo preferido de todos.
Entonces, en aquellos momentos, de
la noche a la mañana, surgieron los lingüistas como pueden surgir los hongos
tras una noche de lluvia. Muchos de ellos debieron de pensar que Zeus les había
inculcado, también, junto con el honor y el sentido de la justicia, el saber
lingüístico, pues la Universidad, que no es la panacea, sabido es, estaba
vendida y era una traidora. Ancha es Castilla. Cualquiera podía opinar. Sin
leer ni estudiar. No hacía falta.
En ningún momento dice Protágoras,
en su relato del mito de Prometeo, que Zeus inculcara, también, un poco de sentido
común a los hombres, recién llegados a la vida. Quizás lo diera por incluido en
el sentido del honor y de la justicia. Una justicia tan parcial, sin embargo,
que, por desgracia, se enorgullece de estar en unos pechos, que no en otros. Y
que tiende, siempre, al castigo, al insulto feroz, y, por supuesto, al grito
más alto, a la más alta de las razones: a media hora o medio kilómetro de
estruendoso sonido del claxon porque la carretera siempre es de uno, de quien
jamás se equivoca y conduce mejor que nadie.
Nada escapa a este furor democrático
del saber de todo y de entender de todo. Lo mismo que surgen lingüistas, brotan
gobernadores:
“No hay cosa para el entendimiento
humano tan difícil como gobernar hombres; no se puede hacer sin grande
entendimiento. Siendo facultad tan superior, no hay ignorante que no se atreva
a censurar el gobierno.”[5]
Y muchas veces lo hacen quienes son
incapaces de gobernar su propia casa, o, todavía más terrible, a sus propios
hijos.
Es tal el democrático afán por
participar, por soltar cuanto se viene a la boca, sin meditar, que ya no se
respetan ni los accidentes, ni el dolor de las víctimas o de los parientes de
éstas. Hasta de eso se aprovechan los nuevos agoreros con tal de echar su
arbitrio al aire. Como si a alguien les importara sus necedades. Se parecen al
personaje que va todo el día colgado del móvil, dando cuenta de sus movimientos
cuando a nadie, o a muy pocas personas, les importa sus pobres andanzas y sus
necios descansos.
Ahora, ante el desgraciado y
terrible accidente de un avión, en Barajas, todo el mundo entiende de pistas de
aterrizaje, embarques, motores, revisiones, aviones y compañías. Seguro que de
estar diez o doce arbitristas de estos en el aeropuerto, no hubiera sucedido
nada lamentable. Hay hasta quien habla de fecha fatídica jugando con los
números: 20-08-2008. Es encantador. No cabe más profundidad de pensamiento. Por
supuesto que tampoco falta, hasta ahí podíamos llegar, quien ve un atentado
perpetrado por las fuerzas del mal... Es lamentable, ya que el sentido común no
fue regalo de Zeus, que no haya una pequeña autocensura o, en su defecto, una
censura guiada, sencillamente, por el buen gusto y la sensatez.
Si algún verano tenemos la desgracia
de que se hunde algún barco, todo el mundo será marinero entonces y sabrá de
mareas, cuadrantes, sextantes y astrolabios. Seguro.
Es una pena que ya se esté
terminando el verano. Siempre que llega esta época del año se recomiendan
libros porque es, parece ser, cuando más tiempo se tiene para el ocio y la
lectura. Por regla general se suelen recomendar libros de leer y tirar,
literatura de consumo, algo ligero para la playa. Es mejor, cuando se está
sosegado y tranquilo, leer libros buenos y que nos obligan a pensar. Los
Diálogos, de Platón son unos libros estupendos para ello. Dignos de leerse y
releerse. Estudiándolos tal vez aprendamos a callar, y a que no nos pase lo que
a los boticarios que “hablando en calidades de yerbas con tanta erudición que
parece que estudiaron en un monte.”[6]
Como dijo alguien, de lo que nada se
sabe, es mejor no hablar. Y si Zeus no nos dio sentido común, adquirámoslo
nosotros con nuestro cívico comportamiento diario. Quizás así le demos la razón
a Protágoras y demostremos que sí, que la virtud, la honestidad, el deseo del
bien, de ser el mejor, la solidaridad... se aprende y se enseña. De esta forma
también valoraremos un poco el trabajo de maestros y profesores. Sería una pena
que, desprestigiados por hablistas, terminaran como Sócrates.
[1] “Protágoras”, en Diálogos I, Platón, p. 527. Editorial Gredos Madrid, 1981.
Traducción de Carlos García Gual. Puede verse también Prometeo: mito y tragedia, de C. García Gual, Libros Hiperión,
Madrid, 1979, ps. 47-68
[2] Opus
ctda.. p. 518
[3] Diógenes Laercio, Vidas de filósofos ilustres. Barcelona, 2003. Traducción y notas de
José Ortiz, p. 355
[4] Opus
citda. p 355
[5] Juan de Zabaleta, Día de fiesta por la mañana y por la tarde. Madrid, 1983. Ed.
Castalia, p 469
[6] Opus
ctda., p. 439
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