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miércoles, 14 de agosto de 2013

PROTÁGORAS Y LOS AVIONES, por Vicente Adelantado Soriano, de Valencia, España

La pregunta y la respuesta, que se produjeron hace más de 2.500 años, todavía pueden resultar útiles para comprender el mundo de hoy, o, al menos, ciertas actitudes de muchos de sus habitantes. También pueden ser provechosas para algunos profesionales de un trabajo un tanto degradado.

La pregunta, planteada por un insidioso Sócrates, deseoso de saber, es si la virtud se puede enseñar o no. Cuando se habla de virtud hay que entenderla en un sentido griego, no cristiano. Así la virtud sería la caballerosidad, el perfeccionamiento y virtuosismo en todo cuanto se hace, el civismo, el deseo de ser el mejor, la honestidad...

Protágoras, el sofista que responde a Sócrates sobre si se puede enseñar la virtud, lo hace a través de un mito. Cuenta, amañado para sus fines, el mito de Prometeo. Dice que llegada la hora del nacimiento de los mortales, los dioses los forjaron dentro de la tierra mezclando tierra y fuego, y las cosas que se juntan con estos elementos. Luego encargaron a Prometeo que distribuyera las capacidades entre ellos. Pero fue Epimeteo quien lo hizo. Y así a cada animal lo fue dotando de una cualidad distinta: rapidez en unos, astucia en otros, garras para estos, gran capacidad de procreación para aquellos, etc. Epimeteo se entusiasmó con el reparto, y no guardó nada para el hombre. Así que su hermano, como es sabido, se vio obligado a robar el fuego a fin de dotar a éste de alguna cualidad.
El hombre tenía el fuego, pero vivía en soledad. Era presa fácil para los animales; y cuando se juntaban varios hombres, acababan peleando entre sí y matándose. No poseían el arte de la política, de la vida en común. Entonces Zeus le dijo a Hermes que dotara a los hombres de sentido moral y de justicia. Se conseguiría, de esta forma, el orden en las ciudades y los acuerdos entre los humanos. Es la pregunta de Hermes, y la respuesta de Zeus, lo que tampoco tiene desperdicio dentro de este mito:
“¿Las reparto como están repartidos los conocimientos? Están repartidos así: uno solo que domine la medicina vale para muchos particulares, y lo mismo los otros profesionales. ¿También ahora la justicia y el sentido moral los infundiré así a los humanos, o los reparto a todos?” “A todos, dijo Zeus, y que todos sean partícipes. Pues no habría ciudades, si sólo algunos de ellos participaran, como de los otros conocimientos. Además, impón una ley de mi parte: que al incapaz de participar del honor y la justicia lo eliminen como a una enfermedad de la ciudad.”[1]
Este participar todos del sentido moral y de la justicia, regalo de los dioses, es lo que hace posible la convivencia, según Protágoras, y lo que hace que cada uno de los mortales tenga sus propias opiniones sobre el gobierno de una ciudad. De lo cual se deduce que la virtud, en sentido griego, se puede enseñar, quedando el castigo como suprema enseñanza: “que al incapaz de participar del honor y la justicia lo eliminen como a una enfermedad de la ciudad”.
Pese a ello, Protágoras desconfía de la masa, y por supuesto, de los dioses:
“Porque la muchedumbre, para decirlo en una palabra, no comprende nada, sino que corea lo que estos poderosos les proclaman”[2]
Lo que se ha proclamado aquí y ahora, 2.500 años después de este diálogo, y desde hace mucho tiempo, es que esta falsa y burda democracia que tenemos consiste en que todo el mundo sabe de todo, y todo el mundo es maestro de todo, pues todos participamos de esa justicia y sentido moral donados por Zeus y transmitidos por Hermes. Muchos, aun ahora, quienes más gritan y hablan, estarían dispuestos a creérselo así. Pero es el propio Protágoras el primero en cuestionar a Zeus, y, por lo tanto, todo cuanto se deriva de él:
“De los dioses no sabré decir si los hay o no los hay, pues son muchas las cosas que prohiben el saberlo, ya la oscuridad del asunto, ya la brevedad de la vida del hombre.”[3]
Según Diógenes Laercio, Protágoras fue desterrado de Atenas por sostener estos principios, y sus libros quemados en el foro.[4]
Nos hemos quedado, por lo tanto, sin honor y sentido de la justicia como regalo de Zeus. Esto no es sino un cuento, un mito. Cosa que nos viene de maravilla, pues en el mundo de hoy, tan falsamente hedonista, los dioses poco o nada tienen que hacer. No por ello nadie deja de considerarse capacitado para hablar de política, lengua, aviones o cualquier polémica que se tercie en el país. Sea de lo que fuere. Ese toque divino del que hemos hablado se lo permite.
Así, hace algunos años, se creó una burda y absurda campaña para dirimir si unos habitantes de la Península Ibérica hablaban una lengua, y otros, vecinos de los anteriores, otra distinta, o la misma. Brotó una fuerte y virulenta discusión en la que nadie, por supuesto, tenía ganas ni deseos de aprender, qué lejos nos queda Sócrates, sino sencillamente de demostrar que tenía razón y que el otro, defensor de una teoría diferente, era un verdadero analfabeto. Este, lógico en un país de sabios, se ha transformado en el calificativo preferido de todos.
Entonces, en aquellos momentos, de la noche a la mañana, surgieron los lingüistas como pueden surgir los hongos tras una noche de lluvia. Muchos de ellos debieron de pensar que Zeus les había inculcado, también, junto con el honor y el sentido de la justicia, el saber lingüístico, pues la Universidad, que no es la panacea, sabido es, estaba vendida y era una traidora. Ancha es Castilla. Cualquiera podía opinar. Sin leer ni estudiar. No hacía falta.
En ningún momento dice Protágoras, en su relato del mito de Prometeo, que Zeus inculcara, también, un poco de sentido común a los hombres, recién llegados a la vida. Quizás lo diera por incluido en el sentido del honor y de la justicia. Una justicia tan parcial, sin embargo, que, por desgracia, se enorgullece de estar en unos pechos, que no en otros. Y que tiende, siempre, al castigo, al insulto feroz, y, por supuesto, al grito más alto, a la más alta de las razones: a media hora o medio kilómetro de estruendoso sonido del claxon porque la carretera siempre es de uno, de quien jamás se equivoca y conduce mejor que nadie.
Nada escapa a este furor democrático del saber de todo y de entender de todo. Lo mismo que surgen lingüistas, brotan gobernadores:
“No hay cosa para el entendimiento humano tan difícil como gobernar hombres; no se puede hacer sin grande entendimiento. Siendo facultad tan superior, no hay ignorante que no se atreva a censurar el gobierno.”[5]
Y muchas veces lo hacen quienes son incapaces de gobernar su propia casa, o, todavía más terrible, a sus propios hijos.
Es tal el democrático afán por participar, por soltar cuanto se viene a la boca, sin meditar, que ya no se respetan ni los accidentes, ni el dolor de las víctimas o de los parientes de éstas. Hasta de eso se aprovechan los nuevos agoreros con tal de echar su arbitrio al aire. Como si a alguien les importara sus necedades. Se parecen al personaje que va todo el día colgado del móvil, dando cuenta de sus movimientos cuando a nadie, o a muy pocas personas, les importa sus pobres andanzas y sus necios descansos.
Ahora, ante el desgraciado y terrible accidente de un avión, en Barajas, todo el mundo entiende de pistas de aterrizaje, embarques, motores, revisiones, aviones y compañías. Seguro que de estar diez o doce arbitristas de estos en el aeropuerto, no hubiera sucedido nada lamentable. Hay hasta quien habla de fecha fatídica jugando con los números: 20-08-2008. Es encantador. No cabe más profundidad de pensamiento. Por supuesto que tampoco falta, hasta ahí podíamos llegar, quien ve un atentado perpetrado por las fuerzas del mal... Es lamentable, ya que el sentido común no fue regalo de Zeus, que no haya una pequeña autocensura o, en su defecto, una censura guiada, sencillamente, por el buen gusto y la sensatez.
Si algún verano tenemos la desgracia de que se hunde algún barco, todo el mundo será marinero entonces y sabrá de mareas, cuadrantes, sextantes y astrolabios. Seguro.
Es una pena que ya se esté terminando el verano. Siempre que llega esta época del año se recomiendan libros porque es, parece ser, cuando más tiempo se tiene para el ocio y la lectura. Por regla general se suelen recomendar libros de leer y tirar, literatura de consumo, algo ligero para la playa. Es mejor, cuando se está sosegado y tranquilo, leer libros buenos y que nos obligan a pensar. Los Diálogos, de Platón son unos libros estupendos para ello. Dignos de leerse y releerse. Estudiándolos tal vez aprendamos a callar, y a que no nos pase lo que a los boticarios que “hablando en calidades de yerbas con tanta erudición que parece que estudiaron en un monte.”[6]
Como dijo alguien, de lo que nada se sabe, es mejor no hablar. Y si Zeus no nos dio sentido común, adquirámoslo nosotros con nuestro cívico comportamiento diario. Quizás así le demos la razón a Protágoras y demostremos que sí, que la virtud, la honestidad, el deseo del bien, de ser el mejor, la solidaridad... se aprende y se enseña. De esta forma también valoraremos un poco el trabajo de maestros y profesores. Sería una pena que, desprestigiados por hablistas, terminaran como Sócrates.


[1]     “Protágoras”, en Diálogos I, Platón, p. 527. Editorial Gredos Madrid, 1981. Traducción de Carlos García Gual. Puede verse también Prometeo: mito y tragedia, de C. García Gual, Libros Hiperión, Madrid, 1979, ps. 47-68
[2]     Opus ctda.. p. 518
[3]     Diógenes Laercio, Vidas de filósofos ilustres. Barcelona, 2003. Traducción y notas de José Ortiz, p. 355
[4]     Opus citda. p 355
[5]     Juan de Zabaleta, Día de fiesta por la mañana y por la tarde. Madrid, 1983. Ed. Castalia, p 469
[6]     Opus ctda., p. 439

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