Eran casi las siete de la tarde cuando
Antonio López descendió de un 105 en Ocho de Octubre y Larravide. Entró en el
boliche de la esquina y se sentó. Era un hombre relativamente joven, pero su
rostro acusaba mucho más que sus cuarenta años. Pidió una caña doble. Bebió un
largo sorbo del líquido amarillento, buscando serenar su estado emocional.
Se preguntaba
una y mil veces ¿por qué razón él se había salvado de una muerte segura,
mientras que sus dos compañeros de trabajo estaban muertos? ¿Qué imponderables
e inexplicables razones tuvo el destino para dejarlo seguir con vida? A esta
hora podía estar igual que Mario y Felipe… dentro de un féretro, siendo velado
por su mujer y sus dos hijos.
Bebió lo que le
quedaba en el vaso, pagó y caminó hacia su casa. Cuando dobló en la Larravide
al Sur ya se había hecho la noche. Ni siquiera sentía la llovizna fría que le
golpeaba el rostro. Apuró el paso. Quería llegar pronto para contarle a su
mujer y desahogar en parte la angustia y el dolor que le oprimía el pecho.
Con los ojos
cubiertos de lágrimas, entró. Clara estaba en la cocina preparando la comida.
Antonio dejó caer su cuerpo sobre una silla. Al verlo en ese estado, ella le
preguntó:
-¿Qué te
pasa? -mientras de reojo miraba en la
televisión un teleteatro mexicano, donde una mujer mataba a balazos a su marido
porque lo había encontrado con un travesti-,
estás muy pálido y desencajado, ¿qué tenés?
-Sucedió algo
terrible en el trabajo.
En ese momento,
una tanda cortó el melodrama. Clara, secándose las manos en el delantal, se
sentó a su lado.
-Contame qué
pasó -le pidió- eso te va hacer bien... pero por favor, no
llores...
-Estábamos
trabajando en el octavo piso, sobre el andamio con Mario y Felipe… los que
vinieron el mes pasado con sus mujeres a comer un asado.
-Sí, sí -dijo
Clara- sé quiénes son.
-Yo había bajado
al baño porque me sentía mal, tenía retorcijones en los intestinos, y ahí
estaba cuando escuché un tremendo estruendo, gritos y gente que corría. Salí lo
más rápido que pude. Fue horrible, el andamio se había desprendido, no se sabe
por qué, y los dos estaban allá abajo, muertos... ¿Te das cuenta?, yo podría
haber caído con ellos... te habría dejado sola con los gurises y ahora me estarías
velando.
-Tendrías que
estar agradecido. Entiendo tu dolor, Antonio, pero calmate, ¿qué le vas a
hacer?, la vida es así, nunca sabemos qué nos depara el destino. Pobre de las mujeres de Mario y Felipe y sus
hijos chicos. Con lo que ganaban apenas les alcanzaba para vivir, igual que a
nosotros. ¿Qué van hacer ahora?… pobre gente.
-Bueno, por eso
no van a tener problema -dijo Antonio-
-¿Cómo no van
tener problema? -replicó Clara- ¡por favor!
-No. La empresa
es de extranjeros… tiene asegurado a cada uno de sus obreros.
-¡Ah…! Por lo
menos les van a pagar algo…
-Sí, cada una de
las mujeres va a recibir 120.000 dólares la semana que viene.
-¿Qué
decís? -exclamó Clara con asombro- ¡pero eso es una fortuna...! ¡Les va
solucionar la vida de ellas y la de sus hijos!
-Sí, es muy
cierto -dijo Antonio- es mucha plata.
-¡No se puede
creer! Cuando se te presenta una oportunidad en la vida para solucionar los
problemas económicos de tu familia, a vos se te antoja ir a cagar... ¡Hay que
ser idiota!
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