Hacia
el sudeste de la llanura de Buenos Aires se encuentra la albufera de
Cubelli, a la que familiarmente se conoce con el nombre de “laguna
del Yacaré Bailarín”. Este nombre popular es expresivo y gráfico,
pero —tal como lo estableció el doctor Ludwig Boitus— no
responde a la realidad.
En
primer lugar, “albufera” y “laguna” son accidentes
hidrográficos distintos. En segundo, si bien el yacaré —Caiman
yacare (Daudin), de la familia Alligatoridae— es propio
de América, ocurre que esta albufera no constituye el hábitat de
ninguna especie de yacaré.
Sus
aguas son salobres en extremo, y su fauna y su flora son las
habituales de los seres que se desarrollan en el mar. Por este
motivo, no puede considerarse anómalo el hecho de que en esta
albufera se encuentre una población de aproximadamente ciento
treinta cocodrilos marinos.
El
“cocodrilo marino”, o sea el Crocodilus porosus
(Schneider), es el más grande de todos los reptiles vivientes. Suele
alcanzar una longitud de unos siete metros y pesar más de una
tonelada. El doctor Boitus afirma haber visto, en las costas de
Malasia, varios ejemplares que superaban los nueve metros, y, en
efecto, ha tomado y aportado fotografías que pretenden probar la
existencia de individuos de tal magnitud. Pero, al haber sido
fotografiados en aguas marinas, y sin puntos externos de referencia
relativa, no es posible determinar con precisión si estos cocodrilos
tenían, en verdad, el tamaño que les atribuye el doctor Boitus.
Sería absurdo, claro está, dudar de la palabra de un investigador
tan serio y de tan brillante trayectoria (aunque de lenguaje algo
barroco), pero el rigor científico exige validar los datos según
métodos inflexibles que, en este caso puntual, no se han puesto en
práctica.
Ahora
bien, sucede que los cocodrilos de la albufera de Cubelli poseen
exactamente todas las características taxonómicas de los que viven
en las aguas cercanas a la India, a la China y a Malasia, por lo
cual, con toda legitimidad, les cabría ese taxativo nombre de
cocodrilos marinos o Crocodili porosi. Sin embargo, existen
algunas diferencias, que el doctor Boitus ha dividido en
características morfológicas y características
etológicas.
Entre
las primeras, la más importante (o, mejor dicho, la única) es el
tamaño. Así como el cocodrilo marino de Asia alcanza los siete
metros de longitud, el que tenemos en la albufera de Cubelli apenas
llega, en el mejor de los casos, a dos metros, medida que se verifica
desde el comienzo del hocico hasta la punta de la cola.
Con
respecto a su etología, este cocodrilo es “aficionado a los
movimientos musicalmente concertados”, según Boitus (o, de modo
más simple, “bailarín”, como lo llaman las gentes del pueblo de
Cubelli). Es harto sabido que los cocodrilos, estando en tierra, son
tan inofensivos como una bandada de palomas. Sólo pueden cazar y
matar si se hallan en el agua, que es su elemento vital. Para ello,
atrapan las presas entre sus mandíbulas dentadas e, imprimiéndose a
sí mismos un veloz movimiento de rotación, la hacen girar hasta
matarla; sus dientes no tienen función masticatoria sino que están
diseñados exclusivamente para aprisionar y tragar, entera, a la
víctima.
Si
nos trasladamos hasta las orillas de la albufera de Cubelli y ponemos
a funcionar un reproductor de música, habiendo elegido previamente
una pieza adecuada para el baile, en seguida veremos que —no
digamos todos— casi todos los cocodrilos surgen del agua y, una vez
en tierra, empiezan a bailar al compás de la melodía en cuestión.
Por
tales razones anatómicas y conductuales, este saurio ha recibido el
nombre de Crocodilus pusillus saltator (Boitus).
Sus
gustos resultan ser amplios y eclécticos, y no parecen distinguir
entre músicas estéticamente valiosas y otras de méritos escasos.
Reciben con igual alegría y buena predisposición tanto
composiciones sinfónicas para ballet como ritmos vulgares.
Los
cocodrilos bailan en posición erecta, apoyándose sólo sobre sus
patas traseras, de manera que, verticalmente, alcanzan una estatura
media de un metro y setenta centímetros. Para no arrastrar la cola
por el piso, la elevan en ángulo agudo, poniéndola casi paralela al
lomo. Al mismo tiempo, las extremidades delanteras (que bien
podríamos llamar manos) siguen el compás con diversos ademanes muy
simpáticos, mientras los dientes amarillentos dibujan una enorme
sonrisa de optimismo y satisfacción.
A
algunas personas del pueblo no las atrae en absoluto la idea de
bailar con cocodrilos, pero otras muchas no comparten este rechazo y
lo cierto es que, todos los sábados al anochecer, se visten de gala
y concurren a las orillas de la albufera. El club social y deportivo
de Cubelli ha instalado allí todo lo necesario para que las
reuniones resulten inolvidables. Asimismo, las personas pueden cenar
en el restaurante que se levanta a pocos metros de la pista de baile.
Los
brazos del cocodrilo poseen poca extensión y no llegan a tocar el
cuerpo de su compañero. El caballero o la dama que baile, según el
caso, con el cocodrilo hembra o con el cocodrilo macho que los haya
elegido, apoya cada una de sus manos en uno de los hombros de su
pareja. Para realizar esta operación, conviene estirar al máximo
los brazos y mantener cierta distancia; como el hocico del cocodrilo
es muy pronunciado, la persona deberá tener la precaución de
echarse, lo más posible, hacia atrás: si bien en pocas ocasiones se
han registrado episodios desagradables (como ablación de nariz,
estallido de globos oculares o decapitación), no debe olvidarse que,
como en su dentadura se encuentran restos de cadáveres, el aliento
de este reptil dista de ser atractivo.
Entre
los cubellianos corre la leyenda de que, en la isleta que ocupa el
centro de la albufera, residen el rey y la reina de los cocodrilos,
quienes, según parece, no la han abandonado nunca. Se dice que ambos
ejemplares han superado los dos siglos de vida y, tal vez por causa
de la avanzada edad, tal vez por mero capricho, jamás han querido
participar en los bailes que organiza el club social y deportivo.
Las
reuniones no duran mucho más allá de la medianoche, pues a esa hora
los cocodrilos empiezan a cansarse, y quizás a aburrirse; por otra
parte, sienten hambre y, como les está vedado el acceso al
restaurante, desean volver a las aguas en busca de comida.
Cuando
llega el momento en que ningún cocodrilo ha quedado en tierra firme,
las damas y los caballeros regresan al pueblo bastante fatigados y un
poco tristes, pero con la esperanza de que, quizás en el próximo
baile, o tal vez en alguno menos cercano en el tiempo, el rey, o la
reina, de los cocodrilos, o acaso ambos simultáneamente, abandonen
por unas horas la isleta central y participen de la fiesta: de
cumplirse con esta expectativa, cada caballero, aunque se cuide de
manifestarlo, abriga la ilusión de que la reina de los cocodrilos lo
elija como compañero de baile; lo mismo ocurre con todas las damas,
que aspiran a formar pareja con el rey.
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