Basta el informe de este
desordenado banquete para conocer el estado lamentable de las cosas.
Torres
de Villarroel, Visiones
y visitas
Allá
por el año 382 de nuestra era, no vamos a discutir ahora ni fechas,
ni autorías ni lugares de nacimiento, Egeria, una monja nacida, al
parecer, en la Galia hispánica, realizó una peregrinación por
tierra santa. Dejó constancia de su viaje en un libro, Itinerarium
o
Peregrinatio,
dirigido
a sus hermanas de congregación. El manuscrito original, como tantas
y tantas otras cosas en este y otros lugares, desapareció, se
perdió. Nos queda, no obstante, una copia del siglo XII. A esta
copia le faltan varios folios, tanto del principio como del final. En
lo que queda del libro el viaje de Egeria arranca, in
media res,
camino del monte Sinaí. Egeria viaja siguiendo la ruta de los hijos
de Israel, capitaneados por Moisés, en busca de la tierra prometida.
Egeria, y esto la ha hecho famosa, pues gracias a ello figura en
todas las antologías del llamado latín vulgar, escribía en latín.
Un latín ya muy próximo a la lengua romance y bastante alejado del
utilizado por César y Cicerón.
Y
eso fue lo primero que me llamó la atención. La utilización, por
parte de Egeria, de algunas expresiones que le chocaban a mi
mentalidad, un tanto centrada en una época y en unos autores
determinados. Lo cual demuestra, una vez más, la importancia de
viajar y de leer a fin de abrir la mente. Pero tampoco vamos a hablar
ahora de esto.
Cuenta
la monja viajera que, camino del Sinaí, donde los montes se abren,
se hallan las Memoriae
concupiscentiae. Recuerdo
que cuando leí la expresión levanté la vista del libro en tanto
que una amplia sonrisa se me dibujaba en el rostro. “¡Las memorias
de la concupiscencia!” -exclamé- “¡Qué maravilla! ¡Qué
bonito!” Pero, claro, no tardé en darme cuenta de que aquello no
tenía ningún sentido. ¿Qué son las memorias de la concupiscencia?
¿Qué significa eso? Afortunadamente el tiempo no pasa en vano; y
aquello que de joven tanto me molestaba es ahora, en la vejez, un
vicio. Estoy hablando de echar mano del diccionario, y de leer toda
una entrada hasta dar con la solución. Que, cierto es, siempre suele
estar al final. Todavía no he aprendido a leer del final al
principio. Y sí, está al final. Memoriae
también
se puede traducir, se debe traducir, al menos en este caso, por
sepulcros. Los sepulcros de la concupiscencia. ¿Y esto qué quiere
decir? -me pregunté-. Pensé, mis conocimientos geográficos son
limitadísimos, que tal vez Egeria estuviera hablando de algún
cementerio, o lugar, donde habían sido enterrados aquellos
impenitentes juerguistas de Sodoma y Gomorra. Pero no: una nota a pie
de página me remitía a la Biblia,
a un determinado capítulo de Números.
Egeria
me estaba resultando una lectura apasionante. Y muy actual, aunque a
algunos les parezca lo contrario, o un tanto traído por los pelos.
Levanteme, pues, y busqué la Biblia,
que la tengo en casa, en vulgar y en latín. Me atreví con la
versión latina. Se cuenta, a donde me remitía la nota a pie de
página del libro de la monja andariega, que los hijos de Israel,
hartos del maná, que debía de ser algo un poco insulso,
protestaron, y le dijeron a Moisés que preferían más las ollas de
Egipto, y que a que mala hora los había sacado de allí. En Egipto,
por lo menos, comían cebollas, cosa que don Quijote le recomendó a
Sancho que evitara para que no se notara y olierea su villanía...
Moisés, que también debía de ser algo fino, se fue a hablar con
Yavé. E hizo un amago de presentarle su dimisión como jefe de la
expedición, pues estaba harto de aquel pueblo siempre descontento,
protestón, y con cierta tendencia, en cuanto lo dejaban solo, al
politeísmo. El diálogo entre Yavé y Moisés no tiene desperdicio.
Dejando aparte la cuestión del liderazgo, Moisés duda de que aquel
pueda cumplir lo que dice, que va a tener carne para todos:
“¿Seiscientos mil hombres de a pie cuenta el pueblo, en medio del
cual me encuentro, y tú dices: “Yo les daré de comer carne
durante un mes entero?””¿Sería suficiente todo el ganado mayor
y menor? ¿Bastarían todos los peces del mar?” Yavé le replicó a
Moisés: “¿Acaso se ha acortado el brazo de Yavé? Ahora verás si
se cumple o no su palabra”. Y dicho y hecho, carne para todos.
Bien
es verdad que Yavé, enfadado, se había puesto un poco en plan
fanfarrón, si se me permite la expresión: “Yavé” -le dice a
Moisés- “os dará carne para comer. Pero no la comeréis durante
un día, ni durante dos ni durante cinco, ni diez ni veinte, sino
durante un mes entero, hasta que se os salga por las narices y os dé
asco...” Me pareció la típica reacción de quien invita a cenar a
un grupo de amigos; y estos, quejosos ellos, le hacen ascos a una
cena, el maná, que él ha preparado con todo su cariño, que puede
ser mucho o poco, pero con cariño. El anfitrión, enfadado por esta
falta de tacto, o por el buen olfato de los huéspedes, se va a la
pizzeria de la esquina y encarga cuarenta pizzas para cinco. Para que
les salga la pasta por las orejas.
Siempre
he sostenido que es muy importante conocer la mitología griega. Por
supuesto que se puede tomar esta, y todas, como una metáfora de la
vida. Ya hay varios libros al respecto. Resulta curioso,
interpretaciones aparte, que los dioses griegos no perdonen dos
cosas: querer ser como ellos, y la hybris,
el orgullo desmedido, la pérdida de la mesura. Ni hacen falta las
cuarenta pizzas, ni que a los israelitas les saliera la carne por las
orejas. Pues, efectivamente, al día siguiente del diálogo entre
Yavé y Moisés el campamento amaneció lleno de codornices. La gente
estuvo recogiendo codornices durante varios días. Y había tantas
que todavía tenían una entre los dientes cuando la arrojaban y
tomaban otra. Y entonces se enfadó Yavé contra el pueblo, “y lo
hirió con una gran plaga”. Y allí quedó sepultada gran parte de
esa gente tan glotona. Y esas son las traídas memoriae
concupiscentiae.
Leyendo
tales cosas, no puede uno por menos que sentir cierta compasión por
las personas que han vivido muy próxima a los dioses. Pues a
aquellos rara vez se les perdonó algo, en tanto que, conforme nos
alejamos de los dioses, son más y más los peregrinos que salen
indemnes de los banquetes de codornices y similares. Máxime si están
en contacto con el líder de turno, o tienen con él algún lazo de
parentesco o de estrecha amistad. Ahora bien, ni hacía falta tanta
demostración de poder, ni a los otros comer sin saborear la comida.
Imaginamos que peregrino habría con la tienda tan llena de pájaros
que ni viviendo dos vidas acabaría con ellos.
No hace falta ser dios para saber
que el ser humano es lo que es. Y sabiéndolo, Yavé tenía que
haberles dado un líder, un Moisés más enérgico, para que hiciera
un equitativo y justo reparto de la carne, guardando codornices para
cuando no hubiera mas que insulso maná.
Pensé
que hubiese estado muy bien que, en aquella época, hubiera habido
periodistas y cadenas de televisión para saber, así, quiénes
comían y quiénes iban a ser indignos de las memoriarum
concupiscentiae. Pero
me acordé inmediatamente de cómo evolucionan las cosas: una cosa
grabada hace diez años, ya no se puede oír hoy en día porque ya no
existe el aparato reproductor. ¿Quién no tiene en su casa cintas de
vídeo o de caset que ya no puede ver u oír porque desapareció el
aparato reproductor de las mismas? Personas conozco que tienen la
tesis doctoral en antiguos discos, de tres pulgadas creo que se
llamaban, que hoy en día resulta imposible de leer en un ordenador
de última generación... Digan lo que digan pedagogos modernos y
enamorados del futuro, nada se ha inventado como el papiro, el
pergamino, el cálamo y el papel y la pluma estilográfica: para leer
lo escrito en estas superficies solo hace falta un poco de luz. La
natural todavía sigue siendo gratuita. Sin contar, como sucede en
algunos casos, que Yavé hubiera tenido que llamar a los periodistas
antes de dejar caer a las codornices, pues de lo contrario el castigo
un hubiera tenido sentido. Queda el papel.
Nada
apunta la buena de Egeria sobre el hecho. Se limita a señalar que
allí están las Memoriae
concupiscentiae. Ningún
comentario, ninguna crítica. Sin embargo, en el aire queda aleteando
un vago descontento, una absurda protesta: ¿Por qué los dioses
castigaron a unos de una forma tan cruel por comerse tres o cuatro
codornices y dejan a otros, muchos peores que esos, sin castigo?
Desde luego cuando no hay ética ni mesura, ni funcionan las leyes,
ni se tiene poder o dinero, o influencia política, para sobornar a
quien toca, es mejor vivir en contacto con los dioses. Pero estos se
retiraron de la escena hace siglos. Y la ley no es igual para todos.
Ni lo será mientras no aparezcan en este corralón lleno de sol las
Memoria
corruptionis. Tal
vez Egeria, entonces, tendría que caminar, con mucho cuidado, entre
tumbas, pues no habrá suficiente espacio para enterrar a tanto
corrupto y a tanto muñidor. Esperemos, mientras, no morirnos de
asco.
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