A Andrea, Adriana, Esteban y Rafa. Ad multos annos.
Estos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves ahora
campos de soledad, mustio collado...
Rodrigo Caro, Canción a las ruinas de Itálica.
Hace tiempo que estábamos deseando organizar una salida, una pequeña
excursión. Se trataba, como siempre, de visitar viejos poblados, refugios,
fortalezas o casas de otros siglos que el tiempo y el abandono han ido
derribado, y que, lentamente, se van recuperando. Sentimos una especial atracción
por las ruinas y las caminatas por la montaña, por respirar aire puro, comer
luego bien en algún restaurante del lugar, pasar un rato agradable con
compañeros y amigos, y volver a casa habiendo conocido algo más de nuestra
patria y de su cultura. Las pocas excursiones que hemos hecho hasta ahora no
nos defraudado lo más mínimo. Tampoco lo ha hecho la de hoy.
No soy muy dado a leer nada sobre las ruinas o las ciudades que voy a
visitar. Siempre prefiero ir un poco a mi aire, ver las cosas que me llaman la
atención, caminar por donde yo quiera, y que nadie me diga por dónde tengo que
ir o en qué me tengo que fijar. Cierto es que así, según dicen algunos
compañeros, me entero menos de las cosas. Es posible. Pero las disfruto como a
mí me gusta disfrutarlas. Tengo la ventaja, además, de que no tengo que
explicar nada de lo que he visto. En los museos me sucede lo mismo: no me gusta
que nadie me indique el camino, o me señale cuadros o vitrinas. Yo voy por
donde el instinto me guía. Y dejo a mi imaginación volar libremente. No por eso
dejo de reconocer que, a veces, es muy conveniente prestar oídos a guías y
compañeros. Aunque me resista.
Nunca imaginé que las ruinas del poblado ibérico de La bastida de les
Alcusses, en Moixent (Valencia), fueran tan grandes, ni que hubiesen tenido, en
su día, tanta importancia. Aquel poblado fue un nudo de comunicaciones. Lo
primero que me llamó la atención, como siempre, cosa que nunca deja de
asombrarme, es lo bien que nuestros antepasados escogían los lugares para levantar
sus asentamientos. Algo similar me ha sucedido con algún que otro monasterio.
Gracias, no obstante, a los buenos caminos, y a los coches, hoy en día se puede
llegar muy cerca de las ruinas y de algunos de los cenobios. No obstante, allá
arriba se le pone a uno la carne de gallina al pensar en las enormes
dificultades que tenían aquellas personas para beber, o para tener agua en su
casas o en los almacenes. Alguien, tal vez varias personas, deberían estar
yendo continuamente al llano, al lago o al río, en busca de esa agua, llenar
ánforas, acarrearlas y subirlas. Y debían tener una buena provisión de ella por
si se producía algún ataque por parte de algunos vecinos o tribus enemigas.
Subir y bajar por aquellos caminos, en aquella época ya tan lejana, no debía de
ser muy agradable. No dejaba de sorprenderme la facilidad con la que ahora,
cualquiera de nosotros, podía beber agua: era algo tan sencillo como abrir la
mochila y servirse de la botella con la que habíamos cargado.
Nada más llegar a las ruinas nos enseñaron una casa construida
siguiendo el modelo de las casas halladas en las excavaciones. Gracias a los
restos encontrados en algunas de las dependencias se sabe, o se puede saber,
para qué destinaban cada una de sus estancias. En aquellas casas no debía de
ser fácil la vida. Seguramente sus habitantes no echarían de menos cosas que no
conocían: no tenían habitaciones individuales porque no existía la intimidad,
ni había una sala dedicada al estudio, a la meditación... Tal vez hombres y
mujeres se dedicaran todo el día al trabajo: ellos a los campos, en el llano, o
al pastoreo, y ellas a cuidar de los niños, fabricar telas en el telar, moler
el trigo, preparar la comida, etc. Y quizás, si no estaban muy cansados al
ponerse el sol, alguien narrara viejas aventuras, andanzas de guerreros y de
dioses, que aliviaran la pesadez de los días y días de durísimo trabajo. Me
gusta imaginar a la familia sentada en torno al fuego, comiendo lo que han
podido cocinar, y hablando u oyendo contar historias. ¿Cómo sonaría su lengua?
¿Qué se contarían? A veces, en mi abstracción, me quedo mirando las piedras
como si estas me fueran a contar todo aquello que, sin duda, oyeron hace miles
de años. Pero las piedras no hablan. O yo no las sé escuchar.
En estos tiempos en que el sistema educativo, por desgracia, se ha
convertido en una herramienta en manos de unos ineptos e incultos políticos ya
no está de moda, gracias a ellos y a sus necios planes, ni tal vez sea
rentable, dedicarse a la arqueología o a disciplinas parejas y vecinas. Tal vez
por eso tiene un valor añadido el que estas personas sean capaces de
interpretar una piedra, un huesecillo, o un hierro retorcido y comido por los
siglos... Ya no me interesa, interesándome mucho, tanto lo que descubren como
el método que utilizan para ese descubrimiento, el aguzar la vista, y la
inteligencia, para ver lo que ellos ven y a mí se me escapa. Quizás en la vida
siempre estemos aprendiendo a leer: letras, signos, estrellas, caminos, ojos, sonrisas,
partituras... Ahora bien, saber sacar enseñanzas de ahí también es todo un
arte.
¿A quién o a quienes temían aquellos antepasados nuestros que fueron
capaces de levantar aquellas majestuosas murallas en tan magnífico paraje?
Recorriéndolas me he acordado de un lejano viaje al castillo de Peñafiel. Me
hicieron fijarme entonces, desde la altura de un torreón, en la forma de barco
que tiene el castillo, y que es debido al promontorio sobre el que se levanta.
Curioso. Y más curioso todavía que el poblado ibero de Moixent también tenga
esta forma. Así lo dibujan planos y maquetas, y así puede verse en las
fotografías aéreas. Y en aquel barco varado vivían varios miles de personas.
Nuestros antepasados.
La vida que llevaron debió ser muy dura. Pensé que tal vez, con el
tiempo, saldrá un poeta que, evocándolos, cantará la vida en el campo, la cría
del ganado y el cuidado de la mies, y el dulce producto de las colmenas. Y su
poesía será tan bella que se podrá llegar a amar a los animales, el trigo, la
hoz, el centeno y las abejas; pero qué duro arrancar los productos de la
tierra. ¿Cuál era la vida media de aquellas personas? ¿De qué gozaban y
disfrutaban? ¿Y por qué un día se marcharon abandonándolo todo?
Cuando yo era joven, y hablaba con la gente mayor, me enervaba que el
razonamiento de esta, en muchas ocasiones, fuera el que las cosas debían ser
como ellos decían “porque así se ha hecho o habían sido toda la vida”. Para
ellos “toda la vida” eran los cortos o largos años que tenían de existencia.
Cierto es que los dioses, o Zeus, le puso al hombre unas alforjas sobre sus
espaldas: delante lleva los defectos de los demás, y a la espalda los suyos
propios. Quiero decir que tal vez nosotros, o yo, como los mayores de los que
hablaba antes, me he acostumbrado con demasiada facilidad a pensar que toda la
vida ha sido paz y viajes, tranquilidad y una más que llevadera seguridad. Pero
como me recordaba el otro día un buen
amigo, la Justicia lleva una balanza en una mano y una espada en otra: si hoy
gozamos de justicia y libertad es porque otras generaciones sufrieran guerras y
horrores, muertes y descalabros para asegurar la balanza. Y fuera como fuese,
de una u otra forma, siempre imperfecta, se ha conseguido vivir unos años en
paz y con relativa tranquilidad. ¿La tuvo aquella gente? Señalándome el lugar
donde apareció el famoso guerrero de Moixent, montado a caballo, con casco y la
falcata en la mano, di gracias a aquellas piedras por haber nacido donde he
nacido y el momento en que he nacido. Debe ser horrible verse involucrado en
una guerra, tener que matar o tener que dejarse matar por un pedazo de tierra o
por unos burdos intereses de grupos o clanes, aunque a veces es más, mucho más,
lo que se dirime en una guerra. El que unas generaciones, por ejemplo, puedan
vivir de acuerdo con la balanza y no con el miedo a la espada. Esas mismas
personas con las que tanto me gustaba hablar se quejaban amargamente de que les
habían robado su juventud: se les fue en medio de una horrible guerra civil
que, como todas, se podía haber evitado. Esperemos que las lanzas bipotentes
tarden mucho en volver a salir de sus astilleros, y que las aladas flechas
permanezcan en el carcaj hasta que el tiempo las embote.
Nosotros nos felicitamos porque, con todos los partidos políticos ya
en campaña electoral, habíamos pasado todo un maravilloso día sin oír ni una
descalificación ni un insulto. Ni habíamos visto la televisión ni leído ningún
periódico. Pasamos una buena parte de la mañana visitando las casas y las
murallas de nuestros antepasados, donde vivieron, gozaron y murieron. Tratamos,
tal vez vano, de conocerlos y comprenderlos. Y llegada la hora de la despedida
nos hicimos la promesa, entre veras y bromas, de volver, pues hay algo que
allí, entre las derruidas casas y murallas, se había quedado flotando en el
aire, como el aroma de los pinos, que no acababa de definirse pero que nos hizo
sentirnos bien. El cielo, además, era puro y transparente. Sólo ellos faltaban
allí.
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