A Marito no le gustaba
dormir la siesta; aunque lo obligaran, no dormía. Despierto en su pieza casi en
penumbra, se acercaba al pequeño hoyo en el postigo que anulaba la ventana y
rescataba un pedacito de vereda. No era mucho entretenimiento, sólo unas
cuantas baldosas grises que, abrasadas por el intenso sol de verano, a esa hora
nadie pisaba.
Tenía nueve años, era el más chico de los gurises de su
pandilla y todavía no lo dejaban ir con ellos a la playa, donde seguro estarían
ahora, jugando a la pelota y bañándose hasta el atardecer, orgullosos de haber
superado la edad de las siestas veraniegas.
Más tarde lo llamarían a tomar la leche y después sí,
podría salir y jugar con sus amigos en esa misma vereda que ahora lo
atormentaba. Cuando el resplandor de afuera le hacía arder la vista, cambiaba
de posición acercando el otro ojo al minúsculo huequito. Cansado y aburrido por
el esfuerzo inútil de querer ver algo que nunca ocurría, a veces se adormecía
unos minutos y al notarlo, volvía empecinadamente a la hendija como un
vigilante obsesionado.
Los días de lluvia eran más divertidos, el golpetear de
las gotas le sonaba a música y hasta podía ver bailotear alguna hoja seca en el
charquito que se formaba en una baldosa hundida justo frente a su menudo
mirador. Duraban poco las lluvias de verano y aprovechaba el momento, hasta que
el sol arrasara de nuevo evaporando su improvisado juego.
Pero esa tarde, cuando empezó a disiparse el vapor de la
vereda, mientras la hojita, seca otra vez, retomaba su camino, vio brillar algo
sobre la baldosa hundida. Sopló por la ranura, como queriendo hacer desaparecer
más rápido el vapor, se restregó los ojos y le pidió al sol que picara
fuerte... Tenía que asegurarse si lo que estaba viendo... era una moneda.
El brillo lo encandiló. Parecía una moneda de las
grandes, de diez pesos... Estaba tan cerca, pero no podía salir a recogerla
hasta que terminara la siesta. ¿Y si pasaba alguien y se la llevaba? Marito se
estremeció. Tenía que hacer algo para no perderla, podría comprar con ella el
maní con chocolate que tanto le gustaba, esconder la cajita en su cuarto y
comer un poco en cada siesta sin que su madre se enterara y lo rezongara porque
"las golosinas no se comen entre horas".
Cuando lo llamaron, tomó la leche de un sorbo y corrió
hacia la puerta, ya estaba en tiempo de salir a jugar. Un trueno estrepitoso
hizo cimbrar los vidrios y la madre lo detuvo: "Se largó a llover a
cántaros otra vez, Marito, hoy vas a tener que jugar adentro"... No
hubo forma de convencerla. No le sirvió ni el argumento de que en época de
clases tenía que ir a la escuela ataviado con botas y capa aunque lloviera. "A
jugar adentro, dije", y la expresión de su madre lo hizo desistir.
Volvió a su cuarto, pero no a jugar. Abrió el postigo y
se quedó frente a la ventana, cuidando la moneda, aun sabiendo que si alguien
la tomaba no podría evitarlo. Por suerte, el aguacero sacudía la superficie del
charco impidiendo ver el fondo. Él sabía que estaba ahí y que no la vería nadie
más: seguía siendo suya.
Ya era muy de noche cuando cesó la tormenta y amainó la
lluvia. Se fue a dormir decidido a madrugar para correr a la calle antes que
nadie le quitara aquel trofeo, aquel premio por sus obligatorias siestas
desveladas. Soñó que los coquitos verdes de los paraísos de toda la cuadra eran
de maní con chocolate...
Amaneció. Antes que nadie despertara en la casa, Marito
estaba vestido. Salió del cuarto en puntas de pie, abrió la puerta con cuidado
y de un salto estuvo frente a la baldosa que albergaba su tesoro. Todavía no le
daba el sol, y sin embargo, brillaba.
Le brotaron las lágrimas antes de recoger... el pequeño
espejito circular que, seguramente, se había desprendido de la pandereta de
Jorge, el integrante de la banda caribeña que vivía en la casa de al lado.
Lo tomó, tocó el timbre de su vecino, se lo entregó sin
decir nada y volvió a su casa sin que nadie advirtiera su salida temprana.
Enojado con la grieta tramposa, por unas cuantas siestas no se le volvió a
acercar.
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