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martes, 11 de diciembre de 2012

NO FUERON LOS GOLPES, por Salvador Alario Bataller, de Valencia, España


Fuente: LA EVA IMPOSIBLE (2012), Salvador Alario Bataller. Lulu.com, USA.

A la memoria de un gran boxeador argentino

A Paquito le conocía desde que era un niño, cuando jugaba a las canicas en la calle con los otros niños de la vecindad. Su familia eran mis vecinos inmediatos, los de la puerta de la izquierda. En la planta baja su padre tenía una charcutería y arriba estaba la vivienda. Aquí las casas son de dos pisos, romanas en su distribución. Paco era el menor de dos hijos. Los viejos eran buena gente, como los chicos, de los que, yo sepa, nunca se dijo una mala palabra.
El hermano Mayor, Ricardo, siempre estaba encerrado en su cuarto, metido entre libros. Con el tiempo sería abogado y, entre otras cosas, representante de su hermano. Era un individuo muy educado, como su padre. También Paquito lo era.

El menor era menos estudioso que Ricardo, pero terminó sobradamente el bachillerato superior. Su pasión era el deporte, más en concreto el boxeo. Su padre no se lo quitó de la cabeza, simplemente porque era un gran aficionado y porque su hijo, hasta que triunfase, si era el caso, le seguiría ayudando en el negocio. En la contingencia de que no se llegase a nada en el pugilismo,  él se encargaría de montarle un gimnasio, para que se ganara la vida si se cansaba de la tienda.
A los catorce años el muchacho ya era tan grande y fuerte como un hombre bragado, si bien su talante era tranquilo y amable, lejos del tópico del bronco y peleón. Al contrario, su carácter era sereno, sus modos discretos, su cabeza bien asentada. No le faltaban ahí muebles y, aunque no era lo que se dice un buen lector, de vez en cuando se le veía con un libro en las manos y sé que leyó algunos de mis poemarios, simplemente porque me lo dijo. Le interesaron especialmente algunos que tocaban temas heroicos.
La muerte del guerrero le había gustado espacialmente y  lo había leído más de diez veces, me confesaría años después cuando nos encontramos casualmente  en la ciudad y era ya campeón nacional. También dijo que le inspiraba, que sacaba enseñanzas para su oficio, lo cual no me sorprendió porque cada libro abre un mundo para cada lector y, aunque el poemario carecía de belicismo explícito, sí pudo resultarle de interés, por lo menos algunos poemas que no detallaré aquí por no ser relevante. Lo que interesa es el campeón y su suerte.
Recuerdo la expresión de su rostro cuando hablaba conmigo, siempre de profundo respeto. Ya había sido su maestro de escuela y además había obtenido cierto reconocimiento como poeta. Pero una vez que le vi, meses después, su expresión era distinta, grave, como si algo le hubiera llevado a un profundo ensimismamiento.
-Ten cuidado, ya sabes, la cabeza… -le dije, aventurándome- Nunca llegues a una situación límite si puedes evitarlo. Ya sabes, aquí tienes familia, gente que te quiere y un buen pasar.
Entonces se me acercó más y casi me cuchicheó al oído:
-No es eso lo que me preocupa, don Ramón. Son las mujeres las que me pueden hacer perder la cabeza.
Ya sabía de sus amoríos aireados en diversas revistas, lo que, pese a su seriedad y buenos modos, le habían conferido cierta fama de play-boy. Le aconsejé mesura, dado que ese era un mundo que podía echar a perder a cualquiera.
-No es el sexo, maestro -me dijo sin mirarme a los ojos-, son los sentimientos. Todo eso de los periódicos es hojarasca, nada importante, pero cuando siento algo especial por una mujer temo que pueda perjudicarme, agarrarme demasiado, ya sabe. Por eso salgo a la carrera cuando una chica me atrae demasiado.
-Pues sigue así, hasta que tal vez el tiempo disipe ese temor –le aconsejé, pienso que bien- Disciplina Paco, dedícate al boxeo y pasa de atarte, hasta que veas que estás preparado para ello, hasta que esa inseguridad se te vaya.
            El asintió y me estrechó la mano antes de salir del restaurante. En su rostro había una sonrisa agradecida. Pienso que a veces necesitamos oír de alguien lo que ya sabemos para tomar una decisión o ratificarnos en ella.
Me volví a encontrar con él dos años después, en mil novecientos setenta y dos, cuando paseaba por una de las calles de la capital. Iba con su hermano y un tipo al que no conocía. Ya era campeón continental.
Comimos en un buen restaurante y hablamos largamente, no solo de boxeo, aunque este asunto ocupó buena parte de nuestra conversación. Ya sabía que tenía que pelear por el mundial en  Enero del año siguiente. Estábamos en Octubre y se le veía muy en forma. Así que le deseé buena suerte y brindé porque lo celebrásemos en una próxima ocasión.
No fue el único caso en la historia, ni el hecho fatal sucedió contra todo pronóstico. No le mataron los puños, sino las tetas: mantenía una relación con la mujer de un personaje poderoso que, entre otras cosas, regentaba varios clubs de lujo de Nueva Orleans.
Ocurrió antes de que pudiese enfrentarse con el campeón mundial. Los periódicos hablaron de una noche de farra, de una pelea con un hampón, de un disparo, de alguien al que se detuvo, un segundón pienso, de una promesa, como muchas, sajada prematuramente.

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