Las llamábamos
"las pasantes" a secas porque ninguno de nosotros pudo retener jamás
el nombre de una de ellas. Seguramente lo tenían y sería tan bonito como
"María" o "Dolores" o, mejor aún, "María de los
Dolores" como corresponde a las alumnas de cualquier universidad privada
que se precie. Sin embargo jamás asociamos sus lindos rasgos, sus melenas
rubias y sus gestos de princesas con un apelativo en particular. Eran más bien
un genérico, una especie de ente abstracto que llegaban a la redacción y al
tiempo eran reemplazadas por otra pieza de características similares.
Confieso que al principio me
causaron admiración. Ellas llegaban lozanas e impecables con sus bolsos de
diseño, sus lacias melenas rubias y su conversación incesante. Se movían con la
seguridad que da la juventud. No aceptaban órdenes ni sugerencias y eran
implacables a la hora de hacer cumplir su horario de salida y sus días de
estudio. Yo había abandonado los cosméticos hacía años, usaba la ropa que
habían desechado mi madre y mi hermana y me resignaba por timidez o pereza a
perder varios días de vacaciones que se me vencían indefectiblemente todos los
diciembres.
Ellas se movían en bloque para
comer, ir al baño, llegar e irse. Incluso a veces se amontonaban en un remise
para ir juntas a hacer una nota, cual excursión de la escuela primaria. A
menudo armaban corrillos en un pasillo e impedían el paso durante horas. Inútil
pedirles permiso para correr a una nota o acercarse a la impresora a buscar
páginas. Con desgano se movían apenas unos centímetros y luego volvían a ocupar
escritorios, mesas, sillas y pasillos.
En ocasiones me daba pena molestarlas y permanecía varias horas en mi
escritorio sin ir al baño o buscar páginas en la computadora por no pedirles
que me dejen paso e interrumpir su cháchara.
Su conversación era un tema aparte.
Pasaban horas planeando las salidas de los fines de semana a sitios tan
absurdos como bailantas tropicales o cantinas con manteles de papel y guisos
pasados como menú. Todo las divertía. Todo les parecía exótico a ellas, que acostumbraban
vacacionar en el Caribe colombiano o Costa Rica y planeaban con obsesiva
meticulosidad su viaje anual a Europa. "¿Sacaste el Eurail Pass?",
resonaba en mi oído toda vez que el corrillo de pasantes me rodeaba. "¿Ya
alquilaste departamento en Venecia?", repreguntaba la otra que acababa de
volver de idéntico paseo. Las escuchaba y me relamía con semejante periplo,
ajeno a mi exiguo presupuesto.
Los textos eran otra cosa. Jamás
ninguna de ellas conoció los mecanismos de cita directa. Ignoraban el uso de la
coma, y el punto y coma les parecía un jeroglífico. Omitían los acentos con
obstinación y entusiasmo. "Yo escribo sin acentos", me explicó una de
ellas haciendo ondear su melena como una bandera de reivindicación. Sobre el
contenido de los textos se ufanaban de idéntica ignorancia. Lo mismo daba si se
trataba de obras públicas y pavimentos, que de un concierto de la Sinfónica
Nacional. Desconocían identidades, fechas y procesos y el vértigo de sus vidas
no les daba tiempo para aprender, consultar o escuchar alguna explicación.
Cierto que hubo honrosas
excepciones. Algunas llegaban con aire provinciano, convidaban mate,
organizaban acciones solidarias y conmovían a quien quisiese escucharlas
contando cómo extrañaban a su familia allá en el lejano sur y con cuántas ganas
volverían a su pueblo a trabajar de docentes o escribir en el diario local.
Estas se esmeraban en aprender todo lo que podían. Preguntaban, discutían y
contrastaban opiniones. Eran las primeras en ofrecerse a una cobertura, fuera
la inauguración de un jardín de infantes o un escabroso caso policial. No podía
evitarlo, me enternecía hasta las lágrimas y desplegaba con ellas todo mi
instinto maternal.
Pero eran las menos. Las demás me
causaban extrañeza, espanto y un poco de indignación. Pero proliferaban en la
redacción y toda vez que alguien se jubilaba, pedía licencia por maternidad, o
enfermedad o partía jubiloso a un nuevo trabajo, era reemplazado por una
pasante, bella, entusiasta, frívola e ignorante. Llegó un momento en que
reunidas en alegre montón enfrentaban al editor y proponían cambios en la
jornada de trabajo. O sugerían mejoras en la estructura de la redacción. Claro
que hubo quién se opusiese, pero ellas eran muchas y bellas y convencían con su
sola presencia.
Hubo que capitular y muchos tomaron
otros rumbos. Otros anticiparon su jubilación o consiguieron un puestito en el
Gobierno. Ellas envalentonadas quisieron intervenir en la alección del tema de
tapa, seleccionar los contenidos de las ediciones especiales y ser las primeras
en lograr un ascenso o un viaje de placer. No me animé a seguri a mis
compañeros porque pesaba la antigúedad, el sueldo fijo y la inercia de conocer
el trabajo de memoria, pero alimenté durante muchos meses una honda congoja que
se volvió fastidio y luego el odio más sincero.
La idea me la dio una serie
norteamericana. Raro que ellas no la conociesen ya que solo veían sit com.
Bastó una jeringa con un veneno para matar ratas inyectada en el bidón de agua
alrededor del cual se reunían para conversar todas las tardes puntualmente a
las 5. Algunas pasaron por el servicio médico. Otras prefirieron correr a su
clínica de cabecera. Al día siguiente los jefes tuvieron que repartir
condolencias en unos cuantos entierros. Yo corrí como nunca para garantizar la
salida de varios suplementos. Pero por algún motivo me sentía inmensamente
feliz.
El final es atroz, llega como un golpe certero que toma al lector desprevenido (tuve que leer nuevamente los últimos párrafos).
ResponderEliminarCon respecto a esta sub-raza es algo tiene varias explicaciones. Buscar culpables es una tentación. Creo que la televisión se encuentra en la lista con sitial de privilegio.
Este aparato es un familiar más dentro de un hogar; llega a recibir más atención que un abuelo, un hijo, esposo o esposa.
Frivolidad y televisión, ambos aparecen en tu relato; es que es el mensaje que emite constantemente y bombardea a cientos de cerebros y a la larga uno se rinde y aprende de lo que ya es un reflejo condicionado y una voluntad impuesta.
Podría seguir por horas escribiendo y dando vueltas al tema, pero parece inútil. Así que paso a felicitarte por tremendo relato, hay personas que seguimos apreciando el talento a la hora de escribir. Felicitaciones por el premio, Eva. Felices fiestas para ti y Carlos.
Muchas gracias Luis!!! Excelente y lúcido análisis. Un gran abrazo y nuestros mejores deseos para ti para estas fiestas.
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