Mientras viajes, no serás hombre
viejo. Pero el día que decidas descansar, aunque sea mañana, lo serás.
Álvaro Cunqueiro, Un hombre que se
parecía a Orestes.
Si Álvaro Cunqueiro tuviera razón, se podría decir que había
dado con el mito de la eterna juventud, con el famoso elixir que tanta gente ha
buscado, y continua buscando, aunque, a veces, por quirófanos y caminos
equivocados. Ahora bien, y sin negarle la razón a Cunqueiro, debemos reconocer
que hay muchas formas de viajar, quizás tantas como personas o viajeros. Y si
es así, surge de inmediato la pregunta: ¿vale cualquier forma de viajar para no
ser un hombre viejo, o existe una manera determinada de hacerlo? Porque hoy en
día, y desde hace años, viajar se ha convertido en una forma más de matar el
tiempo, de pasar unas semanas, y de hacer un montón de fotografías que,
después, nadie ve. A veces, ni el propio interesado.
Pura monotonía. Por eso mismo
resulta divertido ver llegar un autobús a una ciudad, contemplar como este
vomita a una buena masa de personas con gorritas, sombreros, máquinas
digitales, por supuesto, o móviles, y seguir al guía con la mansedumbre con que
un ejército sigue los pasos del victorioso general. Si este nombra o señala
algo, colina, montaña, puerta o río, el ejército desenfunda máquinas y móviles
y, por centímetros, a fin de no molestarse, disparan todos hacia el mismo
objetivo, aunque con encuadres ligeramente distintos. Otros, solos o en grupo,
se ponen delante de la puerta de la iglesia o de la catedral señalada, como si
los fueran a fusilar, y se dejan fotografiar no molestándose luego en mirar la
puerta gótica a la que el general ha dedicado unos dos o tres minutos. Y así
van recorriendo ciudades, calles y avenidas; y amontonando fotografías que,
poco después, no saben dónde las hicieron o a qué lugar pertenecen. Ahora bien,
si los antiguos compañeros de viaje se reúnen para merendar y ver las fotos, ya
tienen la discusión asegurada, pues unos defienden que aquello es Toledo y
otros que es Almagro o Ciudad Real.
Siempre sale, en estas reuniones,
quien añora los viejos tiempos, aquellos de las máquinas de fotografiar que
usaban película, y la cámara te indicaba las fotos que quedaban en el carrete.
-Uno -explica- llevaba una libretita
y apuntaba, carrete 1, foto 20, Toledo...
-Eso también lo puedes hacer ahora
-le interrumpe otro- lo que pasa es que la pereza...
Hay quien no siendo perezoso
prefiere viajar por libre, sin depender de nadie, y sin apenas desenfundar la
cámara ni móvil. Y visitar aquellas cosas que tienen un cierto interés para él,
sin negarse a ver todo aquello que se vaya descubriendo a lo largo del camino.
Este tipo de personas encuentra un cierto deleite en apartarse de las rutas que
siguen todos los viajeros. Y no les falta razón al asombrarse de que, en una
misma ciudad, pueden estar todos los visitantes agolpados en una calle en tanto
que en la paralela no hay nadie. ¿No hay nada interesante en la calle paralela?
Depende de lo que busquemos. Y, desde luego, según lo que llevemos en nuestro
interior, veremos. Aunque a veces, y como siempre en la vida, hay que dejarse
llevar por la imaginación.
Este año, saturados de románico y
gótico, de iglesias y catedrales, de plazas y calles, nos hemos decantado por
las sendas y por las montañas. Pero por unas sendas tan poco conocidas y
transitadas que nos ha sido concedido caminar más de veinte kilómetros sin
tropezarnos con una lata de refrescos, o un hiriente y descolorido paquete de
tabaco o la consabida colilla. La buena amiga que me acompañaba, al finalizar
uno de aquellos trayectos, se postró de rodillas y dio gracias, no sé si a Dios
o a los dioses, por tamaño milagro.
-¡Mujer! -le dije- la gente se va
haciendo educada.
-Es posible que los dioses hagan
milagros -me respondió mi amiga sonriendo- pero no hacen imposibles. No
confundamos.
Pensé que tal vez tuviera razón.
Otra forma de viajar, ni buena ni
mala, aunque tal vez ayude a no envejecer, es la de ir a lugares donde sucedió
algo importante, o donde se conserva el recuerdo de alguna hazaña más o menos
memorable. Para eso, insisto, hace falta un poco de imaginación. Y sobra la
cámara. Este verano decidimos compaginar los caminos de montaña con alguna que
otra ciudad. Hacía tiempo que yo tenía muchas ganas de visitar el castillo de
Atienza. No por su belleza, que la tiene, o por las batallas o muertes
acaecidas en sus muros. No iba por eso. Conocía tanto Sigüenza como Atienza de
viajes anteriores, no el castillo. Y siempre, mea culpa, me dedicaba a
lo mismo: catedral, doncel, museo, calles y plazas, y poco más. Ahora mis
intereses iban por otros derroteros: como un don Quijote en busca de los
molinos de viento, recorrí las calles de Sigüenza esperando encontrar un
azulejo, un letrero, algo, que me anunciara que, en aquella casa, don Benito
Pérez Galdós ambienta el nacimiento y crianza de José García Fajardo, uno de
los protagonistas de la cuarta serie de los Episodios nacionales. Creo
recordar que la madre de Fajardo era originaria de Atienza, donde poseen una
casa. Allí pasa su luna de miel el bueno de José García Fajardo con su esposa,
María Ignacia. Y es en el castillo de Atienza precisamente donde conoce a
Lucila Ansúrez, que es descrita como una mujer bellísima, la esencia de lo
ibero. Lucila será la protagonista de uno de los más inquietantes Episodios,
Los duendes de la camarilla. Tenía motivos más que de sobra para conocer el
castillo de Atienza.
En Sigüenza no encontré lo que
buscaba. Hice una solemne tontería: no consultar el Episodio antes de
salir de casa. Y el libro electrónico se me había quedado sin batería[1].
En toda la ciudad no vi ni un cartel que hablara de Fajardo o de Galdós o del Empecinado.
Fajardo, cosa que entonces no recordaba, vivía en la calle de Travesaña.
Actualmente hay dos calles con el mismo nombre, Travesaña Alta y Travesaña
Baja. Galdós no especifica, si bien dice, por boca de su protagonista, que la
calle es “angosta y feísima, pero muy importante, porque en ella, según
dicen aquí ampulosamente, está todo el comercio.”[2]
Cierto es que tampoco tuve mucho
interés en dar con la posible casa de Fajardo: me interesaba más, mucho más, el
castillo de Atienza. Cuando llegamos a la ciudad no hice ni caso de la
población, ya conocida, ni apenas dejé que mi joven amiga se entretuviera en
ver y fotografiar, cosa que le encanta, puertas, rejas, gatos y ventanas.
Aceleré el paso en busca del castillo, entre otras cosas porque el cielo se
estaba poniendo un tanto fúnebre. Y el airecillo que corría era harto
sospechoso. En tanto ascendíamos, no dejaba de mirar todas las esquinas de las
calles por si aparecía algún azulejo anunciando donde había vivido el señor don
Ventura Miedes, el erudito de Atienza con el que, una vez más, Galdós rinde
homenaje a Cervantes: Miedes es o representa el inútil saber, la sabiduría,
etimología de los apellidos, entre otras cosas, que no sirve para nada. El
señor Miedes, sin embargo, tiene un corazón de oro: pobre de solemnidad socorre
a todo el que puede, entre ellos a la familia Ansúrez, que vive en el castillo.
No vi nada dedicado a la memoria de
don Ventura, si bien por las calles de la población diversas fotografías
recordaban La caballada, celebración típica de Pentecostés. Con ella
reciben los atencinos a José García y a María Ignacia, recién casados. Don
Ventura Miedes participó en aquella caballada.
Cuando llegamos al castillo, el
cielo estaba tan negro que nos temimos lo peor. Rodeamos lo que queda de él. Yo
me emocioné pensando que por allí había estado Lucila Ansúrez, madre de Vicente
Halcón, y que emprende una alucinante caminata por Madrid en busca de su
amante, secuestrado por una monja ex-claustrada. Desde el castillo se veía el
vecino cementerio. Eran tumbas nuevas. No, allí no podía estar la de don
Ventura Miedes, muerto de hambre y de pobreza.
Me hice cruces pensando que el pobre
de don Ventura Miedes subía hasta aquellos peñascos para dar a los Ansúrez lo
que él no tenía: pan y comida... José García Fajardo protegerá a la familia
Ansúrez. Me emocioné; y casi diría que hasta vi a los personajes de Galdós
moverse por unos caminos que, sin duda, no hubieran reconocido. Acaricié una
piedra del castillo como si sobre ella hubiera descansado Lucila Ansúrez. ¡Me
hubiera gustado tanto hablar con ella!
El cielo estaba cada vez más negro.
Nos vino justo llegar al pueblo y subir al coche. Con las primeras gotas de
lluvia emprendimos el regreso hacia Brihuega. A los pocos minutos de estar en
marcha, ya en la carretera, cayó una terrible granizada. Nunca habíamos sufrido
una cosa similar. Temimos, tanta era la furia con la que caía y tan grueso el
pedrisco, que se rompiera el parabrisas del coche y que este se abollara.
Asustados y con todas las luces encendidas, nos detuvimos en un lado de la
carretera. Cuando cesó de caer piedra, mi amiga, ansiosa de estar al tanto de
lo que sucedía en el país, puso la radio mientras yo conducía con toda la
prudencia del mundo. Alguien del partido en el poder estaba hablando por la
radio, defendiendo los recortes del gobierno, defendiendo que nos suban los
impuestos, nos bajen el sueldo y nos aumenten las horas de trabajo, defendiendo
el desmantelamiento de todas las ventajas adquiridas a lo largo de años y años.
El hombre, con voz de circunstancias, decía que eran medidas dolorosas, muy dolorosas,
pero necesarias, inevitables si queremos preservar el futuro de nuestros hijos.
No pude evitar una sonrisa. Me acordé de unas palabras de la cuñada de José
García Fajardo:
“Fomentaremos también la Religión,
que nace de la conformidad del pobre con la pobreza. ¿Para qué pagamos tanto
clérigo, y tanto obispo y tanto capellán, si no es para que enseñen a los
míseros la resignación, y les hagan ver que mientras más sufran aquí, más
fácilmente ganarán el cielo?”[3]
Los Mercados pagan a los políticos
con nuestro dinero; y estos, asumiendo el papel de los clérigos de antaño,
tienen que predicar resignación a la gente: si no se sacrifican ustedes hoy,
mañana lo tendrán peor. Nada ha cambiado por mucho que aquellos caminos de
Atienza ya no fueran los que hollaron Fajardo, María Ignacia ni Lucila Ansúrez:
antes vivían bien los nobles y el clero, y ahora lo hacen los mercados y los
políticos. Ni unos ni otros han predicado nunca con el ejemplo, aunque se
apelliden cristianos, salvo algún Nazarín aislado. Don Ventura Miedes, vecino
de Atienza, es un caso aparte; y por eso, y otras cosas, un personaje
entrañable con el que también me hubiera gustado departir. No pudo ser.
Sí, vale la pena visitar el castillo
de Atienza. Aunque el cielo amenace con hundirse, y lance piedras, rayos y
centellas. Me alegré mucho de subir hasta sus almenas, y de estar donde
estuvieron todos aquellos personajes... Comprendo, no obstante, que haya
personas que consideren que semejante caminata, ascendente, es una tontería.
Para mí, no. Es esta una forma de viajar como otra cualquiera. Ahora bien, si
se sube hasta el castillo, y se siguen buscando cosas de este jaez, tan
alejadas de autobuses y rutas ordinarias, a pie, es difícil envejecer. O, al
menos, es un poco complicado coger enfermedades como la gota, el alzheimer y
similares.
[1] Me han prometido regalarme un enchufe del
cual se puede recargar dicho libro, sin necesidad de conectarlo al ordenador.
En verdad, la ciencia avanza que es una barbaridad.
[2] Benito Pérez Galdós, Las tormentas del
48, cap. VI
[3] Benito Pérez Galdós, Las tormentas del
48, cap. XXX
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