En Montevideo, los cuentistas siempre dieron que
hablar. Antes se decía que eran fulanos con algún tornillo desajustado, o
aprovechadores de la ingenuidad humana. Aunque en este siglo XXI los tenemos mucho
más organizados en cantidad y calidad que antaño, me referiré a uno de ellos,
cuyas andanzas ocurrieron por la década del 40'.
Uno de los típicos ejemplares de esa "fauna" que pasó por esta ciudad, se llamaba Noutro. En los
atardeceres -cuando el movimiento de
personas era mayor- caminaba por
Dieciocho de Julio con sombrero de ala ancha, el cuello de la camisa muy blanca
con grandes picos, los puños de encaje, un chaleco multicolor como el arco
iris, una capa negra y una gran cruz colgando del cuello.
Se decía que había llegado de Buenos Aires, expulsado por la policía.
Según contaban, trabajaba allá con una mujer llamada "la milagrosa",
"la sonámbula" y otros apelativos, según el lugar. Pasaron un buen
tiempo desplumando incautos, hasta que un día la policía dijo ¡basta! y el
negocio se les terminó.
Obligado a cambiar de aire, cruzó el río y apareció en Montevideo. De
inmediato su extraña figura llamó la atención. Noutro actuaba diferente a los
que se dedican a esta clase de especulaciones. Trataba de exponer su amabilidad
y cordialidad en lugares concurridos, y la gente miraba con simpatía su sonrisa
permanente. Se decía, además, que era muy generoso con los pobres.
En pocas semanas, habiendo creado un ambiente propicio, se puso a
trabajar. Decía que dios lo había enviado a la tierra para ayudar a la gente, y
los que esperaban a ese dios... le creyeron. La misma gente lo fue haciendo
popular y poco le costó conquistar a unos cuantos ingenuos. En la capital,
instaló tres santuarios: uno en Durazno y Yaro, otro en San Salvador y Tristán
Narvaja, y el más conocido y concurrido en Rivera y Melitón González, a una
cuadra del cementerio del Buceo.
Ese lugar era conocido como "El rincón de las almas" donde un
cristo de piedra colocado en el jardín a la vista del público de la calle,
lloraba en forma contínua. El litro de lágrimas
-sin envase- se vendía a 30
centésimos. A la entrada había un letrero con la siguiente inscripción: "Los
muertos viven, rogad por ellos. Vuestra oración y vuestro pedido, en este lugar
serán oídos".
En todos los santuarios había varios espejos con juegos de luces al mejor
estilo de las sicodélicas actuales. Se vendían yuyos de todo tipo, que tanto
enderezaban una vértebra como a un marido desviado. Y también se ofrecían vales
por valor de 15 y 25 centésimos, para la compra de agua curativa.
Esparcidos sobre la mesa en el lugar de espera, lucían folletos y libros
de ciencias ocultas. En las paredes, avisos y recomendaciones: "Curaciones
sin medicamentos", "Se curan enfermos solamente con su ropa, sin
verlos". Y asegurando felicidad, fidelidad, salud y dinero. Además,
formularios con preguntas como: "Quiere que su marido deje a esa
mujer?", "¿que su compañero le sea fiel toda la vida?",
"¿vivir el doble de años que debe vivir?", "¿verse libre de
enemigos?", "cobrar lo que le deben?, ¿que el preso salga muy pronto
en libertad?"...
Todo marchaba en muy buena forma hasta que un día el negocio se terminó
porque la policía uruguaya tampoco estuvo de acuerdo con la actividad de Noutro
explotando la incredulidad pública. En pocos días salió en libertad -nuestras leyes nunca fueron severas con este
tipo de delitos- y el hombre se fue del
país con rumbo desconocido.
Evidentemente
sus oraciones, yuyos, poderes, y las caras lágrimas de su cristo no lo ayudaron
mucho: Tres años después, un uruguayo lo encontró en una plaza de Barcelona
pobremente vestido, casi como un mendigo, vendiendo abanicos y otros
chirimbolos.
Poca suerte la
del pobre Noutro, de haber vivido en otra época. Si hubiera sido ahora, seguro
sería propietario de enormes salas de antiguos cines, tendría programas en
todas las radios, cerraría la transmisión de varios canales de televisión,
estaría amparado por leyes estatales, y la misma policía le ofrecería custodia
para su persona y sus costosos vehículos... Todo financiado voluntariamente por
la misma clase de personas que él sabía manejar a la perfección... y sin
ninguna clase de riesgo.
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