Corría
el año 40 cuando me llevaron a vivir al barrio Belgrano. La cuadra de Julio
César, entre Feliciano Rodríguez y 4 de Julio
-además de ser la única con adoquines de toda esa calle- era muy distinta a las demás. Tenía casas
bajas, y la colmaba un enjambre de chicos de todas las edades.
Mis primeras salidas a la calle fueron muy
complicadas; todos los demás gurises
-más chicos o más grandes- se
reían de mí por mi acento fronterizo. Las burlas y los insultos me estaban
fastidiando bastante; muchas veces se hacían tan insoportables que decidía
quedarme adentro. Pero eso no servía de mucho... cuando tenía que ir al almacén
del turco Gregorio, que estaba en la esquina de 4 de Julio, también era blanco
de insultos y empujones.
A la semana de estar ahí, tomé la decisión de
poner fin a la tortura. Salí a la calle decidido a todo... todo lo que puede ser posible para un
chiquilín de nueve años.
Había visto a un hombre -antes de pelearse con otro- ponerse dos piedras chicas en las palmas de
las manos y cerrar los puños. Después me
dijeron que eso hacía la mano más pesada, y por lo tanto el golpe era más
fuerte. Y eso fue lo que hice: salí a la
calle con las piedras en las manos y los puños cerrados, y sin hablar nada, al
primero que se acercó, le pegué con todas mis fuerzas.
Vinieron otros, seguí golpeando y también me
golpearon... La pelea duró varios minutos, hasta que vino un hombre y la
terminó. De mi ceja y mi labio salía
sangre, pero ese día, me quedé en la calle jugando hasta la noche, y a partir
de entonces fui parte de la pandilla de la calle Julio César.
Tuve mi primer día de clase en la escuela que
estaba a dos cuadras, en Comodoro Coé.
Yo venía con mi pase para tercer año y ahí me ubicaron. Cuando llegué al
salón, la maestra me presentó a mis compañeros y me hizo sentar con una gurisa
muy bonita. La maestra hablaba… y yo
miraba de reojo a mi compañera de banco.
Tenía la túnica almidonada, una enorme moña azul muy bien planchada y en
su hermoso pelo castaño, una moña blanca.
Sentarme al lado de ella acentuaba aún más mi
facha de miserable. Mi túnica era casi
una tira de un blanco indefinido, y mi moña estaba vieja y arrugada. No había
lugar en mi pantalón que no tuviera un remiendo, y llevaba en los pies unas
alpargatas tan viejas y peludas, que me obligaban a caminar despacio.
Se llamaba Blanca. En el transcurso de los días
nos hicimos muy compañeros, ella me prestaba la goma, el lápiz, el sacapuntas y
otras cosas. Yo no le prestaba nada,
porque no tenía nada. Un cuaderno de los
que costaban un vintén y un lápiz gastado era todo mi material escolar. Le
pagaba su generosidad con palabras cariñosas, como: “sos muy buena”, “te quiero mucho”, “me gusta sentarme contigo”...
y si algún compañero intentaba hacerle alguna broma de mal gusto, ahí estaba yo
pronto para saltar... ¡yo venía de la cuadra difícil...!
Blanca no tenía padre. Vivía con su madre en
una de las casas más bonitas del barrio.
A la salida de la escuela, caminábamos una cuadra juntos hasta Ramón
Anador y ahí nos separábamos. Ella se apuraba y yo me retrasaba, porque en 4 de
Julio -la esquina de su casa- la esperaba la madre, una gallega retacona
con cara de mala. Las pocas veces que me
había visto con Blanca, me había mirado como diciendo: “no me gustás”.
Así seguimos todo el tercer grado. Al año
siguiente pasamos a cuarto, pero a los pocos meses yo dejé de ir a la
escuela. En donde vivía, decidieron que
había que ir a trabajar porque de lo contrario no se podía comer. Trabajé en un almacén y puesto de
verduras. Al poco tiempo dejé ese
trabajo y me empleé en un negocio que vendía calzado y juguetes.
Algunas veces, encontraba a Blanca en el
almacén del turco, y en Carnaval, nos veíamos todas las noches en el tablado
del barrio. Después, cuando ya tuvimos quince o dieciséis años, nos
encontrábamos a escondidas y nos mandábamos cartitas por alguno de los amigos,
porque la madre no quería saber nada de mí…
ambicionaba para ella un muchacho con plata.
Cuando cumplí diecisiete me fui del barrio, y
las pocas veces que volví, aunque pasé por su puerta, no pude verla.
A los veintidós, la encontré en lo del turco
Gregorio, hermosa como siempre. Se acercó y me saludó con mucho cariño. Traía una niña de meses en los brazos y le
pregunté de quién era... Me dijo que era suya, que se había casado hacía más de
un año. A pesar del tiempo que había
pasado, sentí algo extraño dentro de mí.
Me despedí con un beso, me alejé casi corriendo del almacén y no volví
nunca más.
Veintiocho años después, una noche de invierno,
al cruzar una plaza me acerqué a una mujer que vendía maníes, que sin levantar
la vista me preguntó:
-¿Cuánto quiere, señor?
-Un cucurucho grande -le dije-.
Cuando me entregó los maníes y la vi de frente…
quedé congelado. No podía creer que fuera Blanca, me costó reconocerla. La
vida -evidentemente- le había jugado una mala pasada. De aquella
hermosa chiquilina, no quedaban más que mis recuerdos... parecía una anciana...
Ella me reconoció enseguida.
-¡Hugo!,
¡tantos años sin verte!, ¿cómo estás?
-Bien… ¿y vos?
-fue
lo único que me salió, me costó articular las palabras-.
-Y… bien… aquí lo ves, trabajando…
Le pagué y me fui. Caminé unos metros, y me di
cuenta que las lágrimas me mojaban las mejillas.
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