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jueves, 28 de marzo de 2013

EXTERMINIO A DOMICILIO, por Eva Marabotto, de Buenos Aires, Argentina


Hay que admitir que en el consorcio nunca tuvimos suerte con las fumigaciones. Una de las empresas se olvidaba de avisar el día que vendría y llegaba en horarios tan insólitos que los vecinos estábamos fuera de casa o durmiendo. Hubo otra que pasaba meses sin aparecer y cuando lo hacía regaba pasillos y departamentos con algo parecido al agua de la canilla. Una sustancia sin olor ni color que mostraba su ineficacia incluso con los insectos más pequeños.

            Hasta que el encargado de un edificio vecino le recomendó al portero una empresa nueva e innovadora que estaba copando la zona. En la administración no lo pensaron demasiado y cansados de las quejas de los vecinos por las alimañas que infestaban pasillos y cañerías, solicitaron un servicio con caracter de urgente.

            Ahí lo conocimos a él. Me gustaría haber preguntado su nombre o su apellido, pero creo que era un dato que nadie exigió. Nunca supimos cómo se llamaba. Era un hombre mayor, bajo y enjuto. Con una voz ronca que daba escalofríos. De entrada entendimos que se tomaba muy a pecho su oficio. Lo que para nosotros era una ocupación, para él requería la entrega de un apostolado.

            Por eso cuando visitaba los departamentos se convertía en una figura extraña, mitad médico, mitad confesor, que exploraba no sólo en los problemas con insectos sino también en la vida cotidiana de las familias. Los horarios de los dueños de casa, las preferencias gastronómicas de la familia, la existencia de mascotas,  e incluso los programas para los domingos eran temas en los que indagaba antes de decidir un método para exterminar cucarachas. "No sea cosa que se envenene el conejo al que los nenes quieren tanto", argumentaba el hombre con sabiduría infinita.

            Y le fuimos tomando confianza. Cada mes las vecinas lo esperábamos con una taza de café y alguna masita para contarle nuestros problemas con las alimañas. Así, Leonor, de la planta baja al fondo, le contó de las babosas que se comían el rosal del patio y él encontró un método limpio y eficaz para hacer desaparecer la plaga viscosa.

            Recomendada por su vecina, al mes siguiente fue Elena la que le pidió al fumigador un arma letal contra las cucarachas. El se la dio al instante: una jeringa con una pasta blanquecina que preparaba el mismo y dejaron a los bichos boqueando en torno de las rejillas de la casa.

            Algunos meses más tarde el abogado del fondo se enfrascó en una guerra sin cuartel contra las ratas que solían pasear por su patio. Encontró un aliado inestimable en el hombrecito de la fumigadora que llegó con un arsenal de jaulas, tramperas, papeles adhesivos y unos cubos de colores primorosos que él aseguraba, eran letales para los roedores. Durante varios días pasó más tiempo en el departamento del abogado que en su propia casa. Revisaba las trampas, escudriñaba el patio para descubrir excremento o pelos de los animalitos y resguardaba cualquier clase de basura para que no se convirtiese en banquete de una colonia de ratas.

            Logró su cometido y los roedores empezaron a caer. Cada animal muerto era para él motivo de infinita alegría e iniciaba una ceremonia que se extendía desde que se colocaba los guantes de goma hasta que salía por el pasillo con el cadáver de su enemigo en una pala de basura, rumbo al contenedor de la vereda.

            Creo que ése fue el momento en el que le tomamos una fe ciega. Creimos que era capaz de solucionar cualquier clase de problemas de alimañas. Y lo probó cuando la pareja joven del 5to C denunció termitas en sus paredes. Nunca supimos qué sustancia inyectó en los muros que taladró con paciencia durante semanas. El caso es que los bichos desaparecieron y su triunfo envalentonó a los viejitos del 2do piso para pedirle al fumigador una solución para los murciélagos que se colaban en los taparrollos de sus persianas.

            El hombre se lo tomó con calma y llegó al edificio cargado de mallas de alambre, bolitas de naftalina y una garrafa con aspersor que soltaba un gas extraño. Nunca nos enteramos muy bien de los resultados pero desde entonces el fumigador pasa una vez por semana y la abuela dle 2do piso le servía torta y un té en hebras que le manda el hijo que vive en Alemania.

            El último desafío fueron las palomas. Las vecinas de la planta baja se disputaron con las de los pisos altos la atención del hombrecito exterminador. Tuvo que atenderlas a todas y desplegó pegamento para que las aves no anidasen en las ventanas y ahuyentadores ultrasónicos para que no se afincasen en los patios y depositansen sus excrementos en la ropa tendida y los muebles de jardín.

            Hasta que comenzó a suceder todo aquello que en principio nos pareció de lo más normal y luego se fue tornando un poco extraño. Primero fue el viejito del 2do que falleció de un ataque, ahí en su misma cama, a pasos de la ventana que ya no tenía murciélagos. Nos apenó muchísimo pero entendimos que era la ley de la vida y que había gozado plenamente de una existencia larga y fecunda. Alguien secreteó que en el último tiempo la trataba muy mal a su mujer y que ella lloraba por los rincones y se lo contaba a quien quisiese oirla, pero no nos pareció oportuno hablar mal de un muerto.

            A los pocos meses, fue la señora de Planta Baja A. Cierto que estaba exedida de peso y el color que mostraba ultimamente delataba problemas cardíacos, pero apenas frisaba los 50 y nos pareció una mala jugada del destino que se fuese tan joven. De todos modos no la queríamos mucho en el edificio porque sus denuncias por olor a gas generaron que la empresa clausurase los medidores y nos tuviese dos largos meses sin poder prender calefones ni hornallas.

            Tampoco nos preocupó demasiado la muerte de la perita calígrafo del primero C. Estábamos acostumbrados a sus cartas documentos para pedir la poda de la enamorada del muro, el fin de los asados en el patio o la disminución del volumne de la música, incluso los fines de semana.

            Pero lo que nos desconcertó realmente fue lo que le pasó al portero. Lo encontramos una mañana con los labios azules y los miembros rígidos, sentado en la silla desde la que vigilaba todo lo que pasaba en el edificio. Dejó dos hijos chicos y una mujer que empezó a hacer preguntas y llamó a la policía denunciando un asesinato. La autopsia detectó no sé qué veneno para ratas que suele producir síntomas similares a los dle ataque cardíaco. Todos nosotros recordamos que entre café y masitas nos habíamos quejado con el hombrecito de las plagas por la escasa solidaridad de la vecina del gas y las protestas constantes de la perito calígrafo. Yo no me animé a contar que le había confiado que el portero tiraba los cigarrillos en mi puerta, porque no quise verme implicada en una acusación contra un señor tan bueno y eficiente.

            Intentaron buscarlo en la empresa de Barracas pero dijeron que había dejado el puesto. Una lástima. No volvimos a encontrar alguien tan eficiente como él.

2 comentarios:

  1. ¡Excelente relato! He quedado gratamente sorprendida, tanto con la temática como con la construcción, impecable, esta última. El final, uf, sorpresivo. Me alegra saber que nadie le pidió sus servicios para exterminar poetas.

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  2. Gracias, Myriam! No creo que mi exterminador considerase a los poetas una alimaña digna de exterminio.

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