Hay que admitir que
en el consorcio nunca tuvimos suerte con las fumigaciones. Una de las empresas
se olvidaba de avisar el día que vendría y llegaba en horarios tan insólitos
que los vecinos estábamos fuera de casa o durmiendo. Hubo otra que pasaba meses
sin aparecer y cuando lo hacía regaba pasillos y departamentos con algo
parecido al agua de la canilla. Una sustancia sin olor ni color que mostraba su
ineficacia incluso con los insectos más pequeños.
Hasta que el encargado de un
edificio vecino le recomendó al portero una empresa nueva e innovadora que
estaba copando la zona. En la administración no lo pensaron demasiado y
cansados de las quejas de los vecinos por las alimañas que infestaban pasillos
y cañerías, solicitaron un servicio con caracter de urgente.
Ahí lo conocimos a él. Me gustaría
haber preguntado su nombre o su apellido, pero creo que era un dato que nadie
exigió. Nunca supimos cómo se llamaba. Era un hombre mayor, bajo y enjuto. Con
una voz ronca que daba escalofríos. De entrada entendimos que se tomaba muy a
pecho su oficio. Lo que para nosotros era una ocupación, para él requería la
entrega de un apostolado.
Por eso cuando visitaba los
departamentos se convertía en una figura extraña, mitad médico, mitad confesor,
que exploraba no sólo en los problemas con insectos sino también en la vida
cotidiana de las familias. Los horarios de los dueños de casa, las preferencias
gastronómicas de la familia, la existencia de mascotas, e incluso los programas para los domingos
eran temas en los que indagaba antes de decidir un método para exterminar
cucarachas. "No sea cosa que se envenene el conejo al que los nenes
quieren tanto", argumentaba el hombre con sabiduría infinita.
Y le fuimos tomando confianza. Cada
mes las vecinas lo esperábamos con una taza de café y alguna masita para
contarle nuestros problemas con las alimañas. Así, Leonor, de la planta baja al
fondo, le contó de las babosas que se comían el rosal del patio y él encontró
un método limpio y eficaz para hacer desaparecer la plaga viscosa.
Recomendada por su vecina, al mes
siguiente fue Elena la que le pidió al fumigador un arma letal contra las
cucarachas. El se la dio al instante: una jeringa con una pasta blanquecina que
preparaba el mismo y dejaron a los bichos boqueando en torno de las rejillas de
la casa.
Algunos meses más tarde el abogado
del fondo se enfrascó en una guerra sin cuartel contra las ratas que solían
pasear por su patio. Encontró un aliado inestimable en el hombrecito de la
fumigadora que llegó con un arsenal de jaulas, tramperas, papeles adhesivos y
unos cubos de colores primorosos que él aseguraba, eran letales para los
roedores. Durante varios días pasó más tiempo en el departamento del abogado
que en su propia casa. Revisaba las trampas, escudriñaba el patio para
descubrir excremento o pelos de los animalitos y resguardaba cualquier clase de
basura para que no se convirtiese en banquete de una colonia de ratas.
Logró su cometido y los roedores
empezaron a caer. Cada animal muerto era para él motivo de infinita alegría e
iniciaba una ceremonia que se extendía desde que se colocaba los guantes de
goma hasta que salía por el pasillo con el cadáver de su enemigo en una pala de
basura, rumbo al contenedor de la vereda.
Creo que ése fue el momento en el
que le tomamos una fe ciega. Creimos que era capaz de solucionar cualquier
clase de problemas de alimañas. Y lo probó cuando la pareja joven del 5to C
denunció termitas en sus paredes. Nunca supimos qué sustancia inyectó en los muros
que taladró con paciencia durante semanas. El caso es que los bichos
desaparecieron y su triunfo envalentonó a los viejitos del 2do piso para
pedirle al fumigador una solución para los murciélagos que se colaban en los
taparrollos de sus persianas.
El hombre se lo tomó con calma y
llegó al edificio cargado de mallas de alambre, bolitas de naftalina y una
garrafa con aspersor que soltaba un gas extraño. Nunca nos enteramos muy bien
de los resultados pero desde entonces el fumigador pasa una vez por semana y la
abuela dle 2do piso le servía torta y un té en hebras que le manda el hijo que
vive en Alemania.
El último desafío fueron las
palomas. Las vecinas de la planta baja se disputaron con las de los pisos altos
la atención del hombrecito exterminador. Tuvo que atenderlas a todas y desplegó
pegamento para que las aves no anidasen en las ventanas y ahuyentadores
ultrasónicos para que no se afincasen en los patios y depositansen sus
excrementos en la ropa tendida y los muebles de jardín.
Hasta que comenzó a suceder todo
aquello que en principio nos pareció de lo más normal y luego se fue tornando
un poco extraño. Primero fue el viejito del 2do que falleció de un ataque, ahí
en su misma cama, a pasos de la ventana que ya no tenía murciélagos. Nos apenó
muchísimo pero entendimos que era la ley de la vida y que había gozado
plenamente de una existencia larga y fecunda. Alguien secreteó que en el último
tiempo la trataba muy mal a su mujer y que ella lloraba por los rincones y se
lo contaba a quien quisiese oirla, pero no nos pareció oportuno hablar mal de
un muerto.
A los pocos meses, fue la señora de
Planta Baja A. Cierto que estaba exedida de peso y el color que mostraba
ultimamente delataba problemas cardíacos, pero apenas frisaba los 50 y nos
pareció una mala jugada del destino que se fuese tan joven. De todos modos no
la queríamos mucho en el edificio porque sus denuncias por olor a gas generaron
que la empresa clausurase los medidores y nos tuviese dos largos meses sin
poder prender calefones ni hornallas.
Tampoco nos preocupó demasiado la
muerte de la perita calígrafo del primero C. Estábamos acostumbrados a sus
cartas documentos para pedir la poda de la enamorada del muro, el fin de los
asados en el patio o la disminución del volumne de la música, incluso los fines
de semana.
Pero lo que nos desconcertó
realmente fue lo que le pasó al portero. Lo encontramos una mañana con los
labios azules y los miembros rígidos, sentado en la silla desde la que vigilaba
todo lo que pasaba en el edificio. Dejó dos hijos chicos y una mujer que empezó
a hacer preguntas y llamó a la policía denunciando un asesinato. La autopsia
detectó no sé qué veneno para ratas que suele producir síntomas similares a los
dle ataque cardíaco. Todos nosotros recordamos que entre café y masitas nos
habíamos quejado con el hombrecito de las plagas por la escasa solidaridad de
la vecina del gas y las protestas constantes de la perito calígrafo. Yo no me
animé a contar que le había confiado que el portero tiraba los cigarrillos en
mi puerta, porque no quise verme implicada en una acusación contra un señor tan
bueno y eficiente.
Intentaron buscarlo en la empresa de
Barracas pero dijeron que había dejado el puesto. Una lástima. No volvimos a
encontrar alguien tan eficiente como él.
¡Excelente relato! He quedado gratamente sorprendida, tanto con la temática como con la construcción, impecable, esta última. El final, uf, sorpresivo. Me alegra saber que nadie le pidió sus servicios para exterminar poetas.
ResponderEliminarGracias, Myriam! No creo que mi exterminador considerase a los poetas una alimaña digna de exterminio.
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