¡Estábamos sellando
el armisticio!
Sonaba “El Caburé”,
siempre lo recuerdo. Nos hallábamos sentados a una mesa en la confitería
“Ideal”.
El abrazo de rúbrica que nos dimos, terminó por sacarme un gran peso de
encima.
Yo no me había
portado bien, lo reconozco.
En esa oportunidad
se me dio por querer trabajarle la mina al “Negro Lucas”, cosa en extremo arriesgada
-lo supe después- pero a veces el hombre se embreta sin saber el por qué, en
las situaciones menos saludables solamente por orgullo, egolatría,
fanfarronería -creo que fue esto último- sin medir las consecuencias
correspondientes.
Aterricé a la
tardecita en uno de los tantos bailes que organiza “La turca, Alicia”; yo me
convertí en un devoto total de las milongas “tramposas” que se realizan en la
vieja confitería de la calle Suipacha.
“Tramposas”, porque
el horario da para que los chabones se aparezcan hasta con el portafolio del
laburo, en un breve intermedio entre la salida de la oficina y la llegada a su
casa, -para bailarse algunos tanguitos-. Siempre habrá tiempo para culpar por
la demora en llegar al domicilio, al turro del jefe, que lo hizo quedar después
de hora para controlar unos papeles, al colectivo o al tren que no funcionan
como la gente.
Como si la gente
funcionara mejor que el tren o el colectivo.
¿Y “Las chicas”?
Que a partir de las ocho de la noche se las empiezan a tomar para llegar antes
que el marido a la casa y tenerles lista la comida y así recibirlos con un
“querido, que suerte que llegaste, ya me estaba quedando dormida, estoy tan
cansada, me la pasé limpiando toda la tarde”.
Pero no le
busquemos sólo el lado malo. Todo esto, tiene que ver con estirar un poco más
la ilusión que la cotidianeidad nos birla con un ensañamiento lamentable. En
ese furtivo escape que nos hacemos de contrabando a “La Ideal” o a cualquier
otra pista de milonga, solamente alentamos la posibilidad de volver a ser aquel
muchacho que se nos quedó en el tiempo del recuerdo y a veces es necesario ir a
buscarlo para darnos cuenta que todavía existe, que es capaz de despertar
sensaciones en el abrazo cadencioso de un tango.
Y en cuanto a
ellas, poder despellejar sin asco a la rutina matrimonial sintiéndose
admiradas, deseadas, abrazadas por otro hombre durante el ir y venir de la
coreografía bailable más personal que pueda existir sobre la tierra.
Durante el tiempo
que permanezcan en la milonga, volverán, ellas también a ser las pibas de
antaño, las que no quisieron dejar de ser nunca, pero... el reloj... ese maldito
enemigo de la felicidad, les estará diciendo que ya es el momento de regresar,
“cada ratón a su cueva” y tal vez retornen la próxima tarde y tal vez se
encuentran con aquél o aquélla que dejó un grato recuerdo en su epidermis
mediante un perfume, una caricia o una palabra. Pero siempre habrá sido el
tango el responsable transmisor de esos sentimientos.
Yo había llegado a
“La Ideal” a eso de las seis de la tarde, me senté tranquilamente a una mesa,
pedí un “Criadores” y me dispuse a bichar con detenimiento a las posibles
clientas de mi arsenal coreográfico.
Las tandas se
sucedían vertiginosamente, milonga, vals, pero el tango era por prepotencia
musical el rey de la noche.
Yo sentía dentro de
mí un desasosiego desacostumbrado, algo no funcionaba normalmente, todo se me
hacía burdo, repetido, sin gracia, ninguna de las bailarinas que pasaban
contoneándose delante de mis ojos, satisfacían mis deseos de milonguero -como
si yo fuera un émulo del “Cachafaz”- pero, claro, soy un tipo con pretensiones,
que no es poco.
Cuando ya me estaba
arrepintiendo de mi incursión en la milonga de ese día, ¡Apareció! Hizo su
entrada a lo Susana Giménez, cual si estuviera en la televisión, se dirigió
hasta una mesa -que evidentemente le estaba reservada- y luego de ser saludada
muy afectuosamente por la anfitriona, se sacó su tapado de piel -no sintético-
se sentó, abrió el bolsito y se calzó las “herramientas” para darle con todo al
“parqué” con giros, barridas y taconeos, se acomodó, por coquetería femenina
nomás, el rouge en la comisura de sus labios carnosos con su dedo anular, donde
chispeó el relumbrón de un diamante conseguido -laburando vaya a saber de qué,
o con qué- y se acomodó con más garbo que San Martín en su inmovilidad
ecuestre. Paseó la mirada sobre los ejemplares masculinos sin detenerse sobre
ninguno en particular, sabiendo de antemano que era embrocada por toda la
concurrencia. Sacó de su cartera un paquete de fasos, encendedor, boquilla, y
realizó toda esa tarea como si estuviera repitiendo un acto estudiado con suma
rigurosidad. Luego de echar las primeras bocanadas de humo que le proveía el
cigarrillo, suspiró hondo y quedó a la espera de la misma forma que si
estuviera al borde de un barranco, en equilibrio.
Pasó una tanda de
D´Arienzo y nadie se preocupó por sacarla, no se inmutó, siguió fumando de la
misma forma. Se me ocurrió que era una pantera dispuesta a dar el salto sobre
la inocente humanidad de aquel que se atreviera a molestarla en su hábitat.
Cuando encendió su
segundo cigarrillo, no pude más y me lancé al abordaje, sintiéndome más
intrépido que el mismo pirata Morgan apoyado por una escuadra de cincuenta
bergantines.
Viendo que mis
intentos de sacarla con señas, desde lejos, no fueron eficaces, me puse de pie
intentando sumarle a mi figura toda la distinción posible en mis movimientos y
me acerqué a su mesa.
-: ¡Sería un gran
placer para mí si me acompañara en esta tanda de Troilo!
Me miró de tal
manera como si yo hubiera salido de un plato volador recién aterrizado en el
medio del salón.
-: ¡Si se anima! Me
dijo, mientras se ponía de pie con una elegancia y un porte que provocó un
temblor desconocido en mis piernas.
Cuando se paró
frente a mí y abrió sus brazos para entregarse a los míos, noté que todas las
miradas se posaban en nosotros, cosa que me llenó de petulancia, ¡Iba a bailar
con la mina más linda del salón!
A partir de ese
momento, fue como transitar el cielo al compás de Pichuco.
Después seguimos
con Laurenz, Pugliese, Canaro y hubiéramos bailado toda la noche de no mediar
un hecho que me preocupó, aunque no lo suficiente como para que no insistiera
algunas tandas más.
Me estaba tomando
un respiro junto al segundo “Criadores” cuando sentí que alguien se sentaba a
mi lado silenciosamente y con mucha discreción me preguntaba.
-: ¿Usted es la
primera vez que viene? ¿No es cierto?
Lo miré sorprendido
y un poco molesto por la interrupción; el hombre se dio cuenta que no había
intervenido en el momento adecuado y se disculpó de inmediato.
-: ¡No lo tome a
mal, mi amigo, pero tal vez usted no sepa a quién pertenece esa mujer!
-: ¿Pertenecer? ¿En
esta época? Le pregunté entre divertido y asombrado.
-: ¡Yo se lo digo
por su bien, intento hacerle un favor!
-: ¡Gracias, pero
no lo necesito! Además, al saber que la mina tiene cancerbero, me gusta el
doble la apuesta.
-: ¡“El Negro
Lucas” va a llegar en cualquier momento, tenga cuidado, no se lo aconsejo, es
peligrosa la mano!
-: ¡Gracias una vez
más, y no se preocupe!
Cuando estábamos
enroscados en unos valses de ensueño, sentí que algo estremecía a mi compañera
y eso me hizo pensar que se avecinaban momentos cruciales.
Dejamos de bailar y
la acompañé hasta su mesa, cosa que siempre hago, no acostumbro dejar a la
mujer por el camino. Me caracterizo por ser muy gentil con el sexo opuesto.
Al tiempo que
achicaba la distancia, percibía como me perforaban los ojos incisivos de un
morocho de abundante melena canosa que me observaba con sonrisa canchera y que
se hallaba parado al lado de la mesa. La recibió parsimoniosamente, le dio un
beso en la mejilla y se tomó el tiempo suficiente para mirarme como si me
condonara la vida; esto me hizo hervir la sangre. No soy patotero ni busca
pleitos, pero me enervan ciertas actitudes del compadraje. Volví a mi mesa y me
senté tratando de serenarme, cosa que hago siempre ante cualquier contrariedad.
Los vi salir a la
pista a bailar milongas. ¡Mamita! el coso se las traía como milonguero, era un
deleite inusitado ver a esas dos personas que parecían una sola figura. Las
parejas que también habían salido a bailar al mismo tiempo, fueron llamándose a
silencio respetuoso en homenaje al “Negro Lucas” y su compañera. Cuando
finalizaron, una ovación atestiguó la proeza. Entonces el “Negro Lucas” luego
de acompañar a la dama, se dirigió hacia donde yo estaba. Me puse de pie de
inmediato, calculando alguna intención agresiva y cuando se detuvo frente a mí,
tuve la impresión que dos machos se disponían a jugarse la vida por una hembra
en un bailongo orillero, como en el tiempo pasado. Nos miramos de firme, a los
ojos, con todo respeto, como dos hombres cabales.
-: ¡Me dijo Inés,
que usted baila muy bien!
-: ¡No tanto como
usted!
-: ¡Le agradezco,
es mi oficio!
-: ¡El mío no, yo
soy empresario. Tengo una fabriquita!
-: ¡Mire usted! ¿Y
qué hace en la milonga?
-: ¡Me gusta! ¡Siempre me gustó! Pero claro, el tiempo no me da. ¡En
cambio usted...!
-: ¡Así es, yo vengo del arrabal! ¡El tango está en mi sangre!
-: ¡Pero! ¿Por qué no se sienta?
-: ¡Es usted muy amable! Se ve que viene de otra clase.
Antes de continuar con el relato, debo decir con total sinceridad, que
me causó un profundo orgullo que el “Negro Lucas” aceptara mi invitación.
Comenzamos a charlar como dos viejos amigos y a medida que la
conversación avanzaba se diluía la posibilidad de un conflicto.
Charlamos más de dos horas y en todo ese tiempo, Inés, la mina del
“Negro Lucas” no salió a bailar. Ninguno se animó a sacarla.
El “Negro” me contó toda su historia. Había estado en la cárcel
dieciocho años por una “equivocación”.
Según él, no había querido tirarle al cana; la cuarenta y cinco que
portaba tenía el gatillo demasiado celoso, intentó asustarlo y...
Hacía tres años que gozaba de libertad controlada, pero se había
propuesto hacer buena letra, todo por Inés. En los largos años de cautiverio,
ella lo bancó, a él y a los pichones -tenían dos- y lo amansó con su amor,
logró que ese tigre que estaba agazapado en su sangre se convirtiera en un
simple gatito. La amaba con desesperación, por ella, sólo por ella, sería capaz
de volver a la cárcel.
¡Si la hubiera encontrado en un tiempo pasado bailando con otro, seguro
que su reacción hubiera sido tan distinta!
La verdad que la confesión del “Negro Lucas” me emocionó casi hasta las
lágrimas y lo envidié, sanamente lo envidié, por tener una mina de fierro y una
milonguera que envanecería a cualquier
punto que contara con la posibilidad de acunarla entre sus brazos.
Cuando el “Negro” echó mano con intención de pagar lo consumido, se lo
impedí, lo tomado correría por mi cuenta, le dije que para mí había sido un
placer conocerlo y que de allí en más no lo olvidaría fácilmente. Nos
despedimos con un abrazo, pero, con un abrazo de hombres. Intenso, profundo,
sanguíneo.
Salieron del salón dejando tras de sí, la aureola de los grandes
personajes.
Volví a pedir, creo, que el quinto “Criadores” ya la milonga para mí
había perdido brillo, entonces me dispuse a marcharme y al recordar el abrazo
que nos habíamos dado, volví a emocionarme una vez más, comprendiendo que el
“Negro Lucas” era la primera persona que valiéndose de su capacidad seductora
se había llevado, sin siquiera darme cuenta en lo mas mínimo, mi estima, mi
admiración, mi respeto.... y mi billetera...
Casimba.
(Billetera)
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