Los libros son los
maestros que nos instruyen sin brutalidad, sin gritos ni cólera, sin
remuneración. Si nos acercamos a ellos, jamás los encontramos dormidos; si les
formulamos una cuestión, no nos ocultan sus ideas; si nos equivocamos no nos
dirigen reproches.
Ricardo de Bury, Filobiblión
o muy hermoso tratado sobre el amor a los libros.
No le faltaba razón al
bueno de Ricardo de Bury cuando hizo semejantes afirmaciones allá por el siglo
XIII. Los libros, efectivamente, son unos buenos maestros que nos preparan para
la vida; y, en consecuencia, no nos ocultan ni lo bueno ni lo malo de esta. A
veces, incluso, analizan la maldad de forma despiadada advirtiéndonos de sus
peligros, como una madre nos puede advertir en contra de ciertos alimentos.
Desde bien pronto contó la humanidad con libros en contra de las guerras, Las
troyanas, Hécuba... o en contra del orgullo desmedido, Antígona, y
en contra de todos los vicios y estupideces humanas. No parece, pese a todo,
que los libros hayan servido de mucho. Y quizás por eso mismo se advierte un
cierto reproche en ellos: hay montones y montones de libros que denuncian las
mismas carencias, vicios y necedades; y el hombre sigue sin enterarse, sin
prestarles la debida atención. A veces hay en las bibliotecas algo así como un
mudo reproche, un grito silencioso. Tal vez Ricardo de Bury no lo captó.
Los libros, por otra
parte, se pueden convertir en toda una aventura. Pero la aventura, y en contra
de lo que muchos creen, se alcanza a cierta edad, ya mayor, y tras muchas
travesías por muchos desiertos. Se llega a un momento en la vida en el que
abrir un libro es iniciar un viaje que nunca sabemos a donde nos puede
conducir. Pues un libro despierta el interés por otro; el otro nos lleva a un
lugar insospechado; y de este lugar insospechado podemos saltar a tierras que
jamás hubiéramos imaginado. Bien es cierto que muchas de esas tierras ya han
sido descritas, de forma bien subjetiva, en escuelas, institutos y
universidades. Muy a menudo valiéndose de las cartas de marear de navegantes
anteriores, y sin cuestionar los prejuicios y modas contenidos en esas y en
otras descripciones. Eso explica la supervivencia de muchas opiniones y de no
pocos prejuicios. Ante lo cual no cabe sino lo que querían los humanistas:
viajar a las fuentes originales.
Preguntarse por qué en la
Europa del siglo XIX hubo tanta guerra y violencia, nos puede llevar, en
algunos casos, a consultar a León Tolstoi, Guerra y paz, de donde surge,
inevitable, Pérez Galdós y los Episodios nacionales, junto con Stendhal,
etc. etc. Leyendo los Episodios brota la pregunta de si la guerra civil
española de 1936 no sería una continuación, un último episodio de todas
aquellas sangrientas trifulcas que no acabó de novelar, y fue una pena, don
Benito. Hay, por desgracia, un incuestionable paralelismo entre los desmanes de
los guerrilleros, no olvidemos que la guerra de la Independencia fue la
academia del desorden, y los de la Columna de Hierro, donde, al parecer, se
parapetaron todo tipo de criminales y asesinos. Y por las mismas causas: falta
de un ejército y de una autoridad fuerte y decidida. Hay gente a la que la
guerra la va muy bien.
Sí, los Episodios nos
llevan, en línea recta, a la literatura sobre la guerra civil. Ejemplar resulta
al respecto el libro de Manuel Chaves Nogales A sangre y fuego, héroes,
bestias y mártires de España. Resulta deprimente, leyendo este libro, tanta
matanza y tanto terror. Aunque a tan bestiales episodios no les falte su toque
de humor, un humor, por otra parte, bien español:
“Al caer en el foso,
la cabeza del miliciano fue a dar en el pecho de su última víctima, que aún
alentaba. Intentó incorporarse con las ansias de la muerte, pero le faltaron
las fuerzas y cayó de bruces. Su cara se aplastó sobre el rostro ensangrentado
del moro. Su mirada turbia recorrió de cerca la faz espantable del marroquí
moribundo, y aún tuvo alma bastante para balbucear:
-¡Qué feo eres, chato.”[1]
Este sentido del humor
nos llevaría, desde luego, a la novela picaresca, a las fanfarronadas ante la
muerte, pero si seguimos leyendo, páginas después, en el relato titulado
“Consejo obrero”, aparece un carlista. Según este personaje las guerras
anteriores no eran guerras de exterminio:
“Los carlistas no
hemos hecho nunca la guerra como los militares de profesión, que se encarnizan
contra el enemigo aunque sea de su propia sangre.”[2]
Quien esto afirma
evidentemente no se ha leído los Episodios. No hay como echar un vistazo
a los titulados Zumalacárregui y La campaña del Maestrazgo.
Leídos estos, y algunos más, no se sabe muy bien dónde está esa supuesta falta
de encarnizamiento. Cabe preguntar, además, por si no queda claro, si es que
hay alguna guerra que sea humana o humanitaria, y más las civiles donde el odio
lo llena todo. ¿No se busca en todas ellas la aniquilación del supuesto
enemigo? ¿Y no se recompensa acaso al que más seres humanos mata? No voy a
entrar en el fácil juego de si estos o aquellos hicieron más o menos
salvajadas. Humanista por convicción, creo que quien tiene toda la razón del
mundo es Erasmo de Rotterdam: “No hay paz tan inicua que no sea preferible a
la más justa de las guerras.”[3]
El otro viaje que invitan
a hacer las novelas de don Benito es ir a las fuentes del Naturalismo,
movimiento por el que, al parecer, sintió una cierta atracción como se puede
demostrar leyendo algunas de sus novelas, La desheredada por ejemplo, y
sin ánimo de ser exhaustivo.
El Naturalismo provocó
toda una serie de ataques y defensas en su época. Por motivos ideológicos y
religiosos, por supuesto. Entre unos y otros se terminó por no saber muy bien
qué es el Naturalismo. Nada mejor, una vez más, que ir a las fuentes
originales, a Émile Zola en este caso. Émile Zola es, ante todo, un gran
novelista. Tan grande como implacable: no hay capa social del segundo imperio
francés (1852-1871) que quede por estudiar en su magna obra. Y no hay capa
social de la que no ponga bien a las claras sus vicios y errores, sus perezas y
defectos... Es una humanidad que rezuma corrupción, vicios, hipocresía,
crímenes... Sí, a veces, a uno le dan ganas de definir el Naturalismo como una
corriente literaria que describe al hombre en sus más bajas pasiones. No sería
acertada, por supuesto; faltarían muchas cosas, muchas matizaciones. Pues en
casi todas las novelas de Zola hay o aparece un personaje positivo, por mucho
que la conclusión de la más pesimista de sus novelas, Pot-Bouille, traducida
a veces por Vida en común o por Miseria humana, sea que “Todo
puede resumirse en una frase: basura y compañía.”[4]
Y ahora, ante tanta
basura y corrupción, surge la inevitable pregunta que nos lleva, otra vez, al
principio: ¿Cómo hemos llegado a esta situación? ¿Es que no nos han servido de
nada tantos años de civilización? ¿Dónde quedan las idílicas Grecia y Roma
donde, no lo olvidemos, también Sócrates y Séneca fueron condenados a muerte
por ex alumnos? Tal vez deberíamos comenzar de nuevo por leer los Diálogos de
Platón, y los Moralia, de Plutarco y... Aunque nada más fuera para
evitarnos la depresión producida por las lecturas del naturalismo y de las
salvajadas de la guerra. Porque otra cosa...
Sin duda se equivocó
Ricardo de Bury: sí que amonestan los libros, y riñen. Claro que riñen, como
todo maestro que se precie. Tal vez uno de los problemas de la Humanidad sea
que todavía no ha aprendido a leer. Hay libro que tiene el ceño fruncido desde
hace muchos siglos. Por no prestarle atención, por no saber interpretarlo,
siempre se repiten las mismas situaciones: lucha por el poder, corrupción, crímenes,
asesinatos... Catilina, quo usque tandem abutere patientia nostra... ¿Hasta
cuándo?
[1] Manuel Chaves Nogales, A
sangre y fuego, Espasa libros, colección Austral, Madrid, 2010 p.180
[2] Ibídem, p. 257
[3] Erasmo de Rotterdam, Educación
del príncipe cristiano. Querella de la paz. Ediciones Orbis, Barcelona,
1984. p. 131
[4] Émile Zola, Vida en
común, Traducción de Mariano García Sanz, Barcelona, 1972, p.463
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