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viernes, 5 de octubre de 2012

MI ÁRBOL, por Elizabeth Oliver de Abalos, de Montevideo, Uruguay




Yo tendría veintidós años cuando la Caja de Jubilaciones (hoy BPS) ofreció a sus funcionarios un préstamo para vivienda, pagadero a larguísimo plazo con una cuota irrisoria.  Papá ― que había pasado a la Caja después de trabajar en UTE treinta años ― aceptó la propuesta con la idea de "dejarle un techo a la gurisa" y empezó a buscar.
Hacía mucho que estaba separado de mi madre. Ella había iniciado, abandonado y reflotado el trámite de divorcio muchas veces para no finalizarlo jamás… Él... solamente aceptaba sin opinar, pero la seguía considerando como toda la vida. Por eso, elegir una vivienda que llenara los requisitos de mi madre ― aún sabiendo que jamás querría habitarla ― le era tan imprescindible como difícil.
Un día, descubrió un cartelito de venta en la terminal del 104 cuando vino a comprar carne a las ya inexistentes Carnicería Argentina y FYLSA, del otro lado del puente. En esa época de veda, todos pasábamos la insustituible proteína "de contrabando", una vez por semana, de Canelones a Montevideo.
La casita le gustó y el precio también, así que fue a buscarme para darle "el visto bueno", porque creía que yo podía interpretar las exigencias de mi madre mejor que él… y tal vez explicarle que una zona sin pavimento puede ser considerada un balneario y no exclusivamente un "cantegril".
Tomamos un 142 "negro" hasta la terminal, cruzamos el puente, caminamos una cuadra bordeando el arroyo, otra por detrás de la estación ANCAP… y ahí nomás, entrando unos pocos metros en la calle Arazatí, estaba la casita. Me gustó el barrio, las anchas "veredas" de césped, los jardines con plantas y árboles de todo tipo, los perros amistosos recorriendo tranquilos el lugar sin tránsito.
El techo de tejas, las paredes claras y el gris pizarra de la piedra laja que rodeaba la casita, contrastaban con tanto verde. Pero lo que más me atrajo fue el pequeño paraíso en el pasto de la "vereda", muy cerca del portoncito de entrada.
Cruzamos el jardín, y antes de entrar me detuve para mirar el paraíso… Sentí el murmullo suave de su copa incipiente como si fuera una voz que me saludaba con dulzura.
La casita por dentro era preciosa. "Un lugar para dos" ― pensé ― y sólo con mirarme, papá supo que podía asegurarle al propietario que le compraría la casa.
Contentos y entusiasmados, al salir nos detuvimos frente al paraíso y le comenté a papá cómo me atraía. Era casi de mi altura y ya se notaba que tendría un tronco fuerte.  A papá también le gustó.  "Menos mal ― me dijo ― que esta casa va a ser suya y este amigo puede echar cuerpo tranquilo aunque cierre un poco la entrada. Si algún día se puede comprar un auto, seguro va a preferir tirar el murito antes que cortar el árbol… ¡O dejar el cachilo afuera…!" (tratando "de usted" a las personas a las que generalmente se tutea, papá potenciaba el tamaño de su afecto).
Lo fuimos viendo crecer disfrutando de su sombra, su belleza y el perfume de sus flores al final de cada primavera.  Siempre me gustó estar cerca de él y hablarle, cuidarlo.
Un invierno, el viento sopló tan fuerte que una de sus enormes ramas cayó dejándole una herida profunda. Enseguida y por primera vez, lo podamos. Cubrimos con barro la parte desgajada y de a poco fue cerrando, formando su propia corteza.
En esa cicatriz planté un helecho para que lo adornara. Cuando lo hice, le dije que si le molestaba, no lo dejara crecer. Pero no sólo lo aceptó, sino que lo extendió hacia una rama más alta. Hoy lo luce orgulloso en su enorme tronco, tan grueso que abrazándolo sólo llego con la punta de los dedos a la mitad de su contorno.
Cada dos o tres años, espera su infaltable y merecida poda en mitad del otoño, para afrontar el invierno sin riesgos, y al acercarse la primavera nos regala sus miles de brotes, su copa pareja y frondosa, su belleza y su majestuosidad.
Hace días que llueve. Me acerco a la ventana y lo miro, tiene sus ramas recién podadas. El helecho lo envuelve suavemente y comparte su verde con él. Un clavel del aire se aquerenció en su parte más alta. Es hermoso.
Así han pasado los años y con ellos muchas cosas que afrontamos y superamos juntos mi árbol y yo. Y el sueño de papá terminó cumpliéndose: vivo definitivamente en esta casa que compró para mí… Aunque cuando lo hice, él  ― físicamente ―  ya no estaba, sé que lo supo, que lo sabe… que está contento porque me ve feliz.

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