Yo tendría veintidós años cuando
la Caja de Jubilaciones (hoy BPS) ofreció a sus funcionarios un préstamo para
vivienda, pagadero a larguísimo plazo con una cuota irrisoria. Papá ― que había pasado a la Caja después de
trabajar en UTE treinta años ― aceptó la propuesta con la idea de "dejarle
un techo a la gurisa" y empezó a buscar.
Hacía
mucho que estaba separado de mi madre. Ella había iniciado, abandonado y
reflotado el trámite de divorcio muchas veces para no finalizarlo jamás… Él...
solamente aceptaba sin opinar, pero la seguía considerando como toda la vida.
Por eso, elegir una vivienda que llenara los requisitos de mi madre ― aún
sabiendo que jamás querría habitarla ― le era tan imprescindible como difícil.
Un día,
descubrió un cartelito de venta en la terminal del 104 cuando vino a comprar
carne a las ya inexistentes Carnicería Argentina y FYLSA, del otro lado del
puente. En esa época de veda, todos pasábamos la insustituible proteína "de
contrabando", una vez por semana, de Canelones a Montevideo.
La casita
le gustó y el precio también, así que fue a buscarme para darle "el visto
bueno", porque creía que yo podía interpretar las exigencias de mi madre
mejor que él… y tal vez explicarle que una zona sin pavimento puede ser
considerada un balneario y no exclusivamente un "cantegril".
Tomamos un
142 "negro" hasta la terminal, cruzamos el puente, caminamos una
cuadra bordeando el arroyo, otra por detrás de la estación ANCAP… y ahí nomás,
entrando unos pocos metros en la calle Arazatí, estaba la casita. Me gustó el
barrio, las anchas "veredas" de césped, los jardines con plantas y
árboles de todo tipo, los perros amistosos recorriendo tranquilos el lugar sin
tránsito.
El techo
de tejas, las paredes claras y el gris pizarra de la piedra laja que rodeaba la
casita, contrastaban con tanto verde. Pero lo que más me atrajo fue el pequeño
paraíso en el pasto de la "vereda", muy cerca del portoncito de
entrada.
Cruzamos
el jardín, y antes de entrar me detuve para mirar el paraíso… Sentí el murmullo
suave de su copa incipiente como si fuera una voz que me saludaba con dulzura.
La casita
por dentro era preciosa. "Un lugar para dos" ― pensé ― y sólo con
mirarme, papá supo que podía asegurarle al propietario que le compraría la
casa.
Contentos
y entusiasmados, al salir nos detuvimos frente al paraíso y le comenté a papá
cómo me atraía. Era casi de mi altura y ya se notaba que tendría un tronco
fuerte. A papá también le gustó. "Menos mal ― me dijo ― que esta casa
va a ser suya y este amigo puede echar cuerpo tranquilo aunque cierre un poco
la entrada. Si algún día se puede comprar un auto, seguro va a preferir tirar
el murito antes que cortar el árbol… ¡O dejar el cachilo afuera…!" (tratando
"de usted" a las personas a las que generalmente se tutea, papá
potenciaba el tamaño de su afecto).
Lo fuimos
viendo crecer disfrutando de su sombra, su belleza y el perfume de sus flores
al final de cada primavera. Siempre me
gustó estar cerca de él y hablarle, cuidarlo.
Un
invierno, el viento sopló tan fuerte que una de sus enormes ramas cayó
dejándole una herida profunda. Enseguida y por primera vez, lo podamos.
Cubrimos con barro la parte desgajada y de a poco fue cerrando, formando su
propia corteza.
En esa
cicatriz planté un helecho para que lo adornara. Cuando lo hice, le dije que si
le molestaba, no lo dejara crecer. Pero no sólo lo aceptó, sino que lo extendió
hacia una rama más alta. Hoy lo luce orgulloso en su enorme tronco, tan grueso
que abrazándolo sólo llego con la punta de los dedos a la mitad de su contorno.
Cada dos o
tres años, espera su infaltable y merecida poda en mitad del otoño, para
afrontar el invierno sin riesgos, y al acercarse la primavera nos regala sus
miles de brotes, su copa pareja y frondosa, su belleza y su majestuosidad.
Hace días
que llueve. Me acerco a la ventana y lo miro, tiene sus ramas recién podadas.
El helecho lo envuelve suavemente y comparte su verde con él. Un clavel del
aire se aquerenció en su parte más alta. Es hermoso.
Así han
pasado los años y con ellos muchas cosas que afrontamos y superamos juntos mi
árbol y yo. Y el sueño de papá terminó cumpliéndose: vivo definitivamente en
esta casa que compró para mí… Aunque cuando lo hice, él ― físicamente ― ya no estaba, sé que lo supo, que lo sabe…
que está contento porque me ve feliz.
No hay comentarios:
Publicar un comentario