Valencia, 16 de abril de 2012
Querida y recordada Mesa:
sabes, como casi todas las personas, que todo en esta vida tiene su fin y
acabamiento. Todo verdor perecerá. Se han terminado, pues, estos bellos días de
asueto, las vacaciones de pascua, y de estar en tu dulce compañía. Tengo que
marcharme. Me separo de ti, te consta, con pena y con dolor; con el corazón
lleno de tristeza y de melancolía. Los días pasados contigo han sido los
mejores días de estas breves y tranquilas vacaciones. No hará falta que te diga
que te voy a añorar. Tanto como antes te soñaba, ahora te echaré a faltar. Pero
no puedo dejar de marcharme: el curso está finalizando; tengo que preparar
exámenes, corregirlos, poner notas, dar las últimas clases, atender lloros y
lamentos de padres e hijos, e implorar para que pase el tiempo con la máxima
celeridad posible. Suspiro por estar de nuevo contigo, y por pasar en tu
compañía el tiempo que todavía me quede, si es que me queda algo. Soy mortal,
y, por lo tanto, reo de muerte.
Cuando yo era joven, querida Mesa, ¡cuánto tiempo ha pasado!, todavía
los muchachos estábamos obligados a hacer el servicio militar. Fue aquella la
peor época de mi vida. Una vez me arrestaron por recordar a cierto superior la
nula cualidad humana e intelectual que su persona encerraba. Pasé los días de
arresto haciendo guardias y leyendo. El arresto fue tan largo, proporcional a
tan enorme pecado, que me terminé los libros, propios, guardados en mi
taquilla. Recurrí entonces a los de la pobre biblioteca del Escuadrón. Para mi
sorpresa había un par de buenas novelas. Escogí una de ellas, la única que
figuraba de Dostoiewski, Recuerdos de la casa de los muertos. Apenas si
recuerdo algo de aquel libro, que no he vuelto a leer. Pero sí hubo algo que se
me quedó grabado y bien grabado: se cuenta en un capítulo que la mejor forma de
volver loca a una persona es obligarla a hacer algo que no tiene sentido. Cavar
un agujero, por ejemplo, y volverlo a tapar. Volverlo a hacer, y volverlo a
tapar... Sí, es un buen tormento. Lo sé por experiencia: eso es, con algún que
otro matiz, dar clases en este país, y con este sistema educativo. Estás todos
los años diciendo lo mismo, y nadie se entera de nada. Ya sé que me vas a decir
que cómo puedo comparar la fría tierra de Siberia con un niño de secundaria,
tan tierno y dulce. Sí, tienes razón. Tal vez la fría tierra de Siberia dé
patatas con la llegada de la primavera.
Te echo de menos en las aulas, no hace falta que te lo repita. En medio
de una clase, con un grupo de personas que no quieren aprender nada, se ríen,
se hacen señas y todo tipo de monerías, te echo de menos, te añoro. Me acuerdo
de ti, veo mi estado presente, y me entran ganas de llorar. Añoro el silencio
que hemos tenido estos días, tu paciencia soportando montañas de libros, y lo
bien que lo hemos pasado leyendo y subrayando, tomando notas, volviendo a leer
y acariciando el libro que tan felices y gratos momentos nos hacía pasar a los
dos. Han sido, querida Mesa, horas y horas de lectura. Y años, muchos años.
Mañana, sin embargo, de nuevo, estarás sin mí. Sola. La persiana de la
habitación permanecerá bajada, las libretas apiladas, y las plumas
estilográficas guardadas en su estuche; el ordenador estará apagado; y nadie
reirá ni llorará pasando los ojos por las líneas de un libro que tú,
amablemente, sostienes, no sé si con tu espalda o con tu generoso pecho. Tú,
sin embargo, más afortunada, permanecerás rodeada de silencio, tal vez
meditando en la cantidad de libros que has visto a lo largo de tu vida. Yo, por
el contrario, estaré expuesto, como un indefenso elefante, al que de nada le
sirve su corpulencia, a los tiros de la gente necia y ociosa. Y me convertiré
en el pobre condenado obligado a abrir un eterno hoyo, que se niega a separar
sus tierras, en tanto pienso, llorando, que Dios le da habas a quien no tiene
quijadas. Al fin y al cabo, ellos, los alumnos, serían más felices en la calle
con un balón, o con una navaja, o destrozando papeleras, o en la selva cazando
bichos. Y yo, para qué voy a repetírtelo, estaría en el cielo si pudiera pasar
todo el día contigo, tal y como hemos hecho estos bellos días de vacaciones.
Sí, a mí me gusta leer y estudiar.
Cuánto hemos disfrutado y cuánto hemos padecido. ¿Te acuerdas? Cuando
éramos jóvenes leíamos y leíamos sin más afán que terminar el libro para
comenzar otro, y otro y otro más. Y los libros se iban amontonando a nuestro
alrededor. Ahora, ya mayores, con mucha paciencia, leemos los mismos libros una
y otra vez; y de tanto leer y releer nos queda siempre la impresión de que no
hemos comprendido nada; y de que de nada nos han servido las infinitas horas
que hemos pasado aquí, siempre rodeados de libros e inmersos en el más
maravilloso de los silencios. Es posible, muy posible, que ninguno de los dos
hayamos llegado a ser ni sabios ni inteligentes. Pero nadie nos podrá quitar el
dolorido sentir, las horas felices, con lluvia y nieve, nublado y soleado, que
hemos pasado juntos. Y ojalá nos quedaran algunos años más. Sí, todo el día
contigo, como Tristán e Iseo cuando se retiran al bosque y comen sin vino ni
sal, y cazan con arco y flechas. ¡Ojalá pudiéramos embrutecernos con libros y
con la soledad! Lejos de las aulas.
Sí, ya sé: siempre vendría alguien diciendo que ni en la historia de
estos amantes funciona aquello de contigo a pan y cebolla. Aunque no se pueden
comparar los libros con la cebolla, desde luego. Tampoco faltarán los otros con
la historia, manida, del significado de la mesa y la habitación: el miedo a la
vida, a abrirse a nuevas experiencias. ¿Qué nuevas experiencias quieres? ¿Acaso
el libro no es una aventura, una experiencia? Las personas cada vez me dan más
miedo, y me parecen menos interesantes, sin duda porque muy pocos piensan por
ellas mismas. Cualquier estupidez lanzada por cualquier medio es repetida, como
las ondas de una charca, hasta la saciedad. Parece el balido del aprisco.
Cierto es que el hombre está muy solo. Y que la soledad es muy bonita,
dicen, cuando tienes alguien al lado para decirle que estás muy solo. Yo no lo
estoy: te tengo a ti; y además me gusta la soledad. Me gusta tanto que maldigo,
cuando empiezan a hablar de los adelantos técnicos, no haber tenido la
posibilidad de poder nacer dentro de doscientos o trescientos años. Me imagino
que las clases, entonces, se darán desde casa, a través de una cámara, que los
alumnos estarán en sus respectivos hogares, y que ni los veré, ni tendré que
soportar sus necedades, sus memeces y sus tonterías. También he pensado que
podía quedarme ciego a fin de no ver lo que estoy obligado a ver. Y sordo.
Sí, soy injusto. Hay alumnos que me aprecian; y siempre, por fortuna,
hay algunos, bastantes en ocasiones, que quieren estudiar, que desean saber y
aprender, y que su comportamiento en las aulas es correcto y educado. Seamos
justos.
Te añoraré pese a ellos. Estando contigo, querida Mesa, nunca he pensado
en privarme de ninguno de mis órganos, ni tengo ambiciones, ni me siento
vilipendiado, ni amado ni odiado. El ideal. Sólo me acuerdo, y más ahora que
tengo que dejarte, por razones de agenda, de que algún día la separación será
definitiva: me iré y nunca más regresaré. Esa certeza aumenta las ganas de
pasar los días y las noches contigo. No obstante, y por desgracia, tengo que
comer. Y todavía no conozco ningún lugar del mundo donde se pague por leer y
estudiar. Una pena. Y una pena que unos quieran aprender y no puedan, y a otros
les enseñen y no quieran aprender. Así es la vida, querida Mesa. Así es la
vida. Cuídate. Sabes que te echaré de menos. Tuyo
LMD
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