Este siglo en el que vivimos, al
menos por lo que a nuestro país respecta, es tan rastrero, que no ya la
práctica sino incluso la idea de la virtud brilla por su ausencia, y no parece
ser más que una jerigonza de colegio.
Michel de Montaigne, Ensayos
Al llegar a una cierta edad, por precaución, prescripción y
prevención, salía a camiar todas las mañanas. En mi juventud pasé una larga
época siendo un enemigo acérrimo de todo ejercicio físico. Por aquel entonces,
el ejercicio físico representaba para mí el culto al cuerpo, a la violencia, a
la fuerza bruta y, por qué no decirlo, al fascismo. Sabido es que cuando uno es
joven las cosas se ven de color blanco o negro. Luego, con el tiempo, van
surgiendo los matices, las comprensiones, y el percatarse de que la realidad
suelen ser un poco más compleja que lo abarcado por esos dos colores. Por
supuesto se puede hacer ejercicio físico sin adorar la fuerza bruta,
sencillamente por encontrarse bien; y se puede dejar de maltratarse con tabaco,
drogas y bebidas, y ser un excelente poeta o un buen músico. Más de una vez me
dije que ni Garcilaso ni san Juan o Quevedo, Mozart o Vivaldi, habían probado
un porro en su vida. Y ni su poesía ni su música tienen nada que envidiar a la
de los poetas malditos o como quieran llamarlos. Conviene analizar las cosas
antes de darlas por malas o buenas.
Un terrible escozor de piernas, de
forma continuada durante diez o doce días, me llevó al médico. En contra de algunos
compañeros de trabajo ni me dijo el médico que dejara de fumar ni de beber,
entre otras cosas porque no lo hago. Sí que me dijo que tenía sobrepeso, y que
era eso lo que estaba afectando a mis
sufridas piernas. Me recomendó seguir una dieta a fin de perder unos
diez kilos. No soy de los que opinan que los médicos no saben nada de nada, y
siempre recurren a lo mismo: a las prohibiciones. Yo le hice caso, y perdí los
kilos que me dijo. No me costó mucho sacrificio, esa es la verdad, pues he
aprendido que las personas debemos aprender a moderarnos. También me recomendó
el doctor que hiciera algo de ejercicio. El que yo quisiera.
-Aunque el mejor que hay -me dijo-
es caminar durante una hora a buen ritmo.
Me apunté a eso, pues, la verdad, me
daba horror meterme en un gimnasio o en una piscina municipal: hay cierto
contacto humano que procuro evitar. Y fue así como comencé a caminar. Solo. Y
así me desaparecieron las molestias en las piernas.
A pocos metros de mi casa hay una
larga avenida bordeada por árboles y por algún que otro parque infantil. Esa
avenida es conocida popularmente con el nombre de la Avenida del Colesterol:
todos los días es posible ver a gente mayor yendo hacia arriba y hacia bajo, en
grupos o solos, por recomendación médica. Por allí pasean todo tipo de
enfermedades y medicinas. También hay un carril-bici. Y gente joven que va
corriendo con los hombros y brazos brillantes de sudor.
Soy una persona lenta y tranquila:
cuando me pongo a caminar me adelantan hasta los caracoles, o, como se decía en
el argot ciclista, estos me suben por las piernas. Suplo la lentitud con la
duración del ejercicio. Caminando, todo el mundo me adelanta siempre. Nadie
saluda, como es normal en estos tiempos. Una mañana, sin embargo, sí que lo
hizo un hombre, un poco mayor que yo. Sorprendido le devolví el saludo en tanto
me rebasaba sin despeinarse. Me hizo gracia porque llevaba un sombrero de paja,
típico de las labores del campo. La inmensa mayoría de la gente va tocada con
gorra de visera. Siempre me ha parecido que el sombrero es más auténtico, más
nuestro. Me compré uno.
Dos o tres días seguidos aquel
hombre me adelantó. Y siempre me deseaba los buenos días. Respondía yo a su
amable saludo, por supuesto. Una mañana, sin embargo, se detuvo y acopló su
paso al mío.
-Buenos días, ¿qué tal? -me
preguntó.
Dudé durante unos segundos entre
tutearlo o hablarle de usted. Me incliné por lo último. Un poco por respeto y
otro poco, como eso de llevar corbata, que me encanta, por ir contra corriente.
-Bien. Ya veo que usted está tan
ligero como todos los días, así que no hace falta que le pregunte.
Debió de quedar un poco sorprendido
por mi tratamiento, pues dudó antes de emplear él también la vieja fórmula de
cortesía.
-Va usted un poco lento. Hay que
caminar un poco más rápido para quemar más calorías.
-Lo suplo con tiempo. No puedo ir
más rápido. Nunca he sido rápido haciendo nada. Pero por mí no se preocupe:
puede usted seguir su ritmo.
-Hombre, se lo decía -dijo con más
aplomo, sintiéndose seguro en el empleo de la desgastada fórmula- porque como
siempre coincidimos, nos podíamos hacer compañía. Esto de caminar solo es un
poco aburrido, ¿no le parece?
-No, a mí no me aburre. En absoluto.
-No le estaré molestando -dijo
poniéndose en posición de echar a correr.
-No, señor; no me molesta.
-Si le molesto no tiene más que
decírmelo.
-Ya le he dicho que no me molesta.
La molestia va a ser suya: yo no puedo ir más rápido.
-Bueno, si lo suplimos con un
ejercicio de más duración.
-Yo estoy caminando, a este ritmo,
sin parar, durante hora y media. Todos los días.
-Creo que no está mal.
-No. Además ya no vamos a ganar las
Olimpiadas.
-No es que vayamos a ganar nada
-respondió rápidamente como quien se coge a un clavo ardiendo- es que lo
estamos perdiendo todo.
Me percaté con rapidez, ahora sí, de
que íbamos a tener una conversación sobre política. No me equivoqué.
-¿Usted se está medicando? -me
preguntó con excesiva autoridad, amagando así que entraba en un terreno un
tanto delicado.
-No, por ahora no. Más hacia delante
no sé lo que pasará.
-Yo sí; yo tomo medicamentos todos
los días. Y ahora, como sabe, los tenemos que pagar. Y no son nada baratos.
Nada.
-Sí, eso he oído.
-¿Y no le parece que es una
injusticia? Entre eso, la congelación de las pensiones, y el encarecimiento de
la vida, impuestos, iva y demás, hay gente que no llega a fin de mes. ¿Qué le
parece?
-No me parece nada. Lo más que le
puedo decir es que estoy muy asustado con esta crisis por el cariz que están
tomando las cosas con tanto recorte y tanta presión.
-Sí, es preocupante, desde luego.
Sube todo, estamos perdiendo poder adquisitivo, y todas las ventajas laborales
que habíamos conseguido. Hasta la sanitaria.
-Desde mi punto de vista -le dije ya
que había tenido la deferencia de acoplar su paso al mío- somos una sociedad
sin ningún valor ético o moral ni conocimiento de lo que es la honestidad.
-El problema es económico, amigo
mío. No lo olvide -me dijo un tanto asombrado por mi apreciación.
-Por supuesto. No le digo que no.
Pero ese problema económico tal vez se podía haber evitado si la gente hubiera
sido más honesta y civilizada.
-Está usted pidiendo un imposible.
-Ya lo sé. Y sé que cuando la gente
pasa hambre puede hacer de todo. No hemos llegado, creo, todavía a esa
situación; pero cinco millones de parados... el asalto de varios supermercados,
en Andalucía, llevado a cabo por sindicalistas, ha encendido la mecha.
-¿No está de acuerdo con ellos? A mí
me ha parecido una acción valiente y desinteresada.
-Todas las cosas son susceptibles de
verse desde muchos puntos de vista. A mí me preocupa el ejemplo que han dado, y
que haya gente que está haciendo lo mismo porque los sindicalistas ya les han
dado las razones filosóficas, las justificaciones.
-La justificación ya hace tiempo que
la tenían ellos: hay mucha gente en el paro, y familias enteras en las que
nadie trabaja, y los políticos conservando todos sus privilegios, y sin que un
corrupto, de la clase política, pise la cárcel. Y ellos han robado más, mucho
más.
-¿No ha funcionado la solidaridad?
¿De verdad está pasando hambre la gente?
-¿Le parece que la ayuda, la
caridad, es suficiente?
-Creo que cualquier cosa es buena
antes que robar y antes que usar la violencia. No obstante, tiene usted razón,
es poco, muy poco. Un hombre también tiene su dignidad.
-Además, no hay que tener miedo,
amigo mío. Al fin y al cabo nos tenemos que morir todos. Y visto así tal vez la
acción de los sindicalistas esté mal, pero ¿qué ejemplo han dado los políticos
jugando, usando y abusando del dinero público? Y entonces, cuando se denunciaba
la corrupción, la desaparición de fondos públicos, nadie decía nada, o todo
eran mentiras de la oposición, o intrigas de este o aquel... No, no hay que
tener miedo.
-No es miedo a la muerte lo que
tengo. Es la violencia lo que me asusta, y mucho. El que el hombre se vuelva un
lobo para sus semejantes. Y eso es lo que se debería evitar a todo trance.
-Si estuviéramos gobernados por
gente inteligente, desde luego que sí. Pero los políticos son unos majaderos
que no miran sino por sus intereses. Nos enfrentan a unos contra otras con tal
de ganar ellos y seguir aferrados al poder. Creo que deberíamos dejar de ir a
votar, ¿no le parece?
-Podía ser una buena piedra de
toque. También me asusta, o me escandaliza si quiere, la poca o nula
preparación que tienen quienes nos gobiernan. Da pena oírlos hablar. ¿A usted
le gusta leer?
-Se me cansa la vista rápidamente,
pero si el libro vale la pena.
-Ya creo que vale la pena. Aunque
tengo que decirle que a mí me ha costado terminarlo...
-Hombre, pues entonces...
-No es porque sea malo. Es porque
cuando la persona se hace mayor ya no puede soportar ciertas cosas... se sufre
demasiado.
-En eso tiene razón -me dijo
contento de que coincidiéramos en algo- yo de joven veía muchas películas y
reportajes sobre los nazis y los judíos. Ahora no los aguanto. No puedo. Me
echo a llorar enseguida.
-Lo mismo me sucede a mí.
-¿Y de qué libro se trata si se
puede saber?
-Mire -le expliqué- con todo esto de
la crisis me dio por leer libros para tratar de entender lo que ha pasado. Leí
y leí sin entender nada. Hablé también con amigos y conocidos. Uno de mis
amigos, profesor, me recomendó un libro. Lo leí y me puso los pelos de punta,
tal vez porque intuí lo que se nos avecina como no se remedie estoy y pronto.
-¿Y de qué libro se trata? Me tiene
usted intrigado.
-De Las uvas de la ira, de
John Steinbeck.
-Me suena. Me parece que lo leí de
joven.
-Pues vuélvalo a leer. Y, de paso,
si tiene algún amigo político, regáleselo: sería muy conveniente que estos lo
leyeran y lo conocieran, aunque no creo que sirviera para nada. Seguramente
sería como recoger agua con un cedazo.
-No, cuando hay intereses por el
medio nada sirve para desviarlos de ellos, ni el darse cuenta de que están
equivocados. Si es que lo admiten.
-Pues más vale que se percaten, y
sin perder tiempo. ¿Sabe? Yo de joven era muy miedoso. Fui incapaz, por
ejemplo, de leer Drácula. Al final lo hice. El miedo experimentado
leyendo la novela de Stocker no le llega ni a la altura del betún al
experimentado con Las uvas de la ira.
-Me está asustando usted.
-No es para menos. Una familia
desahuciada buscando trabajo, una familia que se va deshaciendo por la
autopista 66, unos empresarios que buscan a 6.000 trabajadores cuando necesitan
a 100 para, aprovechando la depresión, bajar los sueldos... Llegan a la
esclavitud, o poco menos. Y al asesinato, por supuesto.
-¡Dios mío! -exclamó mi compañero de
fatigas- qué actual es todo eso. Ayer salió en la tele un empresario diciendo
que los españoles no estamos acostumbrados al trabajo ni a la disciplina.
-Sí, lo oí. Seguramente su padre no
sería agricultor en un pueblo perdido de España. Son tan imbéciles y miserables
estas personas que ofenden con el solo hecho de abrir la boca. El problema está
en que los empresarios han heredado las empresas, como otros heredan el trono,
y no saben ni llevarlas ni dirigirlas. Todo lo cifran, por lo tanto, en muchas
horas frente al torno.
-En eso tiene usted razón: yo
trabajé en una empresa en la que el jefe procuraba, siempre, por todos los
medios, hacernos ir a la oficina el sábado por la mañana. No buscaba nuestra
eficacia a lo largo de la semana: quería horas extras. ¿Y por qué? El pobre
imbécil no soportaba a su mujer, ni sus hijos lo soportaban a él. Ni él
soportaba la soledad. Su vida estaba en la oficina. También nos hablaba de los
alemanes, de los chinos, y de no sé qué más culturas. Y el jefe de ventas,
mientras tanto, le robaba a manos llenas. Ni se enteró. Hasta que la empresa
estuvo a punto de quebrar. Por supuesto, el jefe de ventas iba todos los sábados.
-Eso me recuerda lo que sucedió con
el gobernador del Banco de España: estaba tan preocupado pidiendo la reforma
laboral que no se percató, o no quiso percatarse, de lo que estaba sucediendo
en los bancos del país. Hasta que estalló la burbuja, y salió a la luz todos
los robos cometidos por asesores y directivos. Ni en la selva, oiga.
-Sí, mejor nos iría si cada uno se
ocupara de su trabajo y lo hiciera lo mejor posible. Con ética y honestidad,
por supuesto -añadió como rindiéndome un pequeño homenaje.
-No se ocupan de ello: el gobierno
se ha cargado todos los convenios colectivos, menos los de los políticos.
Esperemos que no lleguemos a la situación de la novela de la que le he hablado.
Puede ser desastroso.
-¿Tan terrible es?
-Imagínese seis o siete mil familias
andaluzas, sin dinero, con niños, desesperados y hambrientos, camino de
Tarragona o de Pirineos, con coches y sin comer porque allí les han dicho que
hay trabajo. Y sí, lo hay, pero para cinco personas solamente. Imagínese que
allá por donde pasan son insultados por decir diez en lugar de deu, que
los persiguen, impiden que se organicen y hasta los matan...
-Terrible. ¿Cómo puede permitir un
estado que se llegue a esas situaciones? Y encima el aspirante a vicepresidente
de los Estados Unidos diciendo que somos unos vagos y unos no sé qué.
-Ya. Rehúyo los calificativos que me
merecen ellos si me atengo a novelas como las de Steinbeck o a ciertas
películas como Furia o Incidente en Ox-Bow.
-Sí, a veces es mejor estar callado.
-También es verdad que estos
politiquillos se dirigen a la inmensa mayoría; y a esta ya han tenido cuidado
de que no se formara muy bien. De ahí que los sistemas educativos sean
nefastos... Nuestros pobres estudiantes terminan el bachillerato y no han leído
ni cuatro libros. Y ninguno de los que han leído es fundamental. Luego, oyen
hablar a los políticos, o leen los periódicos, con sus intereses particulares,
y no entienden nada. No tienen sentido crítico. Y los políticos nos enfrentan a
unos con otros para seguir viviendo ellos. No hay nadie que ataque con más
furia los “privilegios” de los maestros que quien no aprobó ni una asignatura
en su vida.
-¿Sabe? A veces me alegro de estar
llegando al fin de mi vida.
-Yo también. Cuando esté muy harto
dejaré de salir a pasear.
-No se me había ocurrido.
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