Al tiempo de abandonar la oficina para dedicarse a trabajar
por su cuenta Pedro se dio cuenta de que lo que más extrañaba no eran sus
compañeros ni el mal humor de su jefe. Ni siquiera las conversaciones en torno
a la máquina de café. Pero echaba de menos a la secretaria.
No es que se tratase de un dechado
de virtudes. Mariela era más bien despistada y se esmeraba en contagiar su mal
humor, pero filtraba a los clientes más molestos, se daba maña para conseguir
números inconseguibles y registraba con obsesión rayana en la locura cada uno
de sus mensajes así fuese el discurso bien aprendido de un telemarketer
comisionado para venderle una parcela en un cementerio privado.
Claro que en su casa no tenía a Mariela. Su
mujer entraba y salía la mayor parte del tiempo
y los chicos jamás entendieron que el anotador que dejaba junto al
teléfono estaba destinado a anotar los llamados del día. En una semana las páginas
en blanco quedaban cubiertas de bonitos monigotes, las cuentas de la tarea y
contraseñas varias. Así que decidió confiar en la tecnología y se acercó a un
local de electrodomésticos de Boedo a comprar un contestador automático.
Desgraciadamente el cierre de
importaciones y un presupuesto exiguo, le impidieron conseguir el aparato que
había soñado. En vez del modelo con luces y cientos de botones que había visto
en la casa de un amigo, consiguió uno más rústico, con un par de teclas y
ningún manual de instrucciones. Pero el vendedor le aseguró que se trataba de
un último grito de la tecnología coreana, con mejores prestaciones que sus
competidores del mercado.
Un poco por pereza y otro por
necesidad se dejó convencer y salió del local con el aparato bajo el brazo. Ya
en su casa estudió con cuidado la caja pero poco pudo desentrañar del cartón
escrito en caracteres coreanos. Con el dibujo a la vista conectó el teléfono y
entendió que iba por buen camino cuando, tras encenderse una luz roja, la
máquina sugirió con una voz con un leve dejo oriental: “Apriete la tecla de
Review para recibir instrucciones de instalación”.
Siguió las instrucciones y logró
poner en funcionamiento su adquisición, pero a las pocas horas el mensaje se
repitió en idéntico tono: “Apriete la tecla de Review para recibir instrucciones
de instalación”. Le sorprendió la cadencia y la sensualidad que trasmitía esa
dicción evidentemente femenina. Imaginó a la mujer poseedora de esa voz, una
bella estudiante de español de alguna gran ciudad de Corea. Casi pudo verla con
su pelo renegrido y lacio y sus inmensos ojos de comic.
Volvió a cumplir con el ritual que
exigía el aparato y logró grabar un corto mensaje pidiendo que le dejasen el
recado. Aquella tarde la máquina registró la inquietud de un nuevo cliente y
las gastadas de un amigo por la derrota
de Boca. Pedro comprendió que había encontrado un sustituto para
Mariela. Pero tras reproducir los mensajes aquella voz obstinada volvió a
pedirle que pulsase la tecla para recibir instrucciones.
Al principio su insistencia le dio
risa y dedicó toda una madrugada a oprimir una a una las teclas del aparato
para detener aquel mensaje. Pero, toda vez que se convencía de que lo había
logrado, la chica de ojos profundos volvía con sus instrucciones. En el
silencio de la noche se le antojo que aquella orden era una invitación a
dejarse guiar, una oportunidad para ponerse en manos de una bella extranjera.
Se acostumbró a aquel sonido que
pareció adueñarse de su escritorio. Volvía repetidamente tanto en la mañana
como a la tarde e incluso en la madrugada. Una y otra vez lo hacía pensar en la
locutora que pronunciaba aquella frase tan impersonal como enigmática. Casi
podía ver como inclinaba la cabeza mientras hacía una pausa casi imperceptible
después del “review”, tal vez por la dificultad que le producía ese término.
¿Sabría inglés aquella jovencita? Se imaginó que apenas conocería algunas
palabras en español, las suficientes para grabar el mensaje o para manejarse en
un viaje de placer. Frases incidentales como: “¿Dónde queda el banco más cercano?”
o “Me gustaría comer carne”. Pero no
mucho más que eso. En una madrugada en la que estaba desvelado dedicó varias
horas a imaginar como sonaría una declaración de amor de la propietaria de
aquel modo de decir tan particular.
Después de varios meses se había
acostumbrado a aquel sonsonete que su contestador repetía incesantemente. Una y otra vez,
cuando entraba en su escritorio su mujer refunfuñaba y le pedía que hiciese
valer la garantía del aparato y le quitase aquel molesto mensaje. Pero él
argumentaba que no quería pasar ni un día sin contestador y se negaba a
desenchufar el teléfono siquiera por una
noche.
Desde entonces sus insomnios se
hicieron más frecuentes y la mañana lo encontraba en el escritorio a veces
leyendo, otras escribiendo, las más dormitando con la compañía recurrente de
aquel mensaje. Siempre esperaba con deleite aquella instrucción sin sentido que
se le antojaba un consejo de vida, una invitación a ser feliz. Con al casa en
silencio, la jovencita oriental le proponía una aventura fugaz en tierras
recónditas, de las que volvía pleno.
Con aquella voz en el escritorio a
Pedro dejaron de importarte los avatares de su trabajo, las discusiones con su
mujer e incluso la tristeza que solía producirle ver que sus hijos estaban
creciendo y pronto empezarían a abandonar el nido. Aunque era consciente que no
tenía sentido, pensaba que en los momentos de dificultades, de soledad o
incertidumbre la chica oriental estaría a su lado para tenderle una mano, darle
un consejo o simplemente hacerle compañía. Llegó a pensar que en aquel mensaje
sencillo que ordenaba pulsar un botón había escondida una clave para enderezar
su vida y encaminarla hacia la plenitud. Que sólo era cuestión de tiempo y un
día podría decodificarla.
No llegó a hacerlo. Unos días antes
de que se cumpliesen seis meses de la llegada del aparato a su vida, su mujer
recordó que expiraba la garantía y decidió hacerla valer. Una mañana Pedro encontró otro contestador en la mesita del
teléfono en su escritorio. Sin duda era más moderno y atractivo, con decenas de
botones y luces de colores y una marca japonesa de renombre. “Me dijeron que el
otro era de una partida que llegó fallada. Que después de eso decidieron no
comprarle más a los coreanos. Con éste no vas a tener problemas”, se entusiasmó su mujer sin saber que le había
quitado una de las pocas razones que le quedaban al hombre para vivir.
hermoso blog
ResponderEliminarhermoso blog
ResponderEliminarhermoso blog
ResponderEliminarMuchas gracias en nombre de los editores del blog, Eva y Carlos
ResponderEliminarCariños
felicitaciones
Eliminarhermoso blog.felicitaciones!!
EliminarEsas pequeñas grandes cosas...
ResponderEliminarEsas pequeñas grandes cosas...
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