A Carlos Mujica, mártir
“No pasarán” (lema revolucionario de la República Anarquista de Cataluña, utilizado ante el avance de la Falange Fascista de Franco)
Carlos estaba maniatado en una silla de metal. Tenía puesta una capucha negra y sólo podía ver por debajo de ella, a los pies de sus captores.
Hacía una semana que lo habían sacado de la casa parroquial, allá en la villa. Unos hombres de civil, en varios Ford Falcon verdes. Lo habían metido en un baúl a las piñas y no había tenido la más mínima posibilidad de defenderse. Luego de varias horas de recorrida lo bajaron y entre puntapiés, insultos y golpes lo depositaron en un salón que se le antojaba grande por la acústica. Cada dos o tres horas - calculaba - le pegaban sistemáticamente uno o dos hombres. Los puñetazos eran en el estómago, en la cara, en los genitales. Luego lo dejaban tomar aire y lo insultaban de mil maneras. “Cura rojo”, “Subversivo de mierda”, “Curita de los pobres del orto” y cosas por el estilo.
Luego de lo que creyó sería una semana, lo encerraron en un calabozo diminuto y le sacaron la capucha. Era una celda de dos por dos, con una palangana, una bacinilla y una cama empotrada en la pared, y sobre ella había un remedo de colchón desvencijado. “He estado en lugares peores”, se dijo a sí mismo, y por vez primera en varios días pudo dormir un rato.
Carlos era el cura de los pobres, uno de los tantos sacerdotes del Tercer Mundo que, con su prédica y sus actos habían dado vuelta la villa de la noche a la mañana. El 24 de marzo del 76 los militares dieron el golpe y a él lo fueron a buscar en no más de dos días después. El estimaba que en esos momentos Hesayne, De Nevares o Novack estarían dando vuelta cielo y tierra para ubicarlo, pero no estaba muy seguro que digamos. No estaba seguro de nada en realidad. Le dolía todo su cuerpo, hasta el último de los músculos y la cara se le adivinaba una masa amoratada e informe y le daba gracias a Dios de no tener a mano un espejo donde ver los estragos de la tortura.
Luego de un par de días de descanso vino lo peor. Lo sacaban con meticulosa puntualidad a media mañana y lo llevaban, esta vez sin capucha alguna a una pieza cercana y lo ataban a una silla de metal. Con preguntas tales como “Cantá, hijo de puta, quiénes son tus contactos” o “Cuántas armas tienen en la villa, quién es tu superior” y cosas de ese estilo comenzaron las sesiones en serio. Trajeron algo que enseguida identificó como una picana. 220 volts de potencia y se la aplicaban en las encías, en los genitales, en el cuello, en las orejas. Al principio eran dos o tres minutos y quedaba en un estado de shock como si le hubiesen arrancado partes enteras. A cada pregunta le seguía un picanazo. Como él se limitaba a rezar el Padrenuestro en voz alta, eso le daba a sus torturadores más y más furia. Con lo que cada sesión era infinitamente peor que la otra. Lo tiraban en su celda y le arrojaban algo parecido a pan y le decían “Nada de bebida, que si tomás algo te vas para el otro lado”.
A las dos semanas Carlos había perdido la audición de su oído izquierdo y del resto del cuerpo no sentía absolutamente nada. En cada sesión lo llevaban entre dos de los hombros porque ya no podía ni caminar, pues la picana había pasado hasta por la planta de sus pies.
Carlos no sabía cuánto tiempo más resistiría. Por su alma no se preocupaba, pero el cuerpo era tan sagrado como el alma y el cura de la esperanza ya la había perdido toda. Ese martirio habrá durado al menos dos semanas. Luego llamaron a un médico que lo revisó con displicencia y dio su veredicto: “Este ya está más del otro lado que de éste, muchachos, me parece que se les fue la mano”.
Cuando se fue a dormir esa noche o día, daba lo mismo porque ahí no existían ni los días ni las noches, se durmió profundamente por horas, creyó él. A la mañana le trajeron una sotana impecable, lo bañaron, y hasta lo perfumaron. En el piso de un auto hicieron horas de recorrido hasta que llegaron a un lugar que adivinó el Aeroparque del Palomar. El más grandote – y menos cruel – de sus captores, le puso sobre la palma de la mano algo que le pareció un pasaporte y le dijo: “Zafaste por un pelo, curita, te vas a Roma”. Le pusieron un bolso en el hombro y lo subieron al avión. Cuando se quiso dar cuenta, estaba bajando la escalerilla y frente a él lo esperaba el Cardenal Pironio. Se fundieron en un abrazo. Con todo el amor que un hombre puede tener por otro. El prelado lo tomó de los hombros y sin decirle nada lo introdujo en su auto, el cual llegó a las puertas del Vaticano. Allí dos monjitas solícitas le lavaban las heridas mientras cantaban despacito una versión en latín del “Salve”. Así, entre curaciones, caricias y afectos lo arroparon en su mullida cama y se despidieron de él con bendiciones.
Al abrir los ojos los gorilas lo sacaron de la celda, lo encapucharon y lo subieron a un auto. Lo llevaron a un lugar que creyó era el Aeroparque del Palomar. Pero no le dieron ningún pasaporte. Lo pusieron en un avión que adivinó era un Hércules. Había como treinta en sus mismas condiciones. Maniatados y torturados, sentados unos frente a otros. A la media hora salió el que supuso era el de principal rango y les dijo: “Subversivos hijos de re mil putas. Hasta acá llegaron. Con la Patria no se jode, y ustedes la quisieron joder. Así que a volar pajaritos. El que tenga alas que aproveche ahora, porque es su oportunidad”. Mientras tanto los compañeros de aquél hombre largaban sonoras carcajadas.
Les fueron sacando uno a uno las esposas y los animaban a saltar en fila india por una inmensa puerta. El viento impiadoso azotaba sus caras. Y a cada uno de ellos los empujaban hacia abajo al grito de “¡¡¡Va marxista!!!!”. Carlos jamás vio en su vida un mar tan celeste y profundo como ése. Desde arriba y desde dentro. La piedra atada en los pies lo dejó bien en el fondo. Mientras veía las maravillas de la naturaleza pasar por delante de sus ojos, con su alma comenzó: “Dios te salve, Reina y Madre de misericordia, vida y dulzura esperanza nuestra….."
Tremendo
ResponderEliminarCarlos, impresionante tu electrizante y más que sensible relato sobre una verdad a gritos... Aquí en Mendoza, en el dique el Carrizal hay varios... El helicóptero de noche y después impactos en el agua que seguramente no eran bolsas de papas... Retrato testimonial. Para eso estamos los escritores y recordamos algo Carlitos: «Prefiero morir sobre las letras y no vivir en el silencio». Jorge Judah.
ResponderEliminarMuchas gracias, tanto a Ramón Cabrera como a Jorge Cameron, por elogiar este humilde cuento que ha sido nada más que un homenaje a quien supo dar la vida por sus ideales. Abrazos a ambos
ResponderEliminarEva y Carlos
Editores de "Todas las Artes"