No quiero que te juntes más con esa chica.
Por qué.
Porque no me gusta.
Eunice es buena.
No basta, tiene algo raro, no quiero que estés con ella- dijo mi madre.
Eunice era rara, sí. De lejos no se sabía si era hombre o mujer...
Así que ya sabes.
Sí, mamá. No voy a pasar más la tarde con ella, le diré que no venga más a casa, que no hable más por teléfono, yo tampoco iré, qué más quieres.
Que te la saques de la cabeza.
No podía, porque Eunice estaba en mí todo el tiempo, Desde el día que la crucé en el patio de la escuela y me clavó una mirada penetrante azul y me sentí protegida no sólo de mi madre sino del mundo.
Me llamó la atención su manera de caminar, decida y varonil, la forma de sostener el cigarrillo me recordaba a mi padre, todo en ella era extraño, no había formas de mujer.
Cómo te llamas, me preguntó.
Dolores.
Se te nota.
Qué.
Los dolores.
Adónde.
En todo.
En todo.
Era verdad. Mi madre me dolía con su dureza, con su lejanía, con sus enojos de todos los días, cualquier cosa la sacaba de quicio. Pienso que fue desde que se separó de papá y yo pasé a ser una pelota que iba de arco a arco, en uno estaba ella y en el otro, él.
Si cuando estaban juntos la vida era un infierno, desde que se divorciaron fue peor, por lo menos para mí. Yo les molestaba a los dos. Así que mi niñez y mis primeros andares en la adolescencia estaban llenos de temblores, de pequeños miedos, de una piedrita que me apretaba el corazón sin que hubiera una mano caricia.
Fue cuando apareció Eunice.
Bastó que me mirara para saber que quería estar con ella siempre.
Mitad hombre, mitad mujer. O como las leyendas que nos contaba la profesora de Historia donde había mujeres con cola de pez y ojos de palomas que a la hora de los fuegos se transformaban en halcones.
Mi madre la agredía con palabras que se estrellaban contra una Eunice silenciosa que se apoyaba en la puerta de mi casa para preguntarme cómo estás y yo entonces le contaba.
No entendía por qué Eunice podía ser un peligro para mí. ¿Peligro de qué y por qué?
No te das cuenta cómo es gritó mi madre.
Pensé que no era culpable de su altura descomunal, de sus hombros cuadrados, de la falta de senos, de sus caderas estrechas y sin formas, de la nuez de Adán que sobresalía de su cuello. Nunca se le vieron las piernas y en el colegio se corrió la voz de que había nacido llorando y que tenía una enorme cicatriz que iba desde el talón hasta la cintura y que esa era la razón por la cual no usaba polleras.
Y ten cuidado porque te va a llevar por mal camino.
A los doce años lo único que se desea es el amor y yo no tenía nada .Y nadie me explicó cómo era un mal camino. Tampoco me dijeron cómo era el bueno.
Mi madre amenazó: te voy a llevar a un psicólogo porque cuando te llamó anoche por teléfono yo escuché.
Que escuchaste mamá.
Cómo cambiaba tu voz, ¿sabes, lo que parecías?
No.
Una mujer enamorada o no te das cuenta de lo que te pasa. Ya mismo voy a hablar con el psicólogo.
Hola doctor.
Hola Dolores.
Quieres contarme.
No sé qué doctor, mi madre odia a Eunice porque dice que se parece a un hombre Y que yo estoy enamorada de ella. Amenaza con encerrarme pupila, y hablar con la directora.
Y vos, que sentís.
Que me duele el corazón, tengo una piedra acá doctor, un peso y cuando Eunice me escucha me saca la piedra.
Con sólo escucharte.
Con estar cerca, nada más que eso.
Y qué es estar cerca para vos.
No lo puedo explicar, pero la necesito y ella también. Mi madre me tortura con cosas que no entiendo pero me asustan.
Tranquila Dolores. Hablaré con ella.
No entiende doctor. No escucha.
¿Qué me pasa doctor, qué tengo?
Un corazón que galopa.
Y qué hago.
Déjalo andar.
Y me fui.
Mi madre siguió con sus amenazas y sus insultos.
Con Eunice tocamos la piel de los árboles, remontamos un barrilete hecho con plumas verdes, pusimos una naranja azul sobre un mantel blanco, caminamos calles largas tomadas de la mano, me dijo que nunca había querido a nadie como a mí, y que al igual que yo, tampoco podía entender.
En el colegio nos empezaron a mirar como si fuéramos una peste. Nos echaron.
Mi madre acusó a Eunice Miranda de homosexual.
A pesar de las amenazas, .Eunice me siguió esperando en la puerta de casa para preguntarme siempre lo mismo.
Y el tiempo pasaba entre rugidos y silencios.
Han pasado quince años desde que me dijo te quiero.
Mi madre me echó tan sólo porque una tarde cerré la puerta de la casa y abrí una ventana que da al mar para mirar cómo Eunice Miranda suelta globos azules entre las olas.
Te felicito Silvia precioso relato
ResponderEliminarsaludos
Gracias Lilian por seguir este humilde espacio y gracias Silvia por compartir generosamente sus creaciones con nosotros
ResponderEliminarEva y Carlos
Editores de "Todas las Artes"