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jueves, 9 de febrero de 2012

QUELITA, por Eva Marabotto, de Buenos Aires, Argentina

Seguro que si te la nombro te acordás. Llegó al pueblo cuando estábamos en la secundaria. Se llamaba Raquel y le decíamos Quelita. Tenía unos inmensos ojos de gata y una figura espectacular. Y para qué te voy a hablar de su melena castaña y leonina con una onda rebelde que se empeñaba en tapar uno de sus ojos. Pero lo más lindo de Quelita, y en eso estábamos todos de acuerdo, era su voz. Una voz grave y aterciopelada, capaz de adquirir las más diversas inflexiones. Podía ser melancólica, seria y recatada o juguetona y festiva.
            Muchos se habían cruzado a la chica de ojos de gata cuando venía los fines de semana a visitar a su papá, que era el dueño de la radio. Pero ninguno de los que suspiraba por la conductora del programa del sábado a la noche sabían que era la misma Raquelita.
            Años después me contaron que el padre quería que se educase en un colegio de monjas y por eso la había dejado pupila en Trenque Lauquen. Pero no podía impedir que los fines de semana “la nena” viniese a visitarlo. Para entretenerla e impedir que saliese a exhibir su belleza por el pueblo, el hombre la había dejado a cargo del programa ómnibus de la noche del sábado. Así la tenía a mano en el horario en que las chicas salían a dar la vuelta al perro para conseguir novio y los muchachos tiburoneábamos en torno de ellas.
            Pasó que llegó un momento en que semejante proyecto de mujer como era Raquelita comenzó a molestarles a  las monjitas de Trenque Lauquen. La chica no tenía culpa, no lo hacía concientemente, pero no podía evitar que todo hombre que entraba en la escuela cayera rendido a sus pies. Pasaba con el muchacho de mantenimiento que vivía buscando excusas para ingresar a la espaciosa habitación donde dormían las pupilas. Pero también con el viejo carpintero, los repartidores de pan y leche y el joven doctor que llegaba para atender a las enfermas. Después de que un muchacho trepó el paredón del colegio para ver a Quelita, a quien apenas había atisbado mientras ella iba con las monjitas a la Misa de Gallo de la Catedral, las buenas hermanas le pidieron al padre que se llevara la nena a otra parte ya que no estaban capacitadas para cuidar semejante tesoro.
            Así fue como la bella aterrizó con todos sus encantos en el 5to año del Colegio Nacional del pueblo. Fue escucharla hablar con esa voz tan suya y que todos reconociésemos en ella a la conductora del sábado a la noche. Y ahí se encendieron las pasiones. Creo que no me equivoco si te digo que no quedó ni uno de los pibes del curso sin enamorase de Quelita. Nos peleábamos por prestarle los apuntes, mostrarle el camino a la preceptoría y recomendarle la mejor librería para comprar los útiles.
            Claro que algunos nos lo tomamos más en serio y nos empeñamos en conquistar el corazón de la chica de los ojos de gata. Pero no era cuestión de pelearse con los amigos. Así que el Negro, Carlitos y yo que éramos los más emperrados en enamorarla, y, a la vez, los más confiados en nuestro talento para el verso, armamos una especie de competencia con reglas bastante claras y plazos inamovibles.
            De entrada estuvo claro que en la carrera por ganarnos a Quelita no estaban permitidas las malas artes. Quedaba descartado hablarle de que el rival tenía una enfermedad terminal, o cualquier grado de impotencia y menos todavía insinuar su homosexualidad. Fijamos un tope para los regalos. No era cuestión de impresionarla sólo por el tamaño de la inversión. Finalmente echamos a la suerte el orden en que íbamos a cortejarla, para no superponernos.
            Me tocó ser el primero y aproveché que lo mío eran los deportes para impresionarla con mi destreza física. Lo primero fue el gol del triunfo que le dediqué en el partido de fútbol que jugamos contra el colegio de un pueblo vecino. Y después le ofrendé el trofeo que me dieron cuando ganamos el torneo. A los pocos días fue una medalla en un campeonato de salto ecuestre, un capricho de mi madre. Trascartón llegó un diploma por batir el record de salto en alto en un intercolegial, que le hice llevar con una amable dedicatoria por Alfonso, el hijo del almacenero, un pibe simplote y servicial al que los muchachos usábamos de cadete todo servicio. Quelita me agradeció cada una de mis atenciones, pero comentó con una amiga de mi hermana menor que mis favores la apabullaban.
            Correspondía que le pasase la posta al Negro, y él fue a lo clásico. Durante más de veinte días le dejó a la chica un poema debajo del banco. Los firmaba “El Negro” con la secreta esperanza de que ella no reconociese la pluma de Rubén Darío, Bécquer y Baldomero Fernández Moreno. Con el último poema que era un soneto de Lope de Vega que habíamos aprendido de memoria el año anterior en la clase de Literatura, agregó algunas líneas pidiéndole que le concediese un paseo por la plaza. Esta vez no dejó la carta en el banco. La llevó Alfonso, que siempre estaba dispuesto, junto a un ramo de rosas robadas del jardín de Doña Blanca, la mamá del Negro. Pero no hubo respuesta y el galán se resignó a dejarle el turno a Carlitos.
            Nuestro amigo recurrió a los contactos de su tío Raúl un guitarrero de ley y juntos reclutaron a unos cuantos cantores y músicos para sorprender a Raquel con una serenata.  Como la concurrencia escaseaba sumaron también a Alfonso, que, a decir verdad ni cantaba ni tocaba, pero hacía número con su sonrisa imperturbable, como si estuviese más allá del bien y del mal. La homenajearon un sábado a la salida de la radio. Ella agradeció efusivamente a cada uno de los presentes y los invitó a tocar en vivo en su programa. Pero no tuvo ninguna diferencia con el enamorado Carlitos.
            Nos tuvimos que dar por vencidos y aceptar que esa voz y esa figura no eran para nosotros. La imaginamos de la mano de alguna estrella del Club del Clan, o un locutor famoso de una radio de Buenos Aires. Para nosotros Quelita reservaba palabras amables, palmadas en el hombro y la dedicatoria de algún tango en su programa de radio. Pero jamás íbamos a tener sus labios carnosos, sus palabras sensuales o el placer de pasear por la plaza con el brazo alrededor de su cintura cimbreante.
            Una mañana apareció en la escuela acompañada por Alfonso. El la dejó en la puerta y prometió esperarla a la salida. Desde entonces no se separaron nunca. En el pueblo nadie entendía que veía Quelita en el muchacho de pocas luces y modales torpes. Creo que ella se enterneció y, cuando se quiso acordar, estaba metida hasta la cabeza.
            Volví al pueblo hace unos meses porque falleció uno de mis tíos. Me crucé con Quelita y Alfonso que visitaban amigos. Tienen tres hijos que estudian en Buenos Aires. Ella es todavía una hermosa mujer. El sigue igual de simple. Pero se ve que se quieren como en la secundaria. Creo que después de todo, ganó el mejor.

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