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viernes, 11 de noviembre de 2011

CARAMELOS Y POESÍA, por Santiago Bao, de Villa Gessel, Argentina

El que fuésemos tan pobre y huérfanos no les daba derecho.
Tendría ocho o nueve años. Pobrísimos y huérfanos en ese caserón sombrío.
Recuerdo que un sábado nos dijeron que el domingo íbamos a estar invitados a una fiesta que se realizaría en el establecimiento. Era el aniversario de la muerte de una especie de prócer del pueblo. Una mujer que escribió poesía y que debía de estar como doscientos escalones por encima de nosotros.
La mañana del domingo nos reunieron a todos en el salón. La Directora presentó a quien iba a presidir el acto. Era una gorda a la que nunca se le caía una sonrisa cristalizada y estúpida de su rostro rechoncho.
Hizo traer un canasto chato del que se asomaban unos paquetitos multicolores atados con cintitas coloridas.
-Estamos reunidos aquí para festejar la memoria de quien fue la excelsa poetisa Clotilde Lea Montilla-
-Para eso-, prosiguió con su voz aniñada que no se asociaba a su físico rotundo, - nada mejor que un recuerdo dulce.-
Bueno, por fin, pensé, deben ser caramelos, de los grandes y los van a distribuir entre nosotros. Ya ni me acordaba cuando fue la última vez que había disfrutado de uno.
A medida que pasaban los minutos se incrementaba mi ansiedad. hasta que llegó el momento de la entrega.
-Bueno chicos, acérquense de uno a la vez y retiren dos de los paquetitos que están en la canasta.-
Se dirigía nosotros como si fuésemos perritos.
-Y no vayan a abrirlos hasta que yo les diga.-
Tomé dos y regresé a mi sitio. Esta bien, hasta que vos digas, Angelita que no puede remontar vuelo por cuestiones de peso.
-Antes les voy a leer una poesía de nuestra exquisita y recordada poetisa.-
Y se largó con “Dulce llanura”. Una aburrida lectura que no veía el momento que terminara.
-Y ahora chicos, el premio, pueden abrir los paquetitos y se van a encontrar con una sorpresa que espero les guste.-, dijo con voz melosa.
Como cuando el viento arrastra las hojas secas del otoño se escuchó el mismo ruido de papeles multicolores al rasgarse los envoltorios.
Y sí que fue una maldita sorpresa porque en lugar de los deseados caramelos descubrimos unos rollitos de cartulina escritos con letra adornada.
-Bien chicos, ahí tienen para que se alegren, otras bellas y dulces poesías de nuestra gran poetisa a quien hoy recordamos con muchas admiración y cariño.-, y luego, -¿hay alguien que quiera leer una de estas poesías?-
El silencio fue unánime.
-Bueno chicos, ya las leerán más tarde.-, continuó imperturbable.
Como me hubiese gustado en ese momento atragantarla con los papeles de colores y las poesías.
Con el tiempo pude asistir a otras celebraciones parecidas en las que sólo cambiaban los papeles y las cintitas. Y cada vez la indignación era más intensa, especialmente porque no era posible que no se diera cuenta que odiábamos ese despliegue engañoso.
Después de los quince años fui a trabajar por escasos salarios y ahora a los veinte, regresé al establecimiento en donde realizo tareas variadas, desde ayudante de oficina a jardinero.
El domingo pasado fue otro maldito aniversario de la difunta poetisa prócer. Y no tuvieron mejor idea que asignarme la tarea de acomodar los paquetitos en la misma canasta y transportarla al salón para el acto recordatorio.
Esta vez lo habían reservado para los más chicos. A los otros los llevaron a una granja con la excusa de que iban a enseñarles como eran las tareas. Y digo con la excusa porque los hacían trabajar gratis.
Cuando llegó la parte de ordenarles que abrieran los paquetitos, hervía de indignación.
La gorda sonriente dijo como siempre: -Bueno chicos, ahora van a…- Hasta ahí la dejé llegar. Agarré un puñado de paquetitos dorados –esta vez le tocaba ser dorados-, y abriéndole la boca se los embutí adentro en un amasijo de papeles y palabras agobiantes.
Aún así, me miraba incrédula, mansa, sin entender.
Mi intención era darle un escarmiento y callarla definitivamente para esos actos inaguantables y tramposos.
Yo que iba a saber, Su Señoría, que era asmática.

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