(Este cuento ganó el PRIMER PREMIO RELATOS SEMANA NEGRA DE GIJON 2002)
López se vio obligado a esperar hasta pasadas las tres de la madrugada del día de Corpus, frente a una interminable serie de humeantes tazas de café, el previsible aviso del servicio de recogida de basuras. Mató el tiempo, como de costumbre, examinando fichas, documentos y expedientes, sin que su charla con los compañeros fuera más allá de unos cuantos secos monosílabos. En realidad nunca hablaba demasiado. A una llamada de su mujer había contestado de malos modos, con más desprecio que fastidio. Taciturno, sus pensamientos iban por otro lado. Había bebido esa tarde y fumado mucha marihuana. Luego.... Una nueva llamada de ella, alrededor de las doce, importunándolo con estúpidos asuntos domésticos, hizo que su mano izquierda se cerrara airada en un puño apretado. Colgó el aparato bruscamente, sin ni siquiera esperar a que ella terminara.
Echó una ojeada por encima de sus gafas. Cada cual se ocupaba de lo suyo. Los teléfonos no cesaban de sonar. Asuntos triviales. Un robo, un altercado en una discoteca, un borracho armando escándalo por las calles... Lo acostumbrado. López respiró hondo, e impaciente encendió un cigarrillo que apagó enseguida para a los pocos segundos encender otro que no tardó en aplastar en el cenicero rebosante de colillas. Luego se sacó del bolsillo la pequeña navaja que siempre llevaba consigo y se dispuso a afilar un lápiz. Antes la inspeccionó por ambos lados a la luz de su flexo. Se sonrió por lo bajo. Las virutas fueron cayendo sobre la mesa, primero a intervalos muy espaciados, con un corte lento y regular. Se entretuvo en ir formando con ellas un pequeño montículo. Se cansó pronto, nervioso, y en vez de afilar comenzó a atacar el lápiz con saña. Las virutas, saltaban aquí y allá o caían al suelo. El lápiz se partió en dos. Masculló una blasfemia y clavó la navaja en la mesa.
-Mierda de lápices.
Estaban ya acostumbrados a sus arranques, de modo que todos, después de la curiosidad inicial, se enfrascaron de nuevo en la rutina nocturna.
La noticia que aguardaba López llegó a comisaria a las tres y siete minutos. “No tendrá más de once años...” Las palabras del informante se atropellaban las unas a las otras. La comunicación, además, posiblemente por falta de cobertura del móvil, era deficiente. Hubo que hacerle repetir un par de veces lo mismo. El asesino, dijo, respondiendo nervioso a las preguntas de la policía, había colocado a la niña dentro de una caja grande. Parecía tener algo mutilado. La sangre y la lluvia habían reblandecido el cartón y cuando quisieron levantar la caja para arrojarla dentro del camión de la basura –“¿cómo ibamos a saber lo que contenía?”-, el fondo se hundió y el cadáver quedó en el suelo, sobre la acera sucia, como un escombro más. Le ordenaron que esperara, que nadie se moviera ni tocara nada. En menos de veinte minutos López y una dotación policial ya estaban en el lugar del suceso, rodeando a la víctima bajo una fina y persistente cortina de agua. Fue entonces cuando, al contemplar su cuerpo desnudo ensangrentado, su sexo al descubierto bajo las braguitas azules desgarradas, el rostro quemado por el ácido y las orejas mordidas, con toda seguridad por una rata de cloaca, sintió parecida excitación a la que había experimentado bastantes horas antes al encarnizarse con la muchacha. El inspector pudo fijarse ahora, además, sin prisas, en la media melena de cabellos negros y lacios chamuscados por las puntas que, húmeda y aplastada sobre el cráneo, le cubría parte de la frente y de los ojos, cuya mirada abierta y fija conservaba intactas las huellas del sufrimiento; y principalmente en sus pezones, gruesos y oscuros, castigados por múltiples moratones y hondos navajazos. López le tocó el vientre con las puntas de los dedos y notó en las yemas el tacto de la muerte, aguado por la llovizna. La noche primaveral, desusadamente gélida y desapacible, hacía más acusado el enfriamiento del cadáver. Esa sensación le acrecentó el deseo, la súbita y fuerte erección. Se acercó a uno de los portales abiertos, apestoso de excrementos, y orinó en su interior, encima de los primeros peldaños. En aquel callejón sin salida, mendigos y prostitutas se refugiaban a menudo en los zaguanes de los edificios medio abandonados para satisfacer sus necesidades. A López, el chorro lento, delgado, intermitente a causa de su pene endurecido, le produjo un rápido y momentáneo desahogo. Todavía se abrochaba la bragueta cuando otro coche de comisaria con el juez y una ambulancia se detuvieron en la esquina para las primeras diligencias
No demoró mucho el levantamiento del cadáver. López alegó cansancio para no regresar a comisaría. Sin embargo calló la intención de no irse enseguida a su casa. Se subió las solapas de la gabardina, se caló el sombrero y esperó sin prisas a que el sonido de las sirenas dejara de oirse. Luego, por las estrechas callejuelas del Coso Viejo, que conformaban un tortuoso laberinto entre la catedral, la iglesia de San Justo y el asilo abandonado, alcanzó el antiguo campo de fútbol. Había cesado de lloviznar. Tal vez estuviera amaneciendo, pero el cielo cargado de nubes compactas retenía celosamente las últimas sombras de la noche. La cancela chirrió por el óxido. Una voz invisible tosió, se quejó, murmuró algo bajo la bóveda de ladrillo; otras sombras, éstas humanas, se deslizaron huidizas a lo largo de los muros desconchados y mohosos. En la oscuridad rodó un objeto, López escuchó pasos precipitados, siseos, una cerilla quemó su fósforo durante un breve segundo. Pero el inspector conocía bien el camino, cada uno de los obstáculos con los que podía tropezar: muretes derruídos, socavones, verjas tumbadas, bidones rebosantes de inmundicias, sillas rotas, somieres y colchones desvencijados y mugrientos, peldaños carcomidos, yonkis tumbados aquí y allá comiéndose el mono o flipados por el flash... Aun asi encendió la linterna, y en el haz de luz un par de ojos brillaron asustados. Avanzó por el túnel tapándose la nariz con la mano libre. Al llegar a lo que había sido el terreno de juego, ahora un espacio árido e inhóspito sembrado de condones y jeringuillas, respiró hondo el aire casi líquido de la madrugada. Continuó hacia los vestuarios. Una puerta de madera daba paso a los urinarios. Se agachó sobre un ovillo de trapos, papeles y cartones. Zarandeó el bulto, que se incorporó sobresaltado y emitió un sordo lamento al apoyar la espalda en la pared.
-La alfalfa, inspector, -farfulló cuando alcanzó a descubrir quien tenía delante-, una mierda de boliche que me está dando un bajadón chungo.
López le enfocó la linterna a la cara. Era todo calva con unos cuantos pelos ralos, ojeras, piel verdosa, un temblor que le nacía en las comisuras de la boca y como un relámpago subía y le obligaba a pestañear del lado izquierdo.
-Eso es peor que estar amuermado –le dijo el inspector-. Pero yo cumplo. ¿Lo sabes, no?
El tipo asintió.
- Pero quíteme la chivata de delante –protestó-. Me daña la vista –Con mano insegura probó de encender una vela con un mechero-. ¿Asi pues, dio con la putilla? –preguntó, una vez prendió la llama.
-¿Lo dudabas? Mas les hubiera valido echar la mercancia al puerto que intentar chungarmela metiéndosela por el culo y el coño a la gitanilla. Ni un gramo perdono. En el Coso el bisnes es mío y quien no lo quiera entender comerá la misma mierda que el Jeremías. ¿Tú me entiendes? Pues que también lo entiendan los otros, me cago en la hostia. De una puta vez. Ahora tú te abres y te apalancas bien lejos. Que no quiero verte en meses.
-¿Y donde me aligero? –preguntó-. Hasta debajo de las piedras me encuentran. Los chivatos viven poco, inspector.
-Eso es asunto tuyo. Pero sales de pira ¡ya! como si tuvieras un cohete en el trasero. Y esto es para ti –López se sacó del bolsillo de la gabardina un paquete que le puso en una mano-. Lo convenido. Hay de todo: buco de brown, bacalao, bazuca... El doble de lo que llevaba la nena. Para que te coloques una bomba de cojones. Irás tan alto –añadió con una sonrisa de mala leche-, que ni te enterarás si te dan el chicharrón, que eres un hijo de perra, “pelado”.
El “pelado” desgarró el envoltorio. Con la punta del dedo probó un poco de polvo.
-No es basura, tio –le tranquilizó el inspector-. De buten. Vale dinero largo. Yo no trafico con porquería. Por eso me joden los tramposos. Pero el Jeremías va a cantar la gallina aunque no sea suya. De eso me encargo yo. No habrá dios que le saque del embolado. Por ahí estáte tranquilo. Lo he hecho a su manera, para que no haya dudas, y como que este es mi barrio y yo pelo la cebolla le van a caer más marrones que días tiene el mes. Todo lo tengo controlado. Diferencias entre las dos familias. Un ajuste de cuentas, y punto, en el que en vez del culero recibió la criaja.
El “pelado” se alarmó.
-¿No le habrá dado usted betún a la niña?
-Cuando me caliento, me caliento, hijoputa. Había que escarmentar –Se sacó la pistola de debajo de la sobaquera-. ¿Ves esta pipa? Cuídate de ella mucho más que del Jeremías si te vas de la lengua. Y ahora dime si la Anita anda por aquí que con la droga en la raja de la cria me ha dado apuro follarla y necesito vaciarme los huevos.
-Esa es un cabestri, inspector, la cabrita del Tomás –pretendió recordarle el “pelado”.
-¡Y a mí que me importa! A la Anita encima le gusta que la hostien, y esta noche es lo que me va. Todavía tengo rabia dentro y ni una paja me he hecho.
-Se la llevó un andoba con chupa de piel hace un rato, antes de que me viniera este puto bajón.
-¡Dios! –exclamó López.
Miró al “pelado”, encogido en el rincón, atareado inutilmente en preparar un speed-ball. Los dedos no le obedecían. El inspector largó una patada a la mezcla que de rebote tumbó al desgraciado.
-¡Te dije que te largaras! Con eso, imbecil, te coge un alucine de horas –Le acercó la pistola a la sien-. ¿Te haces el tonto o lo eres?
Le vio desaparecer al trote por las callejas. Y se prometió ocuparse de él si el Jeremías no lo liquidaba antes. Tres días, ni uno más. Una claridad gris y macilenta había descendido sobre el barrio a través de la bruma. Entró en la primera taberna abierta que encontró, donde pidió un carajillo y una copa de brandy que apuró de un trago. Luego otra, que acompañó de un cigarrillo. Cuatro o cinco parroquianos dormían en sus sillas la resaca del alcohol o las drogas. El tabernero abrió la válvula de vapor de la cafetera. Los cristales de las ventanas sudaban humedad. Una cucaracha recorrió unos cuantos centímetros de los azulejos pringosos de la barra, paró en seco y movió las antenas explorando el territorio. López aplastó la colilla en los élitros del insecto, que chisporroteó, dejó el dinero que le pareció encima del mostrador y salió sin decir nada. En la Alameda, donde comenzaba la ciudad nueva, detuvo un taxi que iba a retiro y con una propina le convenció para que le llevara a su casa, en unos edificios de la periferia. Cerró la puerta del coche con demasiada fuerza, pero no se disculpó. Tampoco contestó a un comentario trivial del taxista, que optó por callar el resto del trayecto. Con los ojos enrojecidos se puso a mirar por los cristales las calles casi vacías, los reflejos de la lluvia en el asfalto, una ventana iluminada, el autobús urbano pasando de largo por la parada desierta, un solitario transeúnte saliendo de la boca del metro. No tenía sueño, ni hambre; sólo un odio confuso, una excitación que le quemaba por dentro. Hubiera escupido en todo lo que veía.
Al llegar a su casa fue directamente a la cocina. No encontró el brandy y se sirvió un copa de orujo. El liquido le ardió mientras bajaba hacia su estómago y se preparaba una raya de coca..
Entró en el dormitorio. Su mujer dormía de costado, ajustada al borde de la cama, como siempre desde que se casaron, como si quisiera con esta posición establecer una frontera. Acabó de bajar las persianas, encendió la lámpara de la cómoda y se quitó el sombrero, la gabardina y la chaqueta, que arrojó sobre el sillón. Luego colocó pistola y pistolera en el cajón de la cómoda, se sentó en una silla y contempló en silencio las formas femeninas bajo las sábanas. Permaneció así un largo rato, imaginando el cuerpo desnudo, con el sabor dulzón del aguardiente en la boca. No sintió la menor emoción, el más ligero deseo de poseerla. Aun así un indefinible impulso le empujaba hacia ella: algo diferido, una deuda no cobrada, lo ocurrido esa noche, la Anita tal vez, ¡joder!, con la que no pudo templar su calentura. La cólera, el sexo, se dijo, son malos bichos que si no se matan, crecen. Se sacó los zapatos y se tumbó a su lado, sin despojarse del resto de la ropa. Buscó sus muslos, sus nalgas, forzó con la mano el hueco de su entrepierna. La mujer, entre el sueño y la vigilia, rezongó:
-¿Ahora?
Pero se dejó hacer, sin cambiar de postura. Cada una de las veces, a lo largo de todos los años de matrimonio, se había dejado llevar, pasiva y casi inmóvil, respondiendo con una actitud displicente o resignada a las acometidas impacientes del marido. Nada se decían durante el breve acto en el que López, al terminar, había ido sumando al aburrimiento grandes dosis de rencor, e incluso de odio. Ya no recordaba la última ocasión en que lo hicieron. En el Coso Viejo, donde él era dueño y señor, de un tiempo para acá prostitutas, travestis y algún chapero compensaban con creces sus instintos insatisfechos. Pero hoy..., ¡coño!, iba quemado. Se desabrochó la bragueta y por detrás intentó frotar con su pene fláccido, para endurecerlo, el ano de su mujer, luego la vagina, seca y cerrada entre los muslos. No notó respuesta alguna en su miembro. Deslizó las manos por su espalda y sus hombros, acarició su nuca, ensortijó con los dedos sus cabellos despeinados...
De pronto dejó de ser ella, su esposa. Nunca supo decir cuando ni cómo ni porqué, por mucho que le interrogaron. Pero, aseguró, se vio en el Coso, en el maloliente callejón; vio a la niña, empapada en sangre, y a la travesti, tendida a sus pies de una bofetada mientras él le introducía la polla en la boca. Vio dolor y muerte, y más sangre, y pólvora y humo. Todo le cambió. Y entonces la penetró con fuerza, bestialmente, mientras apretaba, apretaba, apretaba su cuello hasta matarla.
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