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martes, 8 de noviembre de 2011

XENOFOBIA, por Leo Sle, de Buenos Aires, Argentina


                   --Tenho fame
                   --Tenho sonho.
        Repetíamos por riguroso turno. Uno famélico, el otro arrastrando sus pasos sobre el asfalto o la banquina, tropezando y pisando cuanto charco barroso existiera, en esa ruta, hacia la casa y la aventura, por riguroso orden.
       
       Veníamos de penar alegrías en Paso de los Libres. Confraternidad latinoamericana: tres argentinos, cuatro brasileños, un peruano.

         El carnaval se hacía oír si una oreja en tierra prestaba atención. Se generaba en sus múltiples guaridas, y a puro redoble, ensayándose, se bailaba.

        Era hora de dejar la bohemia, el quietismo, la guitarra de palo verde, el canto común a todas las voces en lunfa, giria y limeño. Era hora de ir a buscar su origen.

         Estallamos como esporas, en todas direcciones. Quienes iban para el Sur, quienes para el Norte. Otros nos adentrábamos en el anhelado “país tropical”.
                   A mí me tocó, Serginho, un brasilerito bajito y nervudo que volviendo a su casa de Belo Horizonte, me servía de guía en su tierra, así como yo lo había sido en la mía.

Ridículos centavos tintineaban en nuestros bolsillos, en tanto los cacharros vacíos, pendiendo de nuestras mochilas, protestaban su hambre de provisiones.

Mi acompañante, siempre ensoñado con las pastas manjarientas que le preparaba su madre, en su ciudad, que según decía, tenía un “Bello Horizonte”, estiraba el cuello, abría desmesuradamente las aletas de su nariz, entrecerraba los ojos y decía algo como: “Mia mae esta-me esperando, con os macarroes, e o frango, bein quente, gostoso, e com cerveija refrigerada”.

Yo, como para contrarrestar mi envidia de su fantástica certeza y del hambre real, intentaba olvidar mis pesares durmiendo cuanto podía; siempre tenía sueño.

Nuestros pulgares de ambas manos, doloridos y ya inservibles, no se extendían. Nos preguntábamos para qué, si parecían años de caminar sin que nadie nos levantara un par de kilómetros.

Cayendo la noche, con las piernas acalambradas, los pies hinchados y el hambre aullando dentro de nuestras tripas, divisamos en el horizonte, luces de población y nubes de granizo.

Este, llegó primero, y escrupuloso, nos azotó concienzudamente durante el kilometro y medio que restaba para llegar al poblado.

Doloridos por el castigo celeste, empapados, chorreando agua por fuera y bilis por dentro, llegamos a nuestro destino manifiesto. Este no era más que una estación de servicio en  el exacto centro de la nada

Apoyadas las espaldas contra una pared, bajo un alero, maldecíamos a nuestra fortuna en dos idiomas y a dos voces.

Serginho se levantó y como pudo, a borbotones, me dijo que iba a vender el reloj para pagarse un pasaje a su casa. Prontamente regresó y frustrado en su intento descubrió a mis oídos toda la riqueza de la lengua de Amado –en cuanto a puteadas se refiere-- para mí hasta entonces desconocida.

Entretanto mi guía local se desfogaba, se nos acercó un señor mayor, preguntando si lo podíamos ayudar. Su auto había quedado encajado en un camino vecinal no lejos de allí. Perdido por perdido y ante la frágil promesa de un impreciso pago, accedimos a ayudarlo.

Yo con la precisión milimétrica que me había caracterizado ese día, no atiné más que a  hundirme hasta los tobillos en un pozo de barro pringoso adyacente al vehículo a desencajar.

Hube de ponerme a salvo primero. Luego, resbalando, escupiendo bronca y saliva, cinchando como un mulo junto a mi compañero de yunta, alivianamos de su desgracia al prometedor habitante del sur de Brasil; comarca bella, si las hay. ¡Que lo parió!.

Esa noche todo parecía venir de a pares: éramos dos desgraciados, hablábamos dos idiomas, nos habían convidado con dos cigarrillos, y nuestro benefactor nos premió con café con  leche con dos “bolinhos” para cada uno.

Hablando con mi compañero de ruta, pues yo era extranjero y argentino para mayor contrariedad, nuestro filántropo, ofreció llevarnos hasta Vaquería, a ciento dos kilómetros de donde estábamos. Era un sensible progreso en nuestro viaje.

Subimos al auto y a poco de andar, parafraseando al tango, mi cuerpo enfermo no resistió más, y me dormí profundamente. Desperté como si resucitara, por obra de una nada cordial sacudida.

Estábamos en un llano corto, en la ruta de montaña. Una plaza, un grifo con agua potable. Del  otro lado de la ruta algunas casuchas miserables, de madera despintada y un cartel indicando “Vaquería 2 Km.” Habíamos llegado.

Siendo este sitio el único plano en kilómetros y con agua potable, era parada obligada de grandes camiones que llenaban sus escasos doscientos  metros. La más elemental ecuación indicaba: larguísimo camino + agua /parada de camiones =  putas.

Debían ser pocas o eficaces en su oficio, porque coches particulares y hasta taxis se detenían fugaces ante la plaza, levantándolas, no sin regatear sonoramente.

Serginho y un servidor, mojados como buzos, tratábamos de extraer alguna prenda seca de nuestras mochilas. Entretanto fumábamos nuestros cigarrillos enclenques, que chisporroteaban a cada pitada.

La vimos arribar a la plazoleta. Era singular, por lo joven –las demás evidenciaban su veteranía- y por su indumentaria. Pollera roja muy ajustada y corta y blusa azul pegada al busto. Ambos colores, restallantes. La piel cetrina y un leve enrulado del cabello, negro y abundante, denotaban su origen zambo, con algún toque de cuarterona.

El brasilerito logró rescatar de mi mochila una toalla de mano, razonablemente seca. Se enjugó el rostro, dio dos furiosas pitadas a su cigarrillo, la miró fijamente y corto de verbo me indicó

--Espera aquí-- y cruzó la calle.

Encaró a su presa y comenzó a hablar. Hablaba y movía los brazos, ora en una dirección, ora en otra, a veces señalándome a mí, rogando a su interlocutora las más de las veces.

Tras el paso de un micro de larga distancia que se interpuso entre nosotros, no los volví a ver. Se los había tragado la tierra, o se habían volatilizado frente a mis propios ojos.

Encendí el anteúltimo cigarrillo, argentino y negro, y me senté a esperar el milagro. Presentía que Dios me había abandonado, o peor, que su mano magnífica, me retenía inmovilizándome allí. Yo no le había hecho ningún daño. ¿A que venía tanta saña con mi persona?.

Pitaba, refunfuñando contra el desgraciado que me había dejado de araca y con su mochila de regalo.

¡Ma si!, aguanto diez minutos y después le dejo la mochila de seña y me rajo –me dije -. ¡Que arda en los fuegos, al menos, del quinto infierno!.

Junté las pocas cosas dispersas, metiéndolas sin orden ni concierto dentro de la mochila. Al rato, tras el paso de un camión frigorífico, como la estela de un cometa aparecieron los fulanos. El haciendo reverencias, y ella señas de que estaba bien, que se fuera, mientras se arreglaba el pelo mirándose en un espejo de cartera.

El brasilerito turro, vino hacia mí mostrando con desparpajo su tez rubicunda, sus ojos grandes y húmedos y un estado de lasitud que envidiaría un muerto. Mi elemental conocimiento del portugués, y toda mi solidaridad latinoamericana se desvanecieron en un tris. Sin poder contenerme y en el más rancio y entendible español le espeté:

--¡Qué carajo hiciste loco de mierda!.

--Tudo beim

--Todo bien las pelotas.

--Tudo bein, meu amigo. Tudo legal. Tudo joia.

--Pero, que hiciste, qué le dijiste, cómo la convenciste.

Me sacó el ultimo cigarrillo del bolsillo, lo prendió, dio una gran chupada, se sentó y relató:

--Eu le fale de Argentina. Dije que Argentina e un país frío. Que as mulheres argentinas som frías. Que só as mulheres brasileiras som quentes. Que venia viajando faze tres meses sin ter mulher. Que nao tenia dineiro. Que ella podería  me- facer un favor enorme, de compatriota.

--Y te lo hizo, caradura.

--Tambeim le falé de vocé, mais ella dixo: “Estranjeiros no, só brasileiros”.

Debí rendirme ante la certidumbre de que estaba en un país inhóspito.

Para sacarlo de su estado de ensoñación le indiqué que estábamos mojados, con hambre y  que debíamos buscar un sitio donde dormir.

Reiniciamos la marcha, hacia una curva del camino tras la cual se adivinaba una claridad promisoria. Un grupo de casas de material apareció ante nuestra vista. Había también una estación de servicio. Preguntamos y nos mandaron a la cárcel.

Parece, pero no fué un chiste. Los mochileros que transitaban por ahí a veces pasaban  la noche en la prisión local.

Era una casa grande, con techo de tejas y sólo una ventana enrejada. Golpeamos la puerta maciza hasta despellejar nuestros nudillos. Finalmente apareció un milico soñoliento, a medio vestir, que nos negó la entrada, argumentando que hacía una semana un mochilero extranjero, se había alojado allí, y que durante el sueño había muerto. Que con ese antecedente, no nos podían dar cobijo.

 Lo que yo no dije, es que con ese precedente  tampoco hubiera entrado.

Odio a quien insista en describir al Brasil como un país tropical. En el sur, por lo menos esa noche, hizo un frío imponente, con escarcha y todo.

Terminamos durmiendo bajo un farol, sentados codo a codo para darnos calor, envueltos por la bolsa de dormir, tiritando así y todo y sumergidos en la vaharada de un perfume barato de puta.

Lo que se dice, toda una gratificación.

1 comentario:

  1. Enhorabuena por vuestro blog, por vuestros textos y fotografías.
    Un gran trabajo.
    Sin duda lo marcamos como uno de nuestros favoritos.
    Un saludo desde Madrid

    www.didark-arteyarqueologia.blogspot.com

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