El anciano escritor explicando el génesis de su creación dijo a sus discípulos y aún mas, a todo el que quisiera recibir de buen grado sus sentencias: “llegad hasta el acantilado y arrojaos. Mientras caeis, fabricaos unas alas”.
El viejo maestro cuando se lanzó, conocía muy bien el acantilado. Los posibles refugios escondidos en la pared; las mejores trayectorias de los pájaros más audaces; la medición minuciosa de las propias posibilidades no escapaba a su conocimiento. Había podido precisar el objetivo, el destino de sus palabras.
Yo, como tantos otros caí en la trampa, y hoy, encharcado en mi prosa, no sé si maldecir mi propia impericia o su sagacidad, su astucia.
El viejo maestro dijo “arrojaos” y no fue más que un ardid para mantener limpio su espacio, para desembarazarse de competidores, o, en su defecto, mostrarnos la realidad más penosa: No cualquiera puede volar.
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