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jueves, 14 de febrero de 2013

REVANCHA GUARANÍ, por Eva Marabotto, de Buenos Aires, Argentina



Basado en una historia real. Quizás puedan cruzarse con Juan si transitan el barrio de Once

“Paragua”, le gritaban a Juan a coro en los recreos de la escuela. Y no es que sus compañeros  fuesen especialmente crueles. Tenían la impiedad de los chicos de ocho años. Y él, que  se obstinaba en mezclar algunas palabras en guaraní en cada lección oral o prueba escrita era “Paragua”, un apócope que se le antojaba ofensivo.
            Y el apelativo lo siguió en la adolescencia cuando abandonó la secundaria para ayudar en una verdulería de Once. Por más que se esmerase en llevar las zapatillas más caras y las remeras de marca, los porteños detectaban su origen en sus modos suaves y esos términos heredados de sus ancestros que se colaban en su conversación. E indefectiblemente llegaba el apodo que lo abochornaba. Estaba claro que el “Paragua” no le quitaba amigos, o novia. Ni siquiera trabajo. Pero él sentía que lo reducía a la condición de extranjero.
Claro que no era el único. En las bailantas de su barrio conoció a otros como él. Eran “bolitas”, “chilotes”, “perucas”  o “brazucas” y compartían su sensación de desclasados en una ciudad impiadosa. Todos trataban de disimular su origen, olvidar costumbres, saludos y hasta preferencias gastronómicas. Pero siempre había algo: una palabra, el tararear una polca, la pasión por la mandioca o una encendida defensa del Rey Pelé por sobre el Diego. Un gesto fatal que volvía a confinarlos a la categoría de inmigrantes.
A los 20 entrevió una realidad diferente. Fue en el supermercado chino donde entró a trabajar como cadete. Sus patrones eran Miguel y Lucía, cuyo único gesto de integración era traducir sus nombres al español para que las vecinas pudiesen pronunciarlos. Por lo demás, la vida de la pareja transcurría igual que si estuviesen en China. Comían guisos de arroz con verduras, escuchaban rock o música melódica de su país y usaban ropa llamativa que llegaba en contenedores al puerto de Buenos Aires.
Lejos de querer parecer dos porteños más, Miguel y Lucía reivindicaban sus orígenes. Por eso conversaban entre ellos en su lengua aún cuando el local estuviese repleto de gente. Acostumbraban reunirse con sus compatriotas para recordar su tierra y comprar en negocios que les proveían productos chinos. Incluso él hubiese jurado que la mujer usaba maquillaje para resaltar sus ojos rasgados.
El guardaba por esa gente un respeto casi reverencial. Pero también un poco de envidia. Desde la carnicería, el puesto que le confiaron en pago por su fidelidad, asistía fascinado a sus conversaciones, como si pudiese entenderlos. Le daban ganas de sumarse a la cruzada para revindicar lo suyo pero estaba convencido de que para los porteños no era lo mismo el chino que el guaraní. Muchas madrugadas lo encontraban imitando el tono y las palabras de sus patrones.
Un día, después de varios años, se operó el milagro. Miguel y Lucía hablaba en  su lengua con reminiscencias de gongs y de pagodas y él sumó un comentario. No pudo explicar ni explicarse cómo había aprendido pero supo que  llevaba en su memoria la impronta de aquel idioma que le sonaba  a liberación. Desde entonces se sumó a los diálogos misteriosos de sus patrones. Algunas clientas se sorprendieron y hasta lo consideraron maleducado, pero para él sonaba como una revancha. 

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