Basado en una historia
real. Quizás puedan cruzarse con Juan si transitan el barrio de Once
“Paragua”, le gritaban a Juan a coro en los recreos de la
escuela. Y no es que sus compañeros
fuesen especialmente crueles. Tenían la impiedad de los chicos de ocho
años. Y él, que se obstinaba en mezclar
algunas palabras en guaraní en cada lección oral o prueba escrita era
“Paragua”, un apócope que se le antojaba ofensivo.
Y el
apelativo lo siguió en la adolescencia cuando abandonó la secundaria para
ayudar en una verdulería de Once. Por más que se esmerase en llevar las
zapatillas más caras y las remeras de marca, los porteños detectaban su origen
en sus modos suaves y esos términos heredados de sus ancestros que se colaban en
su conversación. E indefectiblemente llegaba el apodo que lo abochornaba.
Estaba claro que el “Paragua” no le quitaba amigos, o novia. Ni siquiera
trabajo. Pero él sentía que lo reducía a la condición de extranjero.
Claro que no era el único. En las bailantas de su barrio conoció a otros como él. Eran “bolitas”, “chilotes”, “perucas” o “brazucas” y compartían su sensación de desclasados en una ciudad impiadosa. Todos trataban de disimular
su origen, olvidar costumbres, saludos y hasta preferencias gastronómicas. Pero
siempre había algo: una palabra, el tararear una polca, la pasión por la
mandioca o una encendida defensa del Rey Pelé por sobre el Diego. Un gesto
fatal que volvía a confinarlos a la categoría de inmigrantes.
A los 20 entrevió una realidad
diferente. Fue en el supermercado chino donde entró a trabajar como cadete. Sus
patrones eran Miguel y Lucía, cuyo único gesto de integración era traducir sus
nombres al español para que las vecinas pudiesen pronunciarlos. Por lo demás,
la vida de la pareja transcurría igual que si estuviesen en China. Comían
guisos de arroz con verduras, escuchaban rock o música melódica de su país y
usaban ropa llamativa que llegaba en contenedores al puerto de Buenos Aires.
Lejos de querer parecer dos porteños
más, Miguel y Lucía reivindicaban sus orígenes. Por eso conversaban entre ellos
en su lengua aún cuando el local estuviese repleto de gente. Acostumbraban
reunirse con sus compatriotas para recordar su tierra y comprar en negocios que
les proveían productos chinos. Incluso él hubiese jurado que la mujer usaba
maquillaje para resaltar sus ojos rasgados.
El guardaba por esa gente un respeto
casi reverencial. Pero también un poco de envidia. Desde la carnicería, el
puesto que le confiaron en pago por su fidelidad, asistía fascinado a sus
conversaciones, como si pudiese entenderlos. Le daban ganas de sumarse a la
cruzada para revindicar lo suyo pero estaba convencido de que para los porteños
no era lo mismo el chino que el guaraní. Muchas madrugadas lo encontraban imitando
el tono y las palabras de sus patrones.
Un día, después de varios años, se
operó el milagro. Miguel y Lucía hablaba en
su lengua con reminiscencias de gongs y de pagodas y él sumó un
comentario. No pudo explicar ni explicarse cómo había aprendido pero supo
que llevaba en su memoria la impronta de
aquel idioma que le sonaba a liberación.
Desde entonces se sumó a los diálogos misteriosos de sus patrones. Algunas
clientas se sorprendieron y hasta lo consideraron maleducado, pero para él
sonaba como una revancha.
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