Fotografía: Carlos Alejandro Nahas
En la noche helada, se esforzaba por alejar pensamientos tristes y ahuyentar angustias. Intentaba conciliar el sueño. Daba vueltas en la cama, arrebujado entre sábana y frazadas, buscando la tibieza que lo ayudara a dormir.
Estaba allí, enroscado y envuelto en el abrigo que lo aprisionaba, esperando un descanso reparador, que se esbozaba lejana y lentamente.
La noche, impávida, se había quedado detenida en un silencio que parecía eterno. Semidormido, se sintió vulnerable y solitario, desamparado.
Sin poder distinguir entre la realidad y el misterio de esa fantasía que es el sueño, como anestesiado, penetró suavemente a un mundo desconocido, entre pensamientos vagos de vida y muerte, perdiéndose en un espacio sin final.
Comenzó a sentir que se internaba en un abismo, le faltó el aire y su respiración se hizo engorrosa. Su pecho se contrajo y el temor a la muerte se hizo presente.
Sintiéndose caer, sus brazos apretados bajo la abrigada guarida, buscaron inútilmente un punto de apoyo donde aferrarse. Se le hizo imperioso terminar con esa agonía, deseando morbosa- mente llegar al fondo de aquella hondura, aún presintiendo que no habría retorno, que allá abajo, inexorablemente, lo esperaba la muerte. Entregado de mente y cuerpo, esperó un final que se hacía lento, largo, casi interminable.
De pronto, como un indicio de vida, el fuerte ladrido de un perro logró rescatarlo iluminando su oscuridad, abriéndole el camino al dominio absoluto de sus sentidos, a la realidad hermosa, llena de esperanza.
Se sintió complacido. A través de los postigos, vio despuntar las primeras luces del alba, confirmando su permanencia en este mundo. Todo fue irreal -se dijo- y como un niño, volvió a acurrucarse abrazando la almohada. Poco importa cuánto me haya dado la vida -pensó- ¡estoy vivo...!
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