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jueves, 1 de septiembre de 2011

LOS TRES MILAGROS ©, por Carlos Alejandro Nahas, de Buenos Aires, Argentina


A mi amigo Alejandro, mi hermano en Jesús, por su pelea, que es la de todos.

Yo conocí al Padre Cristiano allá por primer año del secundario. Efectivamente, así se llamaba. Juan Guillermo Cristiano. Un nombre ideal para un cura ¿no? Pues yo era un purrete y él me atrapó desde el primer instante. Era bajito, como mucho un metro sesenta. Usaba una sotana que llegaba al piso, parecía “el rey petiso”. Ojos muy azules y dulces. Y pelo completamente blanco. Rondaría los sesenta y todos decían que era un santo.

En segundo año del secundario me metí más en el oratorio, a colaborar con los pibes carenciados, animar fiestas infantiles, organizar partidos de futbol y esas cosas. Los salesianos somos así. No nos damos cuenta y cuando nos damos vuelta los curas nos lavaron la cabeza, para bien, pero nos la lavaron, che. Al tiempo hice votos para ser cooperador, que es como una rama laica de ellos. Están los “S. D. B.” como les llamábamos jocosamente, que quiere decir “Sacerdotes de Don Bosco”, las “H. M. A.” o hermanitas de María Auxiliadora, todo el santo día hinchando las guindas con su Mamá Margarita. Y nosotros. Que éramos los cooperadores. Jóvenes o viejos, pero con ganas de cambiar un poquito las cosas. Y podíamos hacer votos permanentes o temporarios. Eran los votos de los curas, jodidos y duros nomás, no se crean. Estrictos votos de pobreza, de obediencia y de castidad. Yo para ver de qué iba la cosa los hice por seis meses, y la verdad es que si no renové no era porque me jodiesen ni el de pobreza ni el de castidad. Nada que ver. Me molestaba realmente el de obediencia. Que un monaguillo de cuarta te llamara a las tres de la matina a tu casa para avisarte del campamento del otro día y no lo pudieras mandar al carajo, era realmente una cagada.

La cosa es que una mañana el cura Cristiano se me cruza en el patio del recreo y me compromete para ir el día siguiente a un retiro espiritual en Namuncurá - Ezeiza, con los chicos de sexto y séptimo grado. Un orgullo para mí, imagínense. En la tarde de ese retiro, el cura de cabellos blancos nos junta en el salón para darnos una de las charlas del día. El tema eran los milagros y el Padre Cristiano quiso compartir con nosotros un milagro real, que le había sucedido a él de seminarista. Resulta que su casa familiar quedaba en Tigre y cada 15 días él se iba un fin de semana para allá, a ver a los padres. Ese domingo, al regresar de la casa de ellos, se subió al tren como siempre y luego de escuchar recomendaciones paternas y agarrar la tarta de la madre, comenzó la despedida. Y él asomado a la ventanilla, medio cuerpo afuera como siempre. La cosa es que el tren arranca y comienza a tomar velocidad, y Juan ni se da cuenta. Seguía con medio cuerpo afuera del tren, como si nada. De repente una voz desde adentro del vagón lo llama: “Juan, Juan” y él se mete en el tren para darse cuenta que en ese preciso instante, por la vía contraria, otro convoy pasaba a toda velocidad y que si no se hubiese metido dentro lo habría matado. Buscó infructuosamente la voz que lo llamó pero nadie lo conocía ni lo había invocado jamás. Ese era, según él, su milagro personal y de él sacaba como conclusión que cuando Dios nos quiere a su lado nos llama y que cuando no, nos rescata. La cosa está en saber ver, decía él.

Otro día en medio de una clase yo tuve la imperiosa necesidad de confesarme. El fue y será toda mi vida mi padre confesor, y hoy a mis ochenta años sigo marcando su fecha de cumpleaños: 16 de noviembre. Y ese día me sigo confesando con él como si aún estuviera vivo. La cosa es que salgo de clase y me voy para la Dirección, ya que él era el director de mi colegio, Santa Catalina de Constitución. Tamaña sorpresa me llevé al ver que diez minutos después de estar sentado en su puerta llega nada más y nada menos que Don Egidio Viganó, el Padre Superior de toda la congregación. Que es como decir el Papa de los salesianos. Se abre la puerta y yo esperaba que dijera “esperá Carlitos, atiendo al Padre y luego estoy con vos” o algo por el estilo. Pero él no ¿saben lo que hizo? Le dijo con la mayor de las humildades: “Padre, este chico estaba primero, ¿no le molesta que lo confiese y luego estoy con usted? Es que es como decía Don Bosco, ¿vio? El alma de un niño vale todo el oro de la tierra” y acto seguido me hizo pasar. En cuanto me senté me dijo, “cerrá la boca, salamín, el Padre Viganó puede esperar, tu alma no ¿estamos?”

Eran innumerables las veces en que yo salía del confesionario con su olor a lavanda, una caricia en mi pelo y él diciéndome “¿para contarme esa pavada viniste? Andá, andá, te absuelvo, dos padrenuestros y a casa Carlitos”.

Dios se lo llevó una ominosa madrugada del 24 de diciembre de 1982. Como la mayoría de los curas que conozco tenía el pié pesado al subirse al auto. Sin embargo, años después el padre Ravignani me reveló la verdad, que Dios se lo había llevado antes de chocar. Él venía de Tandil, de pagarle los sueldos a la gente de esa casa, pues no quería que pasaran una navidad con privaciones, y corría mucho por la ruta para estar a tiempo en Santa Catalina, antes de las 12 de la noche del 24. A su lado Lovisolo, encargado del buffet y entrañable amigo le daba charla y miraba el cuenta kilómetros con preocupación. En un momento el Padre Cristiano se tomó el pecho y apoyó con fuerza la cabeza sobre el volante quedando exánime. Segundos antes de meterse el auto debajo de un camión, el copiloto atinó a abrir la puerta y arrojarse a la ruta, con lo que salvó su pellejo. Fue la navidad más triste que pasé en mi vida. Hicimos una capilla ardiente en el colegio y luego de estar 24 horas llorando, me acompañó a casa Fernando Lorenzo, un amigo del curso que, cosas de la vida, terminaría siendo él también cura, pero del clero secular.

Hace unos veinte años y teniendo yo cerca de 50, Claudio Falcone - uno de mis más entrañables compañeros de secundaria y de universidad - me llamó para tomar unos mates a su casa. Yo me recibí de abogado y él largó, para ser profesor de educación cívica en el Pío IX y lidiar con el negocio de camisas de su padre en mi entrañable Barracas. El negocio–casa queda cerca de la calle Herrera, un lugar medio feo si se va de noche, pero amable en horas de la tarde. La cosa es que se nos pasó el tiempo entre mates, risas y anécdotas. En un momento pensé que un rayo lo atravesaba, se paró de sopetón y me dijo:

“- Che, boludo, yo tengo algo para vos que me dio el Padre Cristiano unos meses antes de morir ¿lo querés?” a lo que obviamente respondí que sí.

Era una gigante, hermosa y dorada moneda del mundial `78 que le dio una vez en el patio para mí porque según él “Carlitos”, como le gustaba llamarme, tenía cualidades y quería darme algo que significara algo. La tomé con devoción, le agradecí el gesto y por sobre todas las cosas la memoria. Nos despedimos entre abrazos y gestos de cariño y enfilé para casa.

No me di cuenta de la hora, pero ya se había hecho de noche. Caminé las dos cuadras que me separaban del auto acariciando la moneda y la puse en mi bolsillo, cuando una bandita de al menos cinco pibes salieron de la nada y me rodearon exhibiendo navajas y cuchillos. Me gritaban cosas como “¡Te hacemos mierda, viejo, danos todo lo que tenés, no te hagás el boludo!” Yo lógicamente no opuse la menor resistencia, levanté los brazos y les dije que me revisaran ellos. Uno, morocho, alto y con mirada ladina me apremió a que me vaciara los bolsillos yo solo, pero que no me ocurriera sacar nada “raro” porque me quemaban ahí mismo.

Metí las manos en los bolsillos y allí rodó. Redonda, luminosa, brillante y dorada. Mi preciada moneda del mundial `78, recobrada hacía minutos luego de décadas de olvido. Y los cinco pares de ojos la siguieron hipnotizados. Un colorado la levantó y a la luz de un farol se la mostró a los demás. Se escuchaban voces del tipo “¡¡ohhh!!” “¡¡¡ahhh, mirá!!!” Yo empecé a retirarme sin que se dieran cuenta, hasta que uno se dio vuelta. Caminó tres pasos y cuando pensé que me acuchillaba me escupió: “Viejo, te salvaste por esta maravilla. Andá, andá, con esto estamos hechos para toda la semana”.



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Yo sé que se necesitan tres milagros para ser declarado beato. Yo conozco de dos. Uno lo viví en carne propia. Y desde hace 10 años que no paro de mandarles cartas a los curas del Vaticano. Y siempre me contestan lo mismo. Que se necesitan tres, y que – y esto lo pienso yo – quién le va a dar pelota a un viejo de mierda de 80 medio gaga como yo. Pero bueno, los salesianos somos así, lo último que perdemos es la esperanza ¿vio?

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