Si tuviéramos que escoger entre dos calificativos, posiblemente, y como siempre, habría agrias discusiones sobre si lo acontecido en estos últimos días es más apropiado calificarlo de esperpento o de sainete. Tendríamos que definir, por supuesto, ambas cosas. Y tal vez para llegar al esperpento, si tenemos en cuenta los de don Ramón María del Valle-Inclán, nos faltara la sistemática deformación del lenguaje. El resto, desde luego, es esperpéntico, aunque no le falten los ribetes sainetescos un tanto tristones.
Cuando alguien, sea persona o grupo, está seguro de algo, hace lo que tiene que hacer sin recurrir a grandes frases, a reuniones multidudinarias, a justificaciones ni a manifestaciones, ni anuncios más o menos extravagantes. Y cuando no está seguro, necesita del concurso de los otros cuando no de los gritos, de trapos, de la discusión, con bronca a ser posible, y de la violencia. Es el signo del débil.
No creo descubrir nada nuevo al afirmar que esta sociedad, con una profunda crisis económica, también tiene crisis de otras cosas no menos importantes. No hay más que ver, y estudiar, los disturbios producidos en Londres durante estos días. Por supuesto, que argüir que robos, incendios y saqueos, se hicieron por causa de la muerte de un joven a manos de la policía es una pura necedad, pues no se entiende que los jóvenes se solidaricen con un muerto y se roben entre ellos estando vivos, o maten a quien defiende lo suyo. La cosa es más profunda que esto, y habría que estudiarla detenidamente.
Tampoco es una novedad constatar que también la Iglesia está en crisis: no hay vocaciones, los conventos se vacían, faltan curas, frailes y monjas y sobran monasterios. Tal vez la Iglesia debería reconsiderar ciertas cosas, el celibato por ejemplo, que no afectan al dogma. E igualmente debería tener en cuenta a la mujer y dejar que realizara el mismo papel que el hombre dentro de la Iglesia. ¿Se dice en la Biblia en algún sitio que la mujer no puede ejercer el sacerdocio? Eso por no entrar a analizar la Biblia, y las distintas interpretaciones que sobre ella se han hecho.
El poder, ante cualquier problema, siempre viene a dar la respuesta más rápida, fácil y contundente, y que es la que le interesa al propio poder para mantenerse: ante los disturbios de Londres, cargas policiales; y ante grandes crisis, grandes manifestaciones del pobre poder que se posee. No quiere decir esto que estemos en contra de la policía, como no estamos en contra de los fármacos. Sencillamente queremos decir que hay cosas que no tienen porqué llegar hasta donde han llegado. El sistema educativo actual, por ejemplo, sólo trata al alumno como alguien a quien hay que darle un oficio cualificado para que gane dinero, pague sus hipotecas y el país prospere. Raras veces, por no decir nunca, se ocupa de su desarrollo como persona -lo cual no quiere decir poner un crucifijo en un aula-: no se crea gusto por la lectura, el teatro, el cine ni la música, por los viajes, los paisajes o los muesos; pocas veces los alumnos van a visitar su propia ciudad recibiendo explicaciones coherentes, y menos todavía pueden participar o ser activos a lo largo de su vida de aprendizaje.
El alumno es tratado como si fuera una máquina. Y de vez en cuando se subleva. Hay más cosas, por supuesto, a la hora de hablar de la juventud; apuntamos una, no obstante, que creemos que se puede modificar, si es que le interesa al poder en particular y a la sociedad en general. Ese sería otro tema.
La Iglesia, por supuesto, también se ha decantado por el camino fácil: ha hecho en Madrid, como los Estados hacen en sus capitales, una demostración de poderío, un Día de las Fuerzas Armadas. Ya ha dejado bien claro que es capaz, con la anuencia de estados y medios de comunicación, de paralizar una ciudad como la capital de España. Nos ha mostrado, hasta la saciedad, que asisten a la convocatoria papal miles de jóvenes de todos los países, y que este, en las clases medias, tiene una ligera resonancia. Muy bien, tomamos nota, aunque allí faltaba muchísima juventud, por supuesto. Bien. ¿Y ahora qué? Por suerte para nosotros, esta ya no es la España de Isabel II, de sor Patrocinio ni del padre Fulgencio; y tanto la educación como las influencias en el estado ya no están en manos de la Iglesia. Gracias a Dios. Porque leyendo la historia de España del siglo XIX, y parte del XX, desde luego el papel que jugó la Iglesia no fue nada airoso. Ni posiblemente hubo, como entonces, clero más corrupto ni menos espiritual. Aunque ahora, en ciertas cuestiones tampoco se quedan mancos.
La Iglesia es un Poder. Y lo es desde el momento en que, y advierto que no soy teólogo, san Agustín le corrige la plana a Jesús: donde este dice “no matarás”, aquel empieza con las distinciones entre la guerra justa y la guerra injusta. Sin olvidar a la Santa Inquisición y su hipócrita relegar el reo al brazo secular. Y si le corregimos la plana a Cristo en ese punto, no sé por qué no se la hemos de corregir en los restantes. Por supuesto que el cristianismo es imposible de llevar a la práctica: ¿cómo vamos a darlo todo a los pobres? ¿De qué vamos a vivir nosotros entonces? El único que lo intentó, y lo intentó de veras, fue san Francisco de Asís, y también este fue traicionado, en vida además: no se puede llevar a cabo una vida en común sin tener propiedades privadas, conventos, iglesias y demás. Y no es esto lo importante, pues como dijo Séneca se pueden tener cosas pero sin perder nunca de vista que nada es nuestro, y que todo lo tenemos que devolver. Aquí no se devuelven ni los buenos días. Hoy hay que pagar por entrar a cualquier iglesia o catedral. Y la Iglesia se lleva un buen pellizco de los Presupuestos. Por otra parte, ¿quién es capaz de amar a su enemigo? Y si la mano izquierda no se tiene que enterar de lo que hace la derecha, ¿para qué toda esa avenida llena de absurdos confesionarios durante la visita papal? ¿No hay confesionarios en las iglesias de Madrid o es que también hay que pagar para arrepentirse de los pecados? Continuando con el esperpento, igual podían haber montado una sala de hospital con doscientas mil mujeres dando a luz y proclamando que están en contra del aborto.
Ante tal despliegue de boato y poder, no puede uno dejar de pensar en aquellas personas que predicaban la oración interior, el recogimiento y la atención sobre uno mismo: santa Teresa, san Juan de la Cruz, etc. Pero esta es otra historia. Ahora hemos vuelto, al parecer, a los tiempos gloriosos de ir a oír misa a las doce, llevando al cuello un rosario de gruesas cuentas y dándose fieros golpes en el pecho como muestra de contrición. Y luego, qué. ¿Vamos a seguir viviendo de espaldas a la realidad y tomando como dogma lo que no son sino interpretaciones interesadas de un libro que pocos han leído y en el que pocos creen? ¿Y vamos a seguir predicando unas cosas y haciendo las contrarias? En ese caso seguirán haciendo falta más demostraciones de fuerza, más jóvenes tocando la guitarra, cantando y haciéndonos creer que son inmensamente felices siguiendo los dictados del papa. ¡Corazones privilegiados!
Buena crítica
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