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miércoles, 13 de abril de 2011

TÓMESE UNA COPA, UNA COPA DE VINO ©, por Carlos Alejandro Nahas, de Buenos Aires, Argentina

Pepe había ido a Montevideo muy joven. Era un portento en todo sentido. Español de Galicia, bien parecido, más que bien parecido, tenía una pinta que rajaba la tierra. Simpático como pocos, entrador, caradura. Encima cantaba como los dioses. Tenía una voz que paralizaba la tierra, y cuando comenzaba a entonar todo lo que pasaba a su alrededor se inmovilizaba literalmente. Y por sobre todas las cosas era la mejor persona que conocí jamás. Era bueno, pero realmente bueno. Uno no podía enojarse con él. Al momento de conocerlo supe que iba a ser uno de mis amigos más entrañables.
            Instalado en Montevideo con sus padres supo lo que era la miseria de comer mal y salteado. Supo de los fríos que paralizan en invierno y de los platos llenos de ilusiones, pero sin calorías. Primero comenzó como una forma de ayudar en casa, en el medio de la 18 de julio, cantando por monedas, juntando para la olla de la vieja. Hasta que un día pasó un señor atildado, de esos que uno los ve y se da cuenta en el momento que no son cualquiera. Le dio una tarjeta y lo citó para cuando quisiera ir a un teatro ahí nomás, cerquita. El Solís. Cuando lo dijo en su casa nadie le dio importancia, sin embargo a los tres días fue Pepe con un saco que apenas cubría sus muñecas a ver de qué iba la cosa.
            Cuando vio lo que era el teatro se quiso morir en el instante. Era de un lujo y de una suntuosidad que él sólo había visto de muy chico en la Catedral de Santiago de Compostela. Lo hicieron pararse en el medio del escenario rodeado de largos cortinados rojos de pana y un señor sentando en medio de las butacas le dijo que cantara lo que quisiera. Y él ahí nomás se despachó con “Ven Bailar Carmiña” que fue la primera canción popular gallega que le vino a la cabeza. Cuando terminó bien arriba y con su esplendorosa voz de barítono, el señor sentado se quedó como un minuto sin mover un músculo, con los ojos abiertos como dos platos.
            Pepe se paró con sus brazos en jarras y le preguntó “Y, botija, a cómo fue la cosa” con su acento medio gallego y medio uruguayo. Cuando llegó a su casa y les dijo a sus padres lo que le iban a pagar se armó una revolución en la familia. Su padre, con su sapiencia y maldad gaélica sólo dijo: “Plata fácil que viene, plata fácil se va”.
            Y así comenzó todo con Pepe. Hacía apenas un año mendigaba monedas cerca del Sorocabana y hoy era cantante del coro estable del Solís. Y con ese golpe de suerte vinieron los trajes costosos y la admiración de las mujeres. Y él con apenas 18 años, con un aluvión de novedades encima.
            Luego apareció ella. Veinte años mayor. Nada más y nada menos que Dolly, la recepcionista del Hotel Lancaster, que cuando cruzaba la 18 los taxis se paraban para verle las piernas. Ella 38 y él 18. Fue verse y ahí nomás amarse. Fue un amor tan tremendo y desparejo que a la semana era la comidilla de todo el centro de Montevideo. Y con Dolly vino la primera copa. No sabe Pepe qué fue lo que pasó, pero salió un día con ella del brazo y a la mañana siguiente estaba tirado sobre Gaboto, entre vómitos propios y ajenos. Cuando al otro día le preguntó, ella se limitó a decirle: “El que no sabe no debe probar”. A la semana siguiente Pepe comenzó a saber, e iba a los ensayos del Solís sin haber dormido. Se iba de cita con Dolly y después de hacer zaguán y dejarla en la casa, se iba de copas con los amigos hasta que los echaba el cantinero. Y así fue que Pepe supo. Y cada vez arrancaba más temprano, y cada vez tomaba más. Y cada vez le gustaba más. Primero cerveza, luego vino.
            A los dos años Pepe y Dolly decidieron casarse. Ceremonia sencilla y mucha alegría. En menos de un año nació María, la luz de los ojos de ambos. Ojos celestes y vivaces. Necesidad de conocer el mundo.
            A los cuatro se abrió un concurso para entrar en el Coro Estable del Teatro Colón. Pepe ya tenía mujer e hija, debía probar. Se tomó el vapor de la carrera y viajó toda la noche a Buenos Aires, ciudad atrapasueños, ciudad gigante, ciudad mágica.
            Volvió a los dos días, con más resaca que novedades. Le iban a contestar en un mes a lo sumo. A los 20 días le llegó telegrama. Doble de sueldo, alquiler pago y cantante de uno de los teatros líricos más prestigiosos del mundo. Además era el principal en la cuerda de bajos, puesto que su voz – con la edad - había descendido varios registros. Alegría y familia a cuestas a cruzar el charco. Despedidas entre lágrimas y el padre con cara socarrona. Fue la última vez que lo vio con vida.
            Buenos Aires no era Montevideo. Pepe era además de un gran bebedor, gran conversador, gran tipo, y también gran mujeriego. Y en Montevideo las mujeres se terminan con facilidad. En la Gran Urbe no, hay recambio todas las noches. Rigoletto, foyer del teatro y admiradora esperando. Y Pepe llegaba al minúsculo departamento totalmente ebrio y con olor a perfume francés. Dolly soportaba. María lloraba.
            A los años de estar en Buenos Aires a Dolly le detectaron unas cataratas bastante avanzadas. Esa fue la gran excusa para que Pepe tomara más aún, para separar camas y para que el bajo tuviera la excusa perfecta y se llevase a las mujeres a la cama apelando a su costado maternal. Tengo a mi mujer gravemente enferma y hace años que no la toco. “Pobrecito” decían y lo besaban en su barba poblada, y se apretaban contra su vientre grueso y escuchaban su voz de sótano murmurándoles cosas irrepetibles.
            Una madrugada lo encontró en el Bar Ramos, con su dueño, el querido Andrés, con grapa, Hesperidina y Caña Legui encima. Entre copa y copa se le apareció un hombre que le dijo llamarse Jorge Belial que se le acollaró un buen rato, hasta que a Pepe se le movía todo. Su buen amigo Andrés le llamó un taxi y mientras subía al auto, este tal Belial se le asomó a la ventanilla y le dijo: “Si sigues tomando así nos veremos más temprano que tarde”, frase que a Pepe le quedó grabada en la mente toda la vida.
            Con el tiempo María creció y se convirtió en mi novia y Pepe en mi amigo. Había días en que podía estar horas y horas charlando amablemente con él, entre mate y mate. Tenía una cultura portentosa y un don de gentes admirable. Otras, las más, comenzaba a tomar de la damajuana desde las 9 de la mañana y para cuando me caía yo a buscar a la hija él salía para el Colón lanzando improperios y empujando gente. En el teatro le perdonaban todo, pues no encontrarían a nadie en el mundo que borracho como una cuba cantase como él. Estuvo con Pavarotti, con Domingo, con Carreras, grabó la Misa Criolla con los Fronterizos, Juanito Laguna con Ariel Ramírez, no había límites al portento de su voz.
            La primera vez que cayó en coma alcohólico yo ya estaba francamente mal con María. Joven, adolescente y estudiante tenía otras prioridades antes que los rollos ajenos. Cuando uno es joven es egoísta y cruel.
            La segunda vez hacía años que no nos veíamos, ni con él ni con la hija. Me enteré por amigos comunes. Fue la vencida. Uno de estos muchachos me contó que minutos antes de morir entró a la habitación un señor que se presentó como Jorge Belial. Lo tomó de la mano y le susurró: “Yo te advertí”. Y Pepe lanzó su último suspiro, entre vahos de alcohol. Una pena que él no lo haya escuchado a tiempo.

Aclaración del autor: En el judaísmo los hombres impíos son considerados los hijos de Belial.

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