(“El afilador” ganó un premio nacional de cuento en 1988, fue publicado en el magazín America’s Review de la Universidad de Houston. El original en castellano lo publicó la Revista Literaria del Museo Nacional de México. Y una traducción al húngaro apareció en el libro Egtájok, publicado por la Editorial Europa de Budapest entre los mejores cuentos mundiales de 1989).
Manejaba un triciclo de ruedas enormes que tenía montado un parasol amarillo encima de una gran caja verde llena de herramientas para afilar cuchillos y tijeras, y venía todos los sábados a las nueve en punto de la mañana por nuestro vecindario anunciándose con una dulzaina que tocaba con una mano y que apenas daba cuatro notas agudas, la última de las cuales él sostenía por varios segundos. Apenas oíamos aquella serie de disonancias repetidas sin variación alguna, todos los niños de la Avenida Echeverry entre las calles de El Palo y El Chumbimbo interrumpíamos cualquier actividad por muy importante que fuera y salíamos a la calle en tropel aún cuando estuviera lloviendo a cántaros.
Lo conocíamos por el apodo de "El Afilador", no sólo porque ese era su oficio, sino porque la caja grande de donde sacaba toda clase de instrumentos y aceites para afilar, llevaba ese anuncio en gruesas letras mayúsculas y coloradas. Lo que más entusiasmaba a los niños era ver El Afilador afilando. Cuando le sacaba chispas a los cuchillos y barberas con la rueda de amolar, todos nos quedábamos mudos. Usaba unas gafas de un sólo lente que debió ser poderosísimo, ya que su ojo azul y penetrante que observaba meticuloso el trabajo de sus fuertes manos, parecía ser de un tamaño colosal y asustador cuando se veía a través del lente. Del otro ojo le quedaba apenas la cuenca, de modo que no usaba sino un lente y tenía como una ventana permanentemente abierta frente al ojo tuerto. "Para la ventilación", decía con su fuerte acento asturiano.
Cuando las chispas penetraban por esa ventana y caían en la carne viva de la profundidad de aquella cuenca morada, vacía y arrugada, nos quedábamos completamente lelos, petrificados, como si estuviéramos embrujados o totalmente hipnotizados por un poder superior e inimaginable.
No valió que nos relatara mil veces cómo había perdido aquel ojo --y quedado por cierto casi ciego-- en un combate desigual a brazo partido contra un soldado Fascista en la Guerra Civil de España. Todos quedamos convencidos de que fueron las chispas las que le quemaron ese ojo y que eso de las barricadas y las bayonetas eran puros cuentos.
Tenía yo por ese entonces once años y estaba cursando el primero de bachillerato en el Liceo Antioqueño. Pero cuando El Afilador, quien estaba siempre muy interesado en nuestro progreso académico, me preguntó dónde estudiaba, respondí que en la Universidad de Antioquia porque así sonaba mucho más avanzado y al fin y al cabo el Liceo era parte de la Universidad. No perdía oportunidad de preguntarnos si habíamos completado las tareas, qué materias estudiábamos, cómo eran nuestros maestros y cuáles sus métodos de instrucción.
En la primera conversación que entabló con nosotros se enfadó con todo el programa pedagógico de los colegios de Medellín cuando se enteró que no enseñaban la evolución de las especies.
"Sería mejor la Universidad si pudieraj aprender allá la teoría de la evolución", me dijo, siempre dándole énfasis a los artículos. Procedió luego a darnos su primera lección: "El hombre, o sea Homo sapienj, según dejcubrió Carlitoj Darbin, viene de el mico". Dejó de afilar por unos segundos como para ver qué efecto surtía su disertación en nosotros. Y sacando un mapa del mundo que siempre llevaba en uno de los bolsillos de su chaleco, nos contó la historia de Charles Darwin, su viaje a las Islas Galápagos, y nos explicó sus teorías. Nosotros no perdíamos un sola palabra que saliera de la boca de El Afilador, pero seguíamos embelesados viendo cómo las chispas pasaban por la ventana abierta de sus gafas y, penetrando en la inmensidad de su cuenca rojiza, se perdían en ese vacío espeluznante.
Una vez concluido su oficio, El Afilador se dirigió a sus oyentes para asignarles varios papeles en las dramatizaciones que conducía al enseñar. A uno, le dijo: "Tú, muchacho, seráj el capitán del barco de Darbin". A otro, le gritó: "Y tú seráj el asistente principal de Carlitoj". Al tercero: "Encárgate del bote para ir a la isla cuando anclemoj". A mí me ordenó, diciendo: "Toma notaj de todaj laj observacionej". El Afilador se reservó el papel de Darwin para sí mismo, dándole órdenes al capitán de navegar hacia el norte donde se encontrarían los anhelados ejemplares de las especies que buscaba. Al nuevo asistente le pidió que se metiera de prisa en las aguas de La Loca, la quebradita que pasaba por el vecindario y que en nada se parecía al vasto mar azul en el cual pretendíamos estar navegando, a sacar una tortuga para sus estudios, explicando a la vez la teoría de la evolución.
La semana siguiente El Afilador extrajo muy ceremoniosamente una foto del bolsillo de su chaleco. Era la imagen de un ser estrambótico entre hombre y gorila. "No importa si erej blanco o negro o amarillo o moreno, éjte ej el retrato de tu abuelito", dijo muy campante a todos los niños que vinieron a verlo. "Se llamaba el Pitecántropuj erectuj y vivió hace millonej de añoj. De él descendemoj todoj. ¡Todoj somoj unoj grandej hijoj de micoj"!
Miramos el retrato con estupefacción. Tenía el animalucho feroz cierto parecido pasmoso e inexplicable a Raúl, el más fornido de la barra, un muchachón bastante fregón de unos trece años de edad quien siempre andaba buscando pleitos. Cuando los niños vieron el retrato, comenzaron a burlarse de Raúl, llamándolo --imitando el acento asturiano del maestro—Raulóntropuj jodóntuj, pero El Afilador lo defendió. Siempre defendía a los débiles y al que necesitara por el momento ser defendido contra cualquier injusticia: "No oj burleij de Raúl", explicó, "que algún día podrá llegar a ser el Prejidente de la República".
Atisbamos a Raúl, ya sonriente y chupando un enorme mango todavía verde, y por un momento lo vimos crecido como Presidente de la República, ostentando el tricolor en su pecho, muy serio y sin esa mancha amarilla del mango de oreja a oreja. El Afilador siempre nos hacía pensar en el futuro.
Esa misma tarde, cuando doña Josefina, la madre de Raúl y de otros ocho, corpulenta y mandona, casada con un pipero de primera, le preguntó qué le había enseñado, y el muchacho, con toda ingenuidad, contestó que le había dicho que su abuelito fue un mico, que todos somos unos grandes hijos de micos, y que era mejor que olvidáramos aquel cuento ese de Adán y Eva puesto que fue inbentao, y a pesar de que yo apenas soy un hijuemica de pronto va y me vuelvo el Prejidente de la República y por lo tanto no me pueden pelar o cantaletiar más sino respetar diahora en adelante, ella puso el grito en el cielo: ¡"Ya sabía yo que ese hombre era un sinvergüenza ateo enviado por el mismo demonio, enseñando barbaridades! ¡Y te prohibo terminantemente, so pena de no poder ir al cine los domingos, que le vuelvas a hablar"!
Así pasábamos de sábado en sábado, siempre esperando la llegada de El Afilador. Y empezamos no sólo a aprender cosas insospechadas que no enseñaban en los colegios, sino a pensar. Lo menos que nos enseñaba cada sábado era, digamos, saber localizar el músculo esternocleidomastoideo y saber pronunciar esa palabrita con una soltura tan natural como si fuera parte común de nuestro vocabulario diario: ¿"Mamá, por qué mestará doliendo éste maldingo esternocleidomastoideo"?
¿"Cuál ej la palabra que tiene todaj laj cinco vocalej? --nos preguntó El Afilador. "Puej sepan que ej el murciélago".
Ponía a cantar a los más pequeños: "El murciélago tiene la A, y la E, tiene la I y la O, y tiene la U".
Mientras más nos enseñaba más lo queríamos. Prometió enseñarnos a hipnotizar y así obtener completo control de nuestros padres, cosa que le interesó sobre todo a Raúl, quien después de la prohibición hecha por su madre no se volvió a perder una sola palabra del Afilador, a quien escuchaba extasiado a escondidas.
Nos enseñó a tenerle recelo a los que hacen ganancia con el trabajo ajeno. "La tierra le pertenece a loj campesinoj que la tocan y la labran con amor, y laj fábricaj a los obreroj que allí trabajan", dijo.
Para que aprendiéramos esa lección le enseñó a afilar cuchillos a Alvarito, quien era bien conocido como el más agalludo de la Avenida Echeverry, sus compañeros diciendo de él que no se sentaba para no gastar el fundillo.
Después de enseñarle como hacerlo, dejó que Alvarito afilara uno de los cuatro cuchillos que trajo una mañana una señora del vecindario próximo. Mientras el muchacho trabajaba, El Afilador se sentó a fumar su pipa a la sombra de uno de los palos de mionas que adornaba la Avenida. Cuando regresó la señora por sus cuchillos, le cobró veinte centavos, y dándole apenas un centavito a Alvarito se embolsilló muy orondo los otros diez y nueve, mirándonos sin espabilar con ese ojo azul y penetrante. Luego nos miró a todos, uno por uno, y preguntó: ¿"Lej parece jujto que yo gane 19 centavoj fumándome ejta pipa a la sombra de un árbol con el trabajo de Alvarito y él gane sólo un miserable centavitoj"?
Tanta era la gana que teníamos de sacar chispas, especialmente Alvarito, que todos le hubiéramos trabajado gratis y por eso no entendimos bien esa lección pero no tardaría mucho para que esa semilla que sembró aquel día germinara.
Nos enseñó a no creer ni en lo que veíamos, ni en lo que nos comíamos, y para probarlo trajo una gran variedad de ilusiones ópticas, trucos de cartas y bolitas que desaparecían bajo sus ágiles dedos para enseñarnos la incredulidá. "Lo peor que lej puede suceder en la vida ej que loj engañen y loj vuelvan corderitoj sumisoj".
Nos enseñó que para entender la historia, no basta leer libros porque "sin cerciorarse personalmente je perjudica la verdá". Por ejemplo si uno quería saber si los judíos mataron a Jesucristo como enseñaban en todas partes de Medellín, era mejor preguntarle a un judío, a ver qué decía el hombre. ¡"Léanse todos los periódicos y libroj de historia pero mientras tengan un gobierno de millonarioj no crean en ninguno"! --nos dijo. "Sólo loj poemaj, los cuentoj y novelaj que sobreviven contienen la verdá".
Después de que doña Josefina le prohibió a Raúl a conversar con El Afilador, algunas de las otras madres del vecindario comenzaron a inquietarse, víctimas de la campaña que desató contra él, cogiéndole recelo, envidiando a escondidas el hecho de que todos los niños le copiábamos sus maneras y actitudes y repetíamos a menudo lo que decía. Pero esa intranquilidad se transformó en una verdadera reacción de odio al oír que las lecciones que daba se estaban encaminando hacia "los temas escabrosos y prohibidos", como decían algunas que eran parte del grupo de Madres Católicas.
Dio el caso que un sábado, mientras los muchachos rodeábamos al Afilador, se presentó imprevistamente una sirvienta nueva que acababa de recibir empleo en la casa de Hernán, mi mejor amigo. Ni yo ni Hernán, ni ninguno de los muchachos de la barra la habíamos visto antes. Había llegado del pueblo de Santa Bárbara la noche anterior, inocentona y montanerita, sin jamás haber visto una ciudad o siquiera ido a un cine, y ahora se encaminó, lozana y bien criolla, directamente hacia El Afilador con un talego lleno de cuchillos y tijeras de la casa de Hernán. Se llamaba María Elena y de lo único que estoy absolutamente seguro, de todos los recuerdos de aquellos días de mi juventud, es que si en esos tranquilos tiempos hubiera existido el tal concurso de Miss Universo, María Elena se lo hubiera ganado en el primer abrir de ojos.
Por casi una hora El Afilador trabajó en un silencio interrumpido apenas por el sonido monótono de la piedra de amolar. Nunca permanecimos tan callados. Mirando de reojo, me di cuenta de que todos los muchachos, con excepción de Augustico que le tenía miedo a las mujeres, miraban de soslayo a la intrusa y que las chispas de El Afilador perdieron definitivamente su atracción. Miré a Hernán; parecía más alto y sobre todo más pálido que de costumbre, respirando profundamente, boquiabierto y tragando saliva de vez en cuando, sin poder mover los ojos de los senos de María Elena, verdaderos prodigios maravillosos de frutas suculentas en eclosión. Después de completar el trabajo, cuando por fin María Elena se fue tan inocentemente como había llegado, El Afilador, dándose cuenta de lo trastornados que nos dejó su recuerdo, su perfume de tierra sana que prometía la abundante cosecha que todavía nos rodeaba, prosiguió a darnos nuestra primera lección "de lo que sucede entre el hombre y la mujer y de cómo llegamoj a nuejtro planeta". Durante el curso de su disertación también nos comunicó --como informe incidental - que la masturbación no era anormal ni pecado, contrario a
- todo lo que enseñaban en el catequismo -, y que hacerlo no vaciaba el cerebro ni creaba una joroba como varios de nosotros temíamos, lo cual, vale la pena decir, nos quitó un enorme peso de encima.
Ese fue el sábado cuando llegó a los oídos de las madres del vecindario la angustiosa noticia de que El Afilador estaba pervirtiéndonos. Se enteraron por medio de la labor de espionaje rendida por Augustico, hijo único y mimado de su familia, que años después se convertiría en el maricón más empedernido de la capital antioqueña, pero quien ahora a los diez años no hacía más que llevarle noticias espantosas a su madre para ponerle el pelo en punta, diciéndole ya con una urgencia desaforada que ¡ay, mamacita querida si vieras lo que pasó hoy quel Afilador nos dijo que jugáramos con el pipí cuando nos diera la santa gana queso nues pecao y que los niños no salen del estómago de la mamá o son traídos por la cigüeña como me contates sino que salen dizque más abajito ay que horrible qué miedo mamá ¿eso sies berdá? y que los jorobaos no son degeneraos y nos dijo también la diferencia entre un burro, una mula y un caballo!
Inmediatamente su madre, doña Carlina, enfurecida, se encaminó temblando a la casa de su vecina, la madre de Raúl, la tan conocida doña Josefina, sabiendo que ya ella le tenía prohibida la visita con El Afilador, para darle las nuevas de que este pervertido estaba tratando de robarle el alma a los muchachos y llevárselos hasta las mismas entrañas del infierno y que habría que denunciarlo por malvado a las autoridades para que no volviera a llenar las cabezas de nuestros pobres hijos que siempre andaron por los senderos de la inocencia con ideas herejes y masonas y comunistas.
Así fue cómo la mala suerte que lo atrapó en una trinchera indefensa de las calles de Granada durante la Guerra Civil de España y le arrebató despiadadamente uno de sus ojos, se le vino encima de nuevo en las calles de Medellín, Colombia, en la forma de una comitiva de señoras vestidas de negro, armadas con un cura y un policía, esperando a que se apareciera el sábado a las nueve de la mañana. Las cabecillas eran doña Carlina y doña Josefina, seguidas por media docena de señoras curiosas que cayeron en las redes de estas dos beatas. A pesar de que el ataque lo cogió de sorpresa, nos dio amplia oportunidad para observar de cerca cómo puso El Afilador una de sus propias máximas maquiavélicas en acción de emergencia inmediata:
"Para conquijtar, bajta dividir a loj adversarioj", nos había enseñado, dando copiosos ejemplos de la historia, sobre todo de la Revolución Bolchevique de la Rusia del principio del Siglo XX. Y ahora que se sintió asediado por las señoras, el curita y el policía, captó el peligro y todo el balance de fuerzas que existía en ese grupo, y antes de que tuvieran tiempo para dirigirle la palabra, nos gritó: ¡"Hoy, vamoj a repasar laj tablaj de multiplicación comenzando por el cinco --cinco por uno cinco, cinco por dos diez, cinco por tres quince, cinco por cuatro...." --y siguió multiplicando hasta 20, añadiendo, "Y ji aprenden de memoria laj tablaj de multiplicar hajta el veinte se ahorrarán como medio año de vida que de otro modo pajarán multiplicando con papel y lápiz". Y mirando a doña Ofelia, la mamá de mi amigo Hernán, una señora práctica que todos queríamos por su liberalidad, esposa del tendero de la esquina, don Emilio, El Afilador añadió: "Ji ujtedej je aprenden laj tablas de multiplicar hasta el 20, tendrán una enorme ventaja en el mundo comercial".
Como buena antioqueña, doña Ofelia entendió el gran valor de tal enseñanza, esperando que Hernán algún día tomara las riendas de la tienda que don Emilio mantenía siempre al borde de la bancarrota y se enriqueciera. Así que cuando las otras madres comenzaron a regañar al Afilador, ella se opuso y lo defendió con ahínco. Doña Carlina y doña Josefa insistieron que El Afilador jamás volviera a enseñar y que sólo atendiera a su trabajo de afilador, dejando que ellas, las escuelas y el clero, fueran los únicos responsables por la educación de los muchachos. Pero doña Ofelia dijo que ella no veía ningún daño si su Hernán aprendiera las tablas de multiplicación: "Aun cuando no fueran sino las primeras cinco tablitas yo gustosa daría permiso, que ni las primeras tres se ha podido aprender en el colegio. ¡Ahora, si El Afilador le puede meter nada menos que veinte tablas de multiplicar en esa cabeza, sería un milagro de la Santa Providencia! ¡Yo no le veo nada malo a saber multiplicar"!
Las otras dos damas la llamaron "voltiarepas" --que era el apelativo que se usaba en aquel entonces en Medellín para describir a los traidores-- por apoyar ahora al Afilador. Ella, gustosa dio su aprobación con sólo contemplar la remota posibilidad de que la aritmética de Hernán mejorara. Insistió en que El Afilador continuara su enseñanza, que al fin y al cabo, decía ella, era gratis. Por fin el cura, que no había dicho nada hasta entonces, ofreciendo primero su bendición a todos los presentes, propuso un compromiso. "Pa que todos queden contentos", dijo, "dejen quenseñe arimética pero no religión. ¿Cierto"?
Después de mucho alegato, acordaron que El Afilador podría enseñar aritmética y otras formas de matemáticas como ingeniería, física, química, geología, astronomía y genética, además de otras ciencias que fueran más o menos exactas; pero que no se podría arrimar a la teología ni a otras religiones o a la sicología, que era el estudio del alma, y que sobre todo no podría enseñar el sexualismo, el ateísmo, artes ocultas, masonería o comunismo. ¡La hipnosis quedó definitivamente fuera de su jurisdicción!
El policía, mientras tanto, no le había quitado el ojo a María Elena durante todo este altercado. Pero de pronto salió medio aturdido de su ensimismamiento como quien despierta de un sueño profundo y profano, cuando de repente le preguntaron si él prestaría sus servicios para ser árbitro y testigo. "Artigo y tesbitro seré", tartamudeó confundiéndose. Y recuperándose añadió muy lacónico: ¡"Esto hay que resolbelo diuna vez por todas"! Al fin todo quedó arreglado y las señoras salieron muy contentas pensando que habían ganado y que El Afilador mereció esa humillación pública.
Así continuaron las visitas de El Afilador los sábados sin contratiempo alguno y aprendimos a multiplicar hasta veinte, cosa que hasta hoy recuerdo mejor que cualquier otra enseñanza del bachillerato. También nos metió en la cabeza "la Regla de el Trej", que hasta entonces ningún maestro titulado logró hacer ni por las buenas ni por las malas: "Ji la afilada de 6 cuchilloj cuejta 25 centavoj, ¿cuánto cojtará la afilá de 24 cuchilloj"? Esa Regla de Tres jamás se nos olvidó y no sólo sirvió para ganarme el bachillerato y conquistarme otros diplomas parecidos en tierras extrañas, sino que con eso mi amigo Hernán pudo surgir en Colombia como financiero e inversionista, tal como doña Ofelia pensó. Años después me di cuenta de que la mayoría de las leyes termodinámicas y aun las de la gravitación --si se les quita el descrestamiento superfluo y todo el exceso sobrante de vainas que no sirven sino para complicar la vida innecesariamente-- están, en cierto modo algo simplista pero sin embargo muy pragmático, basadas al fin de tanto rabuleo en la mera Regla de Tres que nos enseñó El Afilador. ¡Pilao!
Un sábado después de que comenzó la censura, El Afilador se apareció con una pesa, un balde lleno de agua y un cubo vacío y anunció muy serio que nos enseñaría con demostración de laboratorio "el Principio de Arquimedej". Frente a nuestros ojos atónitos recreó los descubrimientos básicos de las ciencias, asumiendo las personalidades de las grandes figuras históricas de antaño.
Así pasaron aquellos días tranquilos de la Avenida Echeverry de aquel Medellín de mi niñez cuando en esos sábados deleitables descubrimos con la ayuda del Afilador, las sorpresas del conocimiento humano. Por nuestro propio barrio desfilaron en procesión majestuosa, uno por uno, los gigantes del mundo desde la antigüedad de Grecia y Roma hasta nuestros días modernos. Por aquella avenida y en aquella querida ciudad que anidaba entre las montañas del único pedacito del universo que conocíamos, durante el invierno tropical, cuando las lluvias cayeron por dos meses y la ciudad quedó inundada, tres canoas que estaban tratando de cruzar las aguas hinchadas de La Loca, fueron transformadas para los muchachos en las tres carabelas de Cristóbal Colón en su primer viaje al Nuevo Mundo. Y cuando el lodo invadió las calles y el viento derribó los postes de teléfono, El Afilador se convirtió en Magallanes en su circunnavegación del planeta; y a su disposición, estaba la mano segura del capitán Hernán Mejía sobre el timón; Raúl Aguilar agarrado de otra cuerda para salvar los instrumentos sin los cuales no podría sobrevivir la expedición; el segundo oficial, nadie menos que Alvarito, atendiendo a los que estaban mareados en medio de la tormenta; y yo de Alférez, subiendo el mástil resbaladizo –-que era en realidad uno de los palos de mionas-- para divisar los escollos traicioneros que amenazaban a la nave: todos arriesgando la vida al pasar por los estrechos borrascosos de Tierra del Fuego en nuestra intrépida conquista de los mares.
Desde aquella callecita donde jugábamos y esperábamos ansiosos el día cuando fuéramos crecidos para forjar nuestros propios destinos, fue El Afilador quien compartió con nosotros los sucesos más nobles de la historia. Allí nos mostró los laboratorios de Pasteur, de Koch, y de los María y Pierre Curie que de otra manera jamás habríamos conocido; el que transformó nuestra avenida en el jardín de Mendel, el humilde coloso que formuló en secreto "los principoj de la genética". Fuimos testigos de la llegada de Vasco de Gama a la India y estuvimos presentes en la corte china cuando llegó allá Marco Polo desde Venecia. ¡El Afilador nos presentó, abiertamente y sin recelos, como se presenta un hombre grande a otro, a Tolstoi y a Galileo, a Leonardo y a Karl Marx, a Lope de Vega y a Marconi, a Víctor Hugo y a Edison, a Einstein y a Freud, a Beethoven, a los hermanos Cabot, a Miguel Ángel, a Cervantes, a Nostradamus, a Atahualpa, a Moctezuma! Claro está que El Afilador era siempre el gran personaje que nos presentaba. Entre otras cosas, era él un actor estupendo.
Fueron aquellos los días en que El Afilador nos enseñó a interpretar mapas, a leer novelas y poesías, a usar el diccionario y las enciclopedias, a hacer cálculos con el ábaco; cuando nos introdujo a los universos que sólo eran penetrables con el microscopio y el telescopio, y nos enseñó a medir el tiempo y las distancias, los volúmenes y la temperatura, las direcciones y las alturas. Del enorme cajón verde de su triciclo sacaba como un mago todos los instrumentos imaginables. Nos puso en contacto con el pasado, el presente y el futuro mientras le sacaba chispas a los metales, puliendo y limpiando sin cesar, eliminando la herradumbre que corroía y dañaba, siempre afilando sin descansar. A veces extraía un gramófono mecánico de la caja de herramientas, una antigüedad aun en esos tiempos, y entonces las orquestas sinfónicas y las óperas de ciudades distantes nos enseñaban a apreciar la música de los grandes maestros y a menudo nos leía sin comentarios trozos de literatura.
Nuestro círculo de amigos y conocidos se expandió y un día borrascoso cuando se pelearon dos ganaderos que bajaron borrachos de la montaña a caballo, Medellín se transformó en La Mancha y vimos cómo el valiente don Quijote --aquel caballero de la triste figura que vivió loco y murió cuerdo--montado en Rocinante, vindicó su honor precisamente en la propia esquina de la Calle del Chumbimbo con la Avenida Echeverry, al conducir y dar fin a la estupenda batalla con el gallardo y furibundo vizcaíno; y cuando agarraron a un pobre tenorio encaramándose por el balcón de la casa de mi amigo Hernán, sin duda alguna en busca frenética de María Elena, para nosotros era también Romeo en busca de su Julieta; los borrachos de la cantina de la esquina se parecían a los hermanos Karamazov; los globos que elevábamos durante la nochebuena nos podrían quizás llevar a la luna de Julio Verne; cada mendigo que ponía el pie en el vecindario se transformaba fácilmente en Jean Valjean; jugábamos traviesamente pretendiendo ser Tom Sawyer o el Lazarillo de Tormes u Oliver Twist; cada porquería de gallinazo que rondaba los cielos de Medellín era nada menos que el buitre desalmado de Edgar Allan Poe y cualquier perro sarnoso que anduviera extraviado por nuestra calle era el hijo del lobo de Jack London.
Siempre listas a atacarlo y denunciarlo de nuevo, algunas de las señoras del vecindario no perdían la oportunidad para indagar qué nos estaba enseñando últimamente El Afilador. Especialmente doña Josefa y misiá Carlina se mantenían vigilándolo a ver si cumplía con el compromiso que le impusieron. Pero a pesar de la censura y la vigilancia y los actos de espionaje de Augustico, El Afilador siguió mostrándonos el camino, la pertinencia social y humanista de todos los acontecimientos que nos relataba. Esa censura ridícula que le impusieron tuvo un efecto completamente contrario al que las censoras pensaron tener. El Afilador se sintió obligado a relacionar todo lo que nos enseñaba al orden social y económico de los eventos humanos excepto que ahora lo hacía de una manera sutil y a veces casi secreta. Para otros fue un ejemplo en el arte de infiltración de una manera de pensar y de actuar que algún día aún en nuestros tiempos germinaría e invadiría los aspectos de la vida moderna.
Así pasaron tres años de descubrimientos bajo la dictadura de aquella censura estúpida y odiosa, de aquel compromiso perverso que El Afilador aceptó para poder seguir sus lecciones semanales y su oficio de afilador.
Llegó el día en que ese aparato de pactos y compromisos forzosos y prohibiciones embarazosas se vino de una vez para siempre al suelo. Desbarató ese mamarracho anticuado y pérfido frente a sus discípulos, para que jamás se nos olvidara cómo se quita un yugo de encima.
¡"Laj promesaj que se hacen a loj tiranoj nunca se deben cumplir"! nos dijo aquel sábado que ninguno de nosotros sospechó que sería el último. Y sacando un sobre del bolsillo del chaleco agregó que nos había enseñado todo lo que sabía y que el resto dependería de nosotros. Abrió luego el sobre y nos regaló a cada uno una estampilla de magníficos colores impresa en España en 1928: era la imagen de una hermosa mujer completamente desnuda, acostada y de frente, mirando sonriente, el Desnudo Maja pintado por Francisco Goya y Lucientes. Ese fue su regalo de despedida. "Ejpero que aprendan a apreciar la dejnudez en el arte. Cuando Goya pintó a la Duqueja de Alba, ají como la ven en ejta ejtampilla de mi patria, le demojtró al mundo, a travéj de la dejnudez de una bella mujer, que una reina y una pobre campejina son igualej en su belleza natural. Hay que eliminar laj diferenciaj entre laj clasej socialej --entre todoj loj hombrej--para que todoj obtengamoj la libertá". Añadió que Goya pintó así para darle la libertad a España y que él estaba seguro de que su querida patria algún día no muy distante se desharía de los reaccionarios y sería una nación de hombres y mujeres libres, tal como lo hubiera deseado el poeta Federico García Lorca.
Todos le agradecimos el regalo de la estampilla menos Augustico quien se quedó mirando a la mujer desnuda boquiabierto y con miedo. "Esto sies pecao", exclamó. "Con ésto sí se va uno pal infierno".
El Afilador nos miró con cierta tristeza y nos dijo: ¡"Juro por mi mare quejtá enterrá en Sevilla; juro por el pueblo de mi amada Ejpaña, que ni el cielo ni el infierno exijten --que son sólo invencionej para asujtar al pueblo y así controlarlo y robarle dinero"!
Sus palabras sonaron por la calle como el preludio de una revolución y no demoraron en llegar a oídos de todo el vecindario. Misiá Carlina y doña Josefina, con un nuevo comité que formaron y con el apoyo de la curia, demandaron del mismo alcalde de la ciudad que le confiscara inmediatamente la licencia del Afilador por regar propaganda masona, atea y comunista, y sobre todo por pervertir la moral de la juventud de nuestra ciudad.
Después de aquel día, jamás volvimos a ver al Afilador. Nadie supo con certeza para dónde se encaminó. Unos decían que estaba en otra ciudad afilando; otros, que había regresado a España para combatir a su manera por la libertad; otros decían que se había unido a un movimiento revolucionario en algún país latinoamericano.
Dejó un vacío en nuestra vida que nadie pudo llenar. ¡Nos dolió que ni siquiera pudimos despedirnos! Pero tal vez fue mejor así porque toda despedida es un presagio de nuestra muerte y él lo que nos enseñó fue vivir. ¡Lo demás dependerá de nosotros!
que aburido. no entendi nada :p
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