Estaba en unas vacaciones olvidables. Departamento prestado, sin cocina, sin heladera, en pleno dentro de Avenida Colón, en Mar de Plata. Y encima yo desempleado.
Mi mujer y los chicos dormían, y los autos pasaban por la avenida raudamente, sin dejar de tamborilear sobre mi cabeza, sin dejarme margen para dormir. La primera noche concité el sueño brevemente. La segunda francamente no.
De pie puntillas, tomé mi billetera, cien pesos y salí al maremágnum de la calle sabiendo de antemano lo que me esperaba. Dos cuadras hasta el Provincial y había sólo tres personas en todo el casino jugando. Eran las tres de la mañana. Compre una tableta de color y decidí hacer esa martingala que bien me sabía. Una a un color, el doble al otro, el doble al otro y así. Todo anduvo bien hasta la quinta o sexta ronda, cuando se dio vuelta la suerte y dejé de tirarle fichas chicas al croupier.
Cambié una tableta grande por chicas para comenzar con los plenos. Veía con el sudor perlado en mi frente como el croupier tiraba las bolas y trataba de adivinar el pleno salvador. Se me dio con el 14 y ahí salté de la alegría.
Los chicos y mi esposa dormían y ya eran las cuatro. En este instante llevaba ganado más de diez mil grandes. El momento justo para retirarse, para doblar las apuestas o para perderlo todo. Un señor mayor se asoma por sobre mi hombro y me dice “¿no va a dejar ahora, no?”
Y no dejé. Y el dinero se escurría entre mis manos como agua de lago. Abandoné la mesa un rato, cambié monedas y fui a probar suerte en las máquinas. Diez vueltas sin sentido, perdía y perdía. Una vieja “fisgona” me miraba y cuando me levanté, juro que al dejar el aparato ella había ganado la fortuna que yo había dejado.
Black Jack, dados, póker, todo. El dinero desaparecía de mis manos como había llegado. Tenía que recuperar el toque mágico, fui al cajero y saqué los 500 pesos que me quedaban para las vacaciones. Y lo comencé a jugar sin medida, sin método, sin sentido. Sobre las cinco había perdido los cien iniciales, los diez mil que me hubiesen despedido de allí con dignidad, y los quinientos de reserva.
Dos monedas de uno y un billete de cinco hacían todo mi capital. El croupier levantando la cabeza me miró cómplice como queriéndome decir, “a los perejiles como vos los limpiamos de un plumazo, andate antes de hacer algo de lo que arrepentirías toda la vida”.
Recordé al padre de mi suegro, fortunas dilapidadas en el casino y en los burros, recordé a mi suegro, jugador compulsivo, recordé a mi padre y su manía insaciable de Palermo.
Me despedí de todos, bajé la cabeza y atravesé las escaleras alfombradas de la derrota. A la salida me crucé con el señor mayor. Cosas de la noche o del alcohol, me pareció verle una imperceptible cola roja en su pantalón. En el camino fui hasta la playa. En las veredas, mujeres que se ofrecían sin dientes al mejor postor. Estaba saliendo el sol. La sensación de perder mucho en el casino luego de ir ganando fortuna es indescriptible. Uno siente que le han quitado las ilusiones, la dignidad, la virilidad, el orgullo.
Me descalcé y por un momento sentí que el camino adecuado era el de Alfonsina Storni, pero tres ángeles dormían en sus camas y me esperaban. Me descalcé, dejé que el mar me acariciara frío y aquietara mi lúdica locura. Al regreso compré medialunas y el diario. Preparé el desayuno de la familia y desperté a todos como si nada.
Mi mujer, bicha como todas imaginó que había perdido 100 peses en el casino, así había sido, pero yo había perdido 500 y había malogrado los 10.000 de la salvación.
Le di un beso, no le dije nada y armé los bolsos para la playa.
No soy un jugador compulsivo me digo todos los días. Eso fue un simple desliz ocurrido hace varios años ya. La quiebra fraudulenta que me decretaron, los seis años en la presión de Sierra Chica, el abandono de los que me quieren, deben ser cosas del destino.
Cuando salga de acá, la próxima vez, pruebo suerte en Atlántida. No me puede fallar.
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