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martes, 19 de abril de 2011

QUEJAS DE BANDONEÓN, por Eva Marabotto, de Buenos Aires, Argentina


Algunas tardes, el cielo estaba plomizo durante toda la tarde, hasta que, repentinamente se ponía a llover. Otras, el sol acariciaba la piel de los que caminaban por los barrios, disfrutando del día y volvía más brillantes los colores a través de los vidrios del auto. Había días de frío en los cuales tenía que parar para tomar un café con leche o una ginebra. Pero llegaban otros en los que sólo el aire acondicionado impedía que muriese calcinado bajo el bochornoso sol de los mediodías de verano.
            Pero eso a José le daba lo mismo. A veces antes del desayuno, otras a la hora de la siesta, o incluso de noche se subía el auto y deambulaba sin rumbo fijo escuchando tangos y milongas, solistas y orquestas emblemáticas. En los semáforos se animaba a tararear algún estribillo y en cada esquina tocaba bocina siguiendo el compás de algún bandoneón arrabalero.
            Claro que hubo una época en la cual, casi como un rito, él se sentaba cada tarde a escuchar música en el equipo del comedor. Y más atrás aún, cuando vivía su padre, la mañana del domingo estaba dedicada a compartir en familia los mejores temas de la música ciudadana. En el combinado del living pasaban casi en el mismo orden Troilo y Piazzolla, Pugliese y D´Arienzo.
            La vida no cambió demasiado cuando se casó con Felisa. Ella tenía sus favoritos e insistió con más Mariano Mores que Pugliese, pero ambos lograron conciliar su entusiasmo y llegaron a tener una colección bien nutrida de cassettes a la que incorporaron nuevos valores como Guillermito Fernández y Rubén Juárez.
            Hasta que sus pibes empezaron a crecer. A los 15, Marita le aseguró que ésa era música de viejo, y le pidió por favor que no la pusiese cuando venían sus amigas después de la escuela. Unos años más tarde Santiago le gritó en medio de una discusión por su mal rendimiento en la Facultad, que él jamás lo entendería si seguía escuchando esa música de amargado. Fuese porque estaban en pleno siglo XXI o porque todo lo que decía el nene para ella era palabra santa, Felisa estuvo de acuerdo y confesó que las historias de hombres abandonados, mujeres pérfidas y fracasos en el juego y en el amor habían empezado a deprimirla. Propuso escuchar boleros, algún pasodoble o los demos de la banda de rock con la que Santiago ensayaba en el garaje de la casa de un amigo.
            Fue entonces cuando, de común acuerdo, su mujer y sus hijos le impusieron la veda de tango en la casa. No tenían problemas en escuchar otros ritmos: folclore o cumbia, pro ejemplo. Pero ninguno de los tres estaba dispuesto a tolerar las mañanas de bandoneón a todo trapo, y las noches de varones de ley lamentando ausencias. El intentó negociar. Propuso bajar el volumen o incorporar los nuevos valores apadrinados por Santaolalla.
            Marita y Santiago no quisieron saber nada y Felisa los secundó. Bastante triste y complicada era la vida para pasarse el día escuchando congojas ajenas. Así que no le quedó otro remedio que empaquetar sus viejos discos, unos cuantos cassettes y alguno que otro CD y acomodarlos en el baúl del auto con la idea de venderlos en una casa de viejos.
            Pero enfiló para San Telmo y,  a la altura de la placita de San Juan y Solís se tentó. Estacionó, el auto debajo de un árbol y no pudo más con su alma. Sacó un cassette y lo puso en el equipo del auto. La voz del Polaco Goyeneche salió clara y potente, como en sus primeras épocas, y la letra del tango que cantaba parecía creada para la ocasión. “Solo como a un cero, solo...//solo resistiendo, solo.//Lejos, como un perro, lejos...”.
            Durante poco más de una hora José paladeó cada tema como si fuera el último que le estaba permitido. Pero no le alcanzó y cuando llegó al final de la cinta puso otro de Julio Sosa. Al rato, seguía el compás con los pies y tamborileando los dedos sobre el volante. Entusiasmado, cambió por un cassette de la orquesta de Osvaldo Pugliese. Y cuando ése había pasado de ambos lados, por fidelidad a Felisa, compensó con uno de los mejores cortes de Mariano Mores. Esta vez “Tanguera” le sacó algunas lágrimas.
            Cuando cayó en la cuenta de que habían pasado cinco horas desde que había salido de su casa, escondió su música en la caja de herramientas que llevaba en el baúl, y volvió con dos docenas de facturas. Explicó que había estado paseando por Saavedra, donde pasó su infancia y traía medialunas de la panadería donde compraba su mamá.
            Desde aquel día José dedicó tres tardes por semana a deambular por Buenos Aires en compañía de sus amados tangos. No tenía un rumbo fijo, iba donde lo llevaba la música. Lo único importante era disfrutarla mientras manejaba. Para cubrir sus ausencias tenía un amplio repertorio  de pretexto: visitar a un amigo enfermo, darse una vuelta por la oficina para contarles a sus ex compañeros cómo pasaba sus días de jubilado, jugar largos campeonatos de truco o bochas en el club del barrio de cuando era chico.
Cierto que alguna vez intentó sintonizar algún tango en la radio del equipo del comedor. Pero el disgusto de sus hijos era tan grande que contagiaba a su mujer y los tres lo retaban a coro por perseverar en ese repertorio antiguo y deprimente. Prefirió reservar la música ciudadana para aquellos momentos en los que podía disfrutarla solo.
            Una tarde recordó que su registro de conductor vencía en pocos días y se acercó a renovarlo en Parque Roca. No tuvo problemas con el curso pero un cartel le informó los requisitos para mayores de 65 años. Con sus bien cumplidos 70, se avino a ir de examen médico a consulta psicológica.
            No hubo nada que hacer. Argumentaron una presbicia creciente y una incipiente pérdida de reflejos. La psicóloga sumó depresión aguda cuando lo escuchó tararear con insistencia al Polaco  Goyeneche. Un empleado administrativo le negó el carné con una sonrisa compasiva.
            Tuvo que llamar a Santiago para que lo viniese a buscar y manejase el Gol. Antes de que llegase, vació su caja de herramientas en un contenedor de la vereda. Pensó, con resignación infinita, que iba  a tener que cambiar de ritmo.

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