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lunes, 4 de abril de 2011

PRIMO CRUEL, por Delfina Acosta, de Asunción, Paraguay

Cuando Narcisa Ibáñez enviudó, y luego de una breve enfermedad sus ojos asustados se cerraron, en una tarde en que un jilguero picoteaba nerviosamente los vidrios de  la ventana de su habitación, Clementina, su hermana, supo que debía traer a sus sobrinos Juan, Marta y Manuela, a vivir en su casa.
Eran mellizos de siete años Juan y Marta; la niña, con una cara que parecía robada de una muñeca pues sus pecas abundantes, sus bucles rubiáceos, sus ojos como botones azules, y su rubor encendido cual brasa, resultaban parecidos a la colección de juguetes “mami, mami”, que desde los escaparates conseguían que las niñas aplastaran sus narices, sus caritas enfermas de amor maternal contra el vidrio. Juan era ligeramente distinto a su hermana. Las pecas no cubrían su rostro. Una pizca de bondad, propia todavía de una edad desconcertada, cruzaba su rostro, en especial, cuando parpadeaba. Ambos coincidían en las  ganas de jugar sin fatigarse.
Manuela, la mayor, sufría de alergia. El polvo de las cortinas, la cubertería de los aparadores, el hollín de los quinqués, los ácaros de las enciclopedias, la errante fragancia de las rosas que delineaban con raya de tiza roja, donde terminaba el jardín, y donde comenzaban los hierbajos que rodeaban una pequeña naciente de agua, le hacían daño. Sin embargo, le gustaba ser la “enfermiza” de los tres, debido a una confusa idea de santidad que tenía sobre su persona desde la primera crisis de asma.
Clementina instaló a los mellizos y a Manuela, en la habitación de Carlos, su único hijo.
Era el mes de agosto.
En el patio, junto a la muralla pintada con cal, un sauce cabeceaba sobre su silencio, pero su sombra, regada por migas de pan, parecía volar ruidosamente cuando los gorriones, una vez saciados, emprendían el vuelo hacia el viejo alambrado de los postes del telégrafo.
Carlos sacó del armario, para dispersar la tristeza y la penosa desorientación de sus nuevos compañeros de cuarto, sus mariposas, las doncellas de la centaurea y las blancas  del majuelo, clavadas en un cartón. No les contó que las cortejaba, celoso de su amor, primeramente, hasta que ellas entraban en confianza y caían en sus manos para ser llevadas - entonces - a su “sitio de trabajo”. O “el laboratorio” instalado en el altillo. Allí, a la hora en que la luz del día se filtraba por la ventana despertando una vida fingida en el polvo del aire, las contemplaba en la belleza de su sufrimiento, en su inútil pero heroico esfuerzo por recuperar su libertad atravesada por alfileres. Se preguntaba entonces, qué sería de grande. Nunca abogado, por supuesto, como su padre pretendió cierta vez cuando leyó una composición escolar suya “La inocencia  de la criminalidad”. Acaso, si viajaba al extranjero, sería científico como el tío Miguel, quien cada vez que aparecía con su olor a formol por la casa, mortificaba a sus padres cuando contaba, víctima de su pasión, aquellas historias sobre las disecciones de los  batracios y de los calamares, historias que a  él le sumían en la necesidad de saber alguna página más, algún capítulo todavía oscuro o desconocido sobre el dolor. Lástima las vacilaciones, la vuelta a la cordura, el repentino respeto del hombre de ciencia a la mesa familiar donde los pocillos exhalaban sus vapores de té verde, que llevaban al tío  a cambiar de conversación y a él lo dejaban maldiciendo por dentro.
Un pájaro cantó tres veces. Luego guardó silencio.
Carlos, con el cartón de mariposas en las manos, aguardaba exclamaciones y preguntas cruzadas de sus primos, pero ellos estaban muy cansados, y  por otra parte, sólo entendían del sufrimiento las palizas que su madre les daba cuando no aprendían las lecciones de catecismo. Así pues, se quedaron callados. Y su silencio se sumó al del ave.
Parpadeaba bastante Manuela; para disimular su tic, buscó una tos que no le vino como hubiera deseado, sin embargo no se desanimó, y pidiendo perdón al primo, siguió tosiendo, tosiendo, entre amagues de suspiros.
 - Esto me va a matar - dijo, mientras hundía su pecho como si el aire se le hacía difícil.
Los mellizos se cruzaron miradas sombrías, pero luego de que la cuerda del juego  se hubiera activado mecánicamente en ellos, se reclinaron en un lecho cubierto por un edredón de plumones, y jugaron a piedra, papel y tijera. Era tan previsible que Juan sacaría la tijera, pero Marta no caía en la intención, y le mostraba, con los dientes apretados, su puño cerrado, y así seguía esa ñoñería, que era una función obligada para Manuela. Después de un rato ella se hartó, y  colocó en el piso la lámina con la casa en forma de hongo pintada con crayola marrón, y el camino rectilíneo que llevaba a la puerta cerrada, y las tres golondrinas perdiéndose en el cielo mitad tormentoso y mitad soleado. De cuando en cuando volvía los ojos en dirección a Carlos, aguardando una actitud que equivaliera a un interés, y él se la daba, pero juraba vengarse cuando ella, complacida, sonreía con sus dientes desparejos.
El viento movía las hojas de los árboles callejeros. Agosto transcurría a paso de animal desnutrido.
El primo hubiera querido que se largaran ya de su habitación, que se fueran a jugar con Toby, total ese perro pulgoso también tenía su diablo aparte, y no tanto porque giraba sobre la idea fija de querer morder su cola, sino porque además pasaba la pata y hacía otros fingimientos, pero allí estaban los mellizos, rostro contra rostro, jugando a mirarse fijamente y no reír, porque el primero que reía - la regla era la regla - perdía. Y ambos perdían y reían hasta toser mientras Manuela se las daba de víctima con su voz catarrosa llamándolos a silencio.
 - Chicos..., la tía se va a enojar, miren... - decía y traía una tos que no existía.
Ah... si lo dejaran solo, para mirar a gusto ese lejano punto verde en la colina, donde comenzaba un bosque en que la vegetación de cañas, cipreses, fresnos y árboles espinosos, cuyos troncos parecían querer desprenderse de su rebaño de hormigas rojas al caer el viento, se erguía desafiante. Ese bosque le daba de comer a él de sus propias manos. Aquel sitio alimentaba su imaginación de implacable cazador de animales desde muy pequeño.
El bosque  era peligroso, lo sabía. Pero iba día tras día a él, con sólo cerrar los ojos, y se sentía irremediablemente destinado a morir bajo las garras de un hermoso tigre salido de un telón verdoso del follaje, hasta que recuperaba el facón con mango de guampa caído sobre una piedra, y lo clavaba en el vientre, revolviendo sus vísceras.
Ahora los mellizos jugaban a pegarse, y Manuela les pedía que se quedaran quietos, que dejaran de gritar, pues no podía concentrarse en su arco iris.
- ¿Cuántos son los colores, primo?
- Siete - contestó, y  nada más porque era una prima huérfana le pidió que le mostrara el dibujo.
- ¿Está quedando bien? Fíjate en el pasto...
- Pues sí, es muy bonito. Y las aguas... - contestó. Esas palabras alegraron a Manuela quien redobló el esfuerzo por afirmar el color amarillo del arco y  terminó rompiendo la crayola. Una gran risa entonces le vino a la boca, pues creyó muy graciosa la situación.
El  domingo se presentó gris.
El viejo Mariano Álvarez, que solía caer por la casa en ausencia de los “señores”, apareció a las diez de la mañana con su botella de vino bajo el brazo. Como sus pasos no eran firmes, Toby le gruñía. Estaba a punto de dar una patada al animal, cuando apareció Adelfa, la cocinera, y lo llevó muy enojada  hasta el comedor.
En algunas ocasiones, cuando estaba de buen humor, ella le preparaba un café rápido con turrones, y sentaba a escuchar sus historias.
El viejo decidió contar, con la resignación de los que dicen sus secretos porque saben que van  a morir, aquella verdad que desde hace tiempo deseaba que supiera Adelfa, por lo menos. Y ella, después de pedir perdón por sonarse las narices, juró ser toda oídos.
Y él dijo:
Veníamos caminando horas y horas. Éramos seis. Siete, contando con un pájaro negro, que venía saltando, de rama en rama, adelantándose a nuestros pasos. Se pasaba chistando el infeliz. Un sol abrasador nos sumía en vértigos y la sed nos devoraba. Los árboles de troncos rugosos y resecos eran trajinados por hormigas rojas y el hormigueo en nuestras cabezas no nos dejaba pensar. Mario Vargas se sentó en la tierra, y nosotros hicimos lo mismo. Era el líder natural. Y cuando  hizo girar una botella vacía sobre el piso y el cuello de la misma apuntó hacia Horacio, entendimos la decisión fatal de aquel juego que negociaba nuestras vidas, pero la verdad es que ya nos daba igual. Así fue como cada uno de los que nos salvamos  bebió un poco de la cantimplora, y Horacio, maldiciéndonos, nos advirtió que no llegaríamos lejos. El pájaro chistó. Después de un instante  de furia, nos rogó que le diéramos una ración, la mitad siquiera de la nuestra, pero ya no lo escuchábamos. Nos sentíamos miserables.
Yo tenía miedo de que la suerte no me acompañara en la próxima estación, cuando nos sentáramos a observar, temblando, a quién mandaría al infierno aquella  botella vacía. Pero ya ves, aquí estoy. Y el pájaro negro...
Carlos, detrás de la puerta, se comía las uñas, oyendo.
Imaginó la escena y su corazón empezó a latir con fuerza.
Había  barullo en la habitación de arriba.
Una bronca fingida de la hermana mayor, quien llamaba a la paz, encendió repentinamente su ira, y subiendo los escalones de dos en dos, se presentó ante ellos.
Los rayos del sol dominguero hacían que las más delicadas flores del jardín agacharan las cabezas. Un colibrí se entregaba al placer de libar con su trompa el néctar de las flores.
Los primos lo observaron durante un largo rato. Y él les dijo, con una voz inflada por el entusiasmo, que estuvieran listos rápidamente pues irían a dar un paseo. Mientras escuchaba al mellizo dar gritos de Tarzán (aquella alegría lo llevó al paroxismo de imitar al rey de la selva) sentía en su interior el llamado misterioso de una última aventura.
Cuando los cuatro emprendieron la caminata en dirección al bosque, Carlos sólo llevaba en su mochila dos cantimploras con agua y una botella vacía.

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