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jueves, 7 de abril de 2011

LA PLAZA, por Eva Marabotto, de Buenos Aires, Argentina


Para Carlos

Aquella mañana Chela no había venido. Llamó como las 7, poco antes de que él se fuese para la escuela, para explicar que el puente estaba cortado y el colectivo no podía llegar. Su madre protestó bastante porque necesitaba que le almidonase los puños y cuellos de algunas blusas y se dispuso a arreglárselas con el chofer y la cocinera.
            En el colegio el cura rector les dio un discurso explicando que aquél era un día para cuidarse. Repitió una frase que él había escuchado en la radio. Algo de “el aluvión zoológico” para nombrar a los miles de obreros, los cientos de sastres y la enorme cantidad de modistas y lavanderas, de peones y sirvientas que se afanaban por llegar a la Plaza de Mayo.
            Rafael no entendía muy bien que quería esa gente de la que todos hablaban ese día. El maestro les explicó que pedían la libertad de un hombre que estaba preso, como alguna vez los judíos del Evangelio hicieron con el criminal Barrabás. En cambio Roberto, el chofer, le pintó otra postal cuando lo llevaba de regreso de la escuela. Esos desclasados pedían por un coronel que los había escuchado. Que mandó sancionar leyes para defenderlos, el estatuto del peón rural, el laudo para que los mozos no viviesen de las propinas. Roberto estaba convencido de que aquel preso le había devuelto la alegría a mucha gente.
            El cuento lo siguió la cocinera mientras le servía el almuerzo ya que su mamá comió en casa de una amiga. Aquel hombre era capaz de tratar de igual a igual a los trabajadores y a sus representantes. Y también de participar con su sonrisa inoxidable de un festival por las víctimas de un terremoto en San Juan. Incluso se había convertido para ellos en el protagonista de una maravillosa historia de amor. Porque con su gorra y su uniforme impecable el hombre noviaba con una artista de cine, una chica que salía seguido en la tapa de las revistas.
            A Rafa no le cerraba la historia. Alguna vez lo había escuchado a su abuelo Adolfo decir que ese coronel les daba demasiadas alas a los obreros y que tenía un desmesurado afán de poder. El abuelo también había contado que en un almuerzo del Círculo Militar algunos se habían reunido para  planear el asesinato del secretario de Trabajo. También les había relatado un picnic en el verde césped del la sede del Círculo, donde mujeres y señoritas de la alta sociedad participaron para defender a la democracia. Habían estado allí incluso las mejores plumas de la revista Sur, una genial invención de Victoria Ocampo.
            Le costaba entender quién era ese hombre que podía generar a la vez tanto amor y tanto odio. Tampoco logró que su madre le explicase porqué la cocinera tenía pegada en la pared de su cuarto una foto del coronel recortada de una revista. Pero su abuela Mercedes no permitía que se  nombrase a “ese” en su presencia.
            A la tarde apareció Chela. Tenía la ropa arrugada y una sonrisa inmensa. Contó lo que había visto mientras viajaba desde su casa en Avellaneda: muchos obreros cruzaban a nado el Riachuelo para llegar a la Plaza de Mayo. Muchos habían llegando caminando, en chatas o en colectivos desde barrios muy lejanos. Todos vivaban al coronel preso en la isla Martín García. Chela contó que una vez que la Policía liberó el puente pudo llegar al trabajo, para no fallarle a la señora, en un colectivo que era una fiesta de cantos y vítores. Eso a Rafa le pareció muy divertido y, por un rato ansió haber estado en ese micro en medio de una atmósfera parecida a la de las excursiones que organizaban los curas. Pero les resultó raro que todos cantasen a favor de un hombre que no conocían más que por los diarios y la radio. Al fin y al cabo en los paseos de la escuela ellos usaban el trayecto para insultar y corear cánticos injuriosos contra el cura rector y el propio maestro, hasta que alguno de ellos empezaba  a repartir tirones de orejas.
            La madre no se conmovió con el relato de Chela. Se enojó mucho con la demora de la sirvienta y recordó en voz alta el terror que tuvo aquel mediodía cuando algunos de los fanáticos del hombre aquel se cruzaron en una esquina frente al auto en el que volvía de almorzar.
El susto le duró hasta la hora de la cena cuando volvió su esposo y contó que en algunos círculos se hablaba de entregar el poder a la Corte Suprema o incluso a los militares para evitar más desmanes. Su padre encendió la radio y contó que el gobierno había liberado al hombre aquel. Se rió porque en vez de clamar venganza, el coronel habló de hermandad y deseó abrazar a cada uno de los obreros que lo vivaban bajo el balcón de la Plaza de Mayo.
Aquella noche, cuando se acostó, a Rafa le dolía la cabeza. Sentía las mejillas ardientes y las manos sudorosas y casi podía oír los gritos y los cantos de esa plaza. Y las palabras del coronel en el balcón. Dormido, o quizás aún despierto, soñó un día en el que él estaría en aquella plaza. Con Chela y con el chofer Roberto, y también con Fermín, el portero de la escuela. Sintió que ese día y allí, con los demás, él iba a estar mejor.

1 comentario:

  1. Me encantó de principio a fin. Tiempo que un relato no me dejaba pegado desde la primera línea hasta el último punto. Felicitaciones.

    Tedel,
    Autor de Heptagrama

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