A Robles lo habían mandado a Laferrere porque ya estaba de vuelta de todo. Lo sabían en
Pero de eso hacía mucho tiempo. El presente era una comisaría cerca de la estación de Laferrere. Una zona que tenía sectores solitarios e inhóspitos, y otros superpoblados y comerciales donde el arrebato estaba a la orden del día. Igual no tenía de qué quejarse: los vecinos habían armado un foro para ayudar a la Policía. Se esmeraban en pagar el arreglo del patrullero y alguno que otro regalo para los efectivos y sus familias. Además, se acercaban a matear con el comisario ante cualquier inquietud.
Los delitos que Robles podía inventariar para sus superiores eran siempre los mismos: arrebatos en la zona comercial, la desaparición de una bicicleta del jardín de una casa, o alguna de las cubiertas de un auto. A veces alguna mujer denunciaba que al marido se le ponía la mano pesada cuando tomaba mucho en la comida. El comisario los escuchaba a todos con paciencia y preocupación. Para cada tema armaba un expediente, incluso cuando Don Vittorio se quejaba de que los muchachos de al lado ponían la música demasiado alto en la madrugada y vociferaban las letras obscenas de las canciones de cumbia villera. Pero también tomaba en cuenta el fastidio de un frentista al que acostumbraban robarle la tapa del medidor de luz.
Hasta que una mañana el cabo San Martín entró a su despacho corriendo para contarle que había llegado una vecina hecha un mar de lágrimas porque la habían desvalijado. La mujer contó que el asalto fue a primera hora de la mañana y que tres hombres armados y encapuchados despertaron a su familia y la ataron y amordazaron. A ella y a su esposo en las sillas del comedor diario, y a los tres chicos en sus habitaciones. La mujer, desesperada, relató que los delincuentes revolvieron placares y cajones buscando dinero y joyas, y que pusieron todo lo que encontraron en mochilas. Allí también pusieron pequeños aparatos electrónicos, y algún par de zapatillas tentadoras. Después se fueron saludando con educación.
Según constaba en la denuncia la mujer y su esposo permanecieron largo rato atados y no pudieron ver cómo y por dónde se fueron los ladrones. Apenas escucharon el ruido de la llave de la puerta del frente y el zumbido de un motor. Los encontró la chica que hacía la limpieza cuando llegó, pasado el mediodía.
Robles mandó al cabito a entrevistar a los vecinos, pero poco pudieron contar más que, a esa hora, el que no dormía, estaba atareadísimo mandando a los chicos al colegio. Así que el comisario acumuló vaguedades y se decidió a archivar el caso o esperar que apareciese en reventa alguno de los objetos robados.
No pasaron diez días cuando el cura de la parroquia denunció que tres hombres armados irrumpieron en la sacristía poco antes de la misa de ocho, mientras algunas beatas somnolientas rezaban el rosario. Los desconocidos, todos de mediana edad y barba más o menos poblada que se escapaba de los pasamontañas de lana que llevaban, le pidieron al padrecito que no se asustase y lo encerraron en el armario de las ropas para celebrar misa. Cuando logró, a fuerza de golpes y gritos e invocaciones a todas las vírgenes conocidas, que alguien lo rescatase, el padre no logró averiguar por dónde se fueron los ladrones con el dinero de las colectas del domingo, las alcancías de los santitos y algunos crucifijos de oro. Varias mujeres piadosas habían visto a tres caballeros recorrer el templo cargados con objetos sagrados, pero pensaron que los desconocidos empaquetaban algunas donaciones para un centro misional cercano al que solía ayudar el padre Alberto. Los vecinos tampoco pudieron dar indicios sobre el robo. Frente a la iglesia había una plaza que a esa hora estaba vacía, y el edificio de al lado de la parroquia era una escuela que ese día estaba cerrada por desinfección.
A Robles no le gustó mucho que se metiesen con la Iglesia. De nuevo mandó al cabo San Martín pero el muchacho volvió con muchas quejas de la gente del barrio y pocas certezas. A la tarde el comisario recibió un llamado del jefe de la Departamental para pedirle la gauchada de solucionarle el caso lo antes posible, no fuera cosa que el obispo se enojase con él porque le robaban a su gente en su jurisdicción.
Robles tuvo la tentación de trabajar juntas todas las denuncias. Al fin y al cabo se trataba de robos cometidos por tres desconocidos. Pero salvo el número y que se trataba de gente con barba, no había más coincidencias así que prefirió no hacer conclusiones apresuradas en su afán de encontrar la solución. Así que dedicó unos tres meses a entrevistar vecinos, analizar huellas digitales y rastrear llamadas pero fue inútil. No encontró un solo indicio. Pero en ese lapso sumó varios casos a la colección.
Un día fue un abogado de Catán que llegó con una historia bastante similar a las anteriores. Lo encañonaron al mediodía, cuando volvía de buscar a sus hijos de la escuela. Los ataron a todos y se llevaron joyas, dinero y algunas baratijas en mochilas deportivas. Palabras más, palabras menos, el mismo relato hicieron un ama de casa de Casanova y una maestra de Castillo. A ésta última la sorprendieron al mediodía, mientras le explicaba los números decimales a un alumno particular amigo de su hijo menor.
En pocas semanas los expedientes se acumularon sobre el escritorio de Robles. Pero todos tenían su correspondiente copia en el del jefe departamental. El viejo comisario tuvo que visitar más de una vez la sede policial de Puente 12 y en cada una de las reuniones se llevó un tirón de orejas. “Muévase, Robles. ¡Usted puede! Averigüe en el barrio. Hable con los soplones…”
La cuestión se puso realmente álgida cunado la banda atacó de nuevo a una familia de la calle Luro. La mujer cocinaba el almuerzo para sus mellizas que llegaban de la escuela en el transporte escolar cuando le tocaron el timbre. Creyó que era el micro, pero la encañonaron con la puerta entrecerrada y cuando se quiso acordar tenía a tres hombres con las caras cubiertas por capuchas en el living de su casa. Esperaron a que llegaran las nenas y las encerraron a las tres en el baño. Saquearon el chalet a sus anchas y se fueron sin que nadie lo notase.
El papá de las chicas llegó a la hora de la merienda y encontró a sus mujeres presas de una ataque de nervios en el baño. Resultó ser amigo de un puntero de la zona y logró que otra vez llegaran las quejas y los pedidos de escarmiento para los culpables a los oídos de Robles. El comisario llegó a pensar en un retiro indigno. En renunciar e irse a casa vencido por tres sujetos barbudos. Hasta que pasó lo de los viejos.
Un mediodía de invierno el llamado de una vecina alertó sobre un robo en el barrio Luján. Cuando el patrullero llegó, encontró a un matrimonio de jubilados bastante atemorizados. Les habían sacado los ahorros, algunos recuerdos de oro y un órgano que se había dejado el nieto cuando se fue a vivir a España.
De nuevo Robles oyó el relato sobre tres hombres de barba entrando a primera hora de la mañana. Y el de las mochilas cargadas con los pocos tesoros que tenían los viejos. Al comisario lo sublevó la impunidad. Pensó en la pareja que sufría porque su hija se había mudado lejos con su familia. En sus esfuerzos de ahorrar, pesito sobre pesito el monto de un pasaje para viajar a reencontrarse con los suyos y la llegada de esos desalmados que les llevaron todo.
Durante varios días con sus noches Robles se enfrascó en los expedientes. Leyó y releyó con la ayuda del cabo San Martín. Después de todo, el pibe tenía apellido de prócer. ¡Tenía que estar llamado a hacer algo grande! Y algo les llamó la atención. Surgió, clarito, en una de las lecturas de los testimonios: la hora en la que se cometían los robos. Ninguno fue al abrigo de la oscuridad de la noche, quizás el momento más propicio para actuar sin ser visto. Algunos delitos fueron a mediodía, otros, a primera hora de la mañana e incluso algunos en la merienda. Ahí no parecía haber ningún patrón pero Robles pensó que era más probable a plena luz que algún vecino hubiese visto el auto o la camioneta en la que la banda trasladaba el botín, que en algunas ocasiones resultó bastante pesado. Así que lo mandó al cabo a averiguar si alguien se había fijado en algún vehículo cercano a los lugares donde fueron los robos.
Y volvió el cabo corriendo, sin aliento, y con las mejillas enrojecidas por la excitación. La misma vecina que alertó a la policía sobre el robo de los ancianos recordaba que un rato antes, al asomarse a la ventana, le llamó la atención un micro escolar naranja estacionado frente a la casa de los viejos. La mujer estaba acostumbrada a ver el ómnibus ya que pasaba cada mañana y regresaba al mediodía para traer a los nietos de sus vecinos del colegio. Pero ahora los chicos estaban en España con su madre hacía más de un mes y su presencia allí no tenía sentido.
Tan excitado como el cabo, el comisario comenzó a tirar de la punta de la madeja enmarañada que le ofrecían. Algunos de los vecinos de las otras víctimas recordaban haber visto también un micro naranja. Pero todas tenían chicos que usaban ese transporte para ir y volver de la escuela, con lo cual no les llamó la atención que estuviesen allí.
El paso siguiente fue chequear si todos los hijos de las familias robadas iban a la misma escuela. No fue así, pero hubo unas cuantas coincidencias. Todos estudiaban en tres escuelas diferentes del centro de Laferrere. Pero había más, en un tiempo habían compartido el mismo transporte, el de un tal Martín. El papá de las mellizas fue el que recordó que el hombre se repartía el trabajo con dos amigos que lo reemplazaban al volante algunos días.
El relato lo siguió el padre Alberto, párroco y director de la escuela parroquial, quien contó que hacía poco más de dos meses llegó a las escuelas en las que trabajaba Martín una comunicación que alertaba que le había dado positivo un test de alcoholemia. El cura no intervino, pero aconsejó a los papás que buscasen otro servicio de transporte, y lo mismo hizo con los directores de las otras escuelas involucradas. Se ve que Martín y sus amigos habían buscado otro emprendimiento productivo en el que les fuese úitil el micro naranja y apelaron a su agenda de contactos en el ámbito escolar.
En pocas horas todos los efectivos de la Departamental Matanza buscaban el micro naranja. Lo encontraron en un galpón de un taller mecánico, a pocas cuadras de la Ruta 3, allá por Casanova. Los tres hombres estaban en el mismo galpón, repartiéndose el botín.
Los viejos y el resto de las familias recuperaron la mayoría de sus cosas. El jefe de la Departamental organizó un gran acto al que estuvieron invitadas las víctimas, y el señor intendente. Quiso entregarle una medalla a Robles, pero él prefirió atribuirle el mérito al cabo San Martín. Era rubio, era joven, tenía apellido de prócer y una larga carrera por delante.
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