Hoy en día el Naturalismo ya no es una cuestión palpitante. Se puede, pues, hablar de él con total desapasionamiento, y sin forzar textos ni palabras para que digan aquello que deseamos oír o escribir. También el Naturalismo está lejos ya de escandalizar a nadie por sus pretendidos planteamientos en contra de la religión y de la sociedad. Desprendido, pues, de toda esta hojarasca, nos queda el Naturalismo puro, es decir las novelas de Émile Zola, y es a ellas a las que nos tenemos que remitir, a ser posible sin prejuicios de ningún tipo. Tal vez así consigamos dilucidar algo sobre este movimiento literario.
Dice el mismo Zola, como declaración de principios, que para escribir la historia de una familia, la de los Rougon-Macquart, va a seguir unos criterios científicos:
“Quiero explicar cómo una familia, un pequeño grupo de seres, se comporta en sociedad, desarrollándose para engendrar diez, veinte individuos que parecen, a primera vista, profundamente disímiles, pero que el análisis muestra íntimamente ligados unos con otros. La herencia tiene sus leyes, como la gravedad.”[1]
Zola se propone, por lo tanto, aplicar esas leyes de la herencia a todos sus personajes. Se puede decir, por eso mismo, que todos ellos están marcados para actuar de una determinada forma, dada la herencia genética. Si esa herencia se mezcla con el otro ingrediente que cita Zola más adelante, el medio, ya tenemos al personaje atrapado en una malla de la cual le resulta imposible salir:
“Fisiológicamente, son la lenta sucesión de los accidentes nerviosos y sanguíneos que se declaran en una raza, a consecuencia de una primera lesión orgánica, y que determinan, según el medio, en cada uno de los individuos de esa raza, los deseos, las pasiones, todas las manifestaciones humanas, naturales e instintivas, cuyos productos adoptan los nombres convencionales de virtudes y vicios.”[2]
Como es sabido lo que trata de hacer Émile Zola es aplicar a la novela un método científico, el desarrollado por Claude Bernard en su Introduction á la médécine experimental. Supone, el tal planteamiento, que Zola, cuando comienza a escribir sus obras, ya sabe cómo se van a desarrollar, sabe cuales van a ser las reacciones de sus personajes, y hacia ellos los va a conducir privándolos de libertad de acción. Al menos en la teoría. Por supuesto no se le escapa a Zola las enormes limitaciones que conlleva tal planteamiento, de forma que no es nada de extrañar que se vea imposibilitado de cumplir ese plan a rajatabla. ¿Se puede decir entonces que Zola es un gran novelista cuando se salta sus propios planteamientos, sus premisas iniciales? No. Sencillamente hay novelas en que los personajes están tan bien dibujados, es todo tan lógico y coherente, que nada de cuanto acaece llama la atención. Así, por ejemplo, sucede en El vientre de París, la segunda novela de la serie. En ella aparece un personaje, Florent, tan bueno como desgraciado, que va a conmover y a revolucionar, sin quererlo, a todo el barrio de les Halles. Este, por miedos, perezas, envidias..., se movilizará hasta lograr que Florent sea encarcelado de nuevo. Y todo vuelve a quedar como al principio: han desaparecido problemas e inquietudes. De la herencia genética apenas si se habla.
En otras novelas los personajes de Zola no están tan bien dibujados; es cuando la teoría se impone al personaje, y cuando muchos pasajes de la novela se convierten en peso muerto. Así sucede, por ejemplo, con El pecado del padre Mouret, donde el desarrollo psicológico de los personajes nos queda hurtado por páginas y páginas de descripciones y más descripciones, que nada aportan a la acción. Y fuerza Zola, y bastante, la verosimilitud en novelas como Naná. Esta, de alguna forma, repite la vida de su madre, Gervaise, protagonista de la famosísima novela La taberna. Ambas, no obstante, han tenido la posibilidad de salir de sus mundos de bajeza y abyección. ¿Por qué no lo han hecho? No lo sabemos. ¿El medio? ¿La herencia genética? Es posible. El lector, sin embargo, se pregunta, en algunas ocasiones, cómo es que los personajes no se hacen ciertas preguntas o cuestionan algunas cosas muy elementales.
No se puede decir, no obstante, que Zola ataque al cristianismo, ni que esté en contra del libre albedrío, como quería doña Emilia Pardo Bazán[3]. Zola tiende puentes a sus personajes; y son ellos quienes deciden no utilizarlos, no salir de sus situaciones. ¿Por qué? Quizás por incapacidades, por pereza, o por no se sabe muy bien por qué. ¿Por la genética? ¿Por el medio? Tal vez. Y es aquí donde entra en danza la novela picaresca. Vaya por delante que no se me escapan las enormes diferencias estructurales que hay entre unas y otras obras. Y nada más lejos de mi imaginación que decir que el Naturalismo es una picaresca degradada. Dicho esto, también podríamos afirmar que Lázaro de Tormes no tiene posibilidad de elección, de salir del mundo en el que se halla metido. O mejor dicho, sale de él para degradarse, para caer más bajo. ¿Y acaso no es esto lo que sucede con Gervaise, protagonista de La taberna? ¿Y por qué no hablamos de la herencia genética de Lázaro, de Pablos, de Celestina, etc, etc? Y si el medio determina al personaje, recordemos que fue la España de los siglos de oro, XVI y XVII, la que creó la picaresca. ¿Por la genialidad de algún escritor o porque este escritor observaba y describía lo que tenía a su alrededor? ¿Y no es eso lo que prescribe el Realismo?
A veces los planteamientos teóricos de los novelistas parecen verdaderas humoradas, ironías o bromas llenas de encanto, pero que nadie se cree. Ni ellos mismos. Por lo que parece sí que se lo creyó doña Emilia, la inefable, porque le interesaba, ya que le resultaba más fácil atacar ciertas filosofías que las novelas de Zola:
“Adviértase que la idea fundamental de los Rougon-Macquart no es artística, sino científica, y que los antecedentes del famoso ciclo, si bien lo miramos, se encuentran en Darwin y Haeckel mejor que en Stendhal, Flaubert o Balzac.”[4]
Esto es como acusar al autor de Lázaro de Tormes de inspirarse en Erasmo de Rotterdam o a Cervantes en la Bliblia o en tradiciones árabes. Es decir, quien no sea creyente, tiene todas las armas en sus manos para detestar a don Quijote como lo puede hacer un creyente con Zola porque este sigue a Darwin. Por otra parte, no le hace falta a Zola citar a sus maestros, como tampoco necesitó hacerlo Cervantes. Es obvio. Y si didáctica puede ser la novela naturalista, mostrando la influencia del medio y de la herencia, no menos didáctica lo es la novela picaresca advirtiéndonos, el negativo de la novela caballeresca, a dónde nos puede llevar la pereza, la resignación y la escasa voluntad de salir del mundo en que uno se halla metido, quizás por culpa de los padres, del medio, de uno mismo o de todo a la vez.
Por otra parte, la novela naturalista no es tan impersonal como pretende doña Emilia:
“Si exceptuamos a Daudet, todos los naturalistas y realistas modernos imitan a Flaubert en la impersonalidad, reprimiéndose en manifestar sus sentimientos, no interviniendo en la narración y evitando interrumpirla con digresiones o raciocinios.”[5]
Por supuesto que no es así. Zola interviene en sus narraciones en más de una ocasión. Y en más de una ocasión se permite el lujo de insultar a sus personajes, cosa que, en buena lógica, jamás debería hacer un escritor realista, como un biólogo no insulta a una cobra porque sea venenosa. Baste unos ejemplos: “Las ideas de vengarse no duraban mucho en su cerebro de chorlito.”[6] “Y el fuerte beso que se dieron en la boca, en medio de la suciedad de su oficio, era como una primera caída en el lento abatimiento de sus vidas”[7]. Estos ejemplos se podrían multiplicar fácilmente. Y contra ellos, nada más objetivo que el autor de Lázaro de Tormes. Ni una sola vez interviene en la narración, que deja en manos de Lázaro, el verdadero narrador que no autor. Esa es, precisamente, una de las diferencias estructurales con el naturalismo, y donde abiertamente gana la batalla la picaresca. Tal vez las novedades del Naturalismo haya que buscarlas en otros lugares, puede ser que en la novela del siglo XIX, en Stendhal, Flaubert y Balzac, y en el Romanticismo. Dejémoslo para otros posibles ensayos o aproximaciones.
[1] Émile Zola, La fortuna de los Rougon. Traducción y notas de Esther Benítez. Madrid, 2006, p.7
[2] Ibídem, p. 7-8
[3] Véase La cuestión palpitante, sobre todo el capítulo XIV
[4] Emilia Pardo Bazán, La cuestión palpitante, Biblioteca Nueva, Madrid, 1998. p. 246-247
[5] Ibídem, p. 254
[6] Émile Zola, Naná, Madrid, 2007 Alianza Editorial, p. 339
[7] Émile Zola, La taberna, Madrid, 2008. Ediciones Cátedra, p. 201
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