Esos kilos de más tan bien llevados la pusieron, muy pronto, al tope de las preferencias entre los clientes del lupanar. Su simpatía y lo ameno de su conversación también inclinaron la balanza. Tenía la virtud de hacerte sentir a gusto, incluso en ese lugar.
Alguna vez Bernabella me contó que todas sus antepasadas se meten, de vez en cuando, en su cabeza y que lo hacen en tropel y erotizadas cuando ella trabaja. Hacen resonar sus voces interiores reclamando la complacencia de un íntimo disfrute. Se lo piden a los gritos y ella, obediente y picara, las colma hasta el derrame. Cumple a pies puntillas, con todo aquello que le piden. Agolpadas detrás de sus pupilas y aferradas a los barrotes del iris, abrevan a la vez como camellos sedientos en un único ojo de agua. Así es como consiguen ponerla “en vena” para lo que vendrá.
La fiesta alcanza su punto culminante con la llegada de coloridos orgasmos múltiples. Pareciera haber encontrado instintivamente esa forma de complacer que tan solo alcanzaran, alguna vez muy pocos músicos genios y, menos aun, pintores locos. Coincide con la llegada de ese lapso de libertad rebosante y plena, que se alcanza solo con la mixtura de lo profano con lo sagrado.
Soy uno de los poquísimos mimados clientes a quien dejó espiar el espectáculo. Dentro de sus ojos muy abiertos, mientras transcurría su sublime sangrado, pude ver el omnicomprensivo polvo del verdadero disfrute universal. Ni más ni menos que la cara de Dios cuando acaba.
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