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jueves, 5 de mayo de 2011

MAESTRA, por Eva Marabotto, de Buenos Aires, Argentina


Se lo marcaron ni bien entró a la escuela. Decían que era el más malo de todos. Cierto que apenas estaba en cuarto grado y todavía no había cambiado todos dientes de leche. Pero sus ojos oscuros podrían mostrar una fiereza infinita, sus gritos destemplados asustaban por igual a nenas y docentes y sus puños e uñas encontraban el lugar justo donde lastimar.
            Ella aceptó el desafío con todo su entusiasmo. No les creyó a sus colegas más experimentadas. Prefirió pensar que los chicos del Fuerte tenían alguna posibilidad de redención y la tenía en sus manos. Al fin y al cabo ahí andaba Carlitos, el pibe de una de las torres, al que todos podían ver disfrutando en la selección Nacional e incluso en el fútbol inglés, con su eterna sonrisa de potrero.
            Y corría una historia sobre un pibe de la escuela 16 que aprendió a hacer radio en un taller extraescolar y se convirtió en el operador de una emisora dedicada a la comunidad boliviana que quedaba en Liniers, aquel lugar donde se acababa el barrio y empezaba la urbe.
            Así que desplegó frente a sus alumnos de 4to un curso con montones de experimentos científicos, cafés literarios y exposiciones de fotos recortadas de revistas con las mejores pinturas de Fernando Fader y Antonio Berni. Y logró entusiasmarlos. A los más curiosos los interesó por los experimentos caseros. Los más sensibles se adentraron en el territorio de la Literatura de la mano de los cuentos de la selva de Horacio Quiroga y las disparatadas historias de Luis Pescetti.
            La mayoría se divirtió diseñando monstruos de engrudo y papel de diario para poblar los laberintos de Jorge Luis Borges o armar soles de colores brillantes a la manera de Carlos Páez Vilaró. Pero a Lautaro no hubo modo de motivarlo. Bostezó con los cuentos espeluznantes, volcó el engrudo sobre el guardapolvo impecable de su compañera de banco y la témpera sólo le sirvió para pintarrajearse la cara e iniciar una danza frenética a la que se sumaron la mayoría de sus compañeros.
            Pero Silvia se negó a darse por vencida. Consultó manuales de pedagogía. Fue de Piaget a Freire, y de los concejos de su madre a las recomendaciones de las colegas jóvenes y viejas. Lautaro se mostró inmune a todos los intentos por integrarlo al grupo, por interesarlo por las actividades del aula. Cuando no iniciaba sesiones de lucha libre con un compañero más débil, cantaba canciones soeces para ofender a las chicas, o ponía chinches en la silla del profesor de música. No había momento del día en la que no estuviese haciendo una maldad y de nada servía llamar a su madre, ya que la pobre señora llegaba y se iba entre disculpas y amenazas de coscorrones pero la actitud del retoño no se modificaba. 
            Y ella casi terminó por perder las esperanzas. Allá por agosto, se acostumbró a la sonrisa burlona de ese chico de poco más de diez años. Dejó de esmerarse en atraer su atención y consintió en que hiciese ruidos en medio de la clase o decidiese largarse por la ventana a pasear por el patio. No se animaba a castigarlo ya que creía firmemente en una escuela contenedora y la opción para Lautaro si lo expulsaban de las aulas era deambular por las calles y aprender raterías. Así que la maestra decidió dejarlo estar en su mundo, perdido en el ambiente cálido del aula. Pero deseó profundamente hacer borrón y cuenta nueva. No veía la hora de que terminase el año escolar. Quizás, la próxima camada sería distinta.
            El último escollo fue el acto de fin de curso en el que tenía que actuar 4to grado. Después de pensarlo durante varias semanas Silvia decidió armar un final a toda fiesta y les propuso a los chicos de cuarto grado que protagonizasen una murga bullanguera. En las semanas  siguientes  consiguió la complicidad de la maestra de Plástica para coser retazos de colores vivos y pegar lentejuelas para confeccionar divertidas levitas para todos los nenes del curso. Lautaro no se dejó probar las ropas de fiesta, pero ambas mujeres se obstinaron en hacer un equipo a su medida.
            Por la tarde la maestra reclutó a la portera y a una auxiliar de jardín de infantes y hasta la bibliotecaria se entusiasmó armando galeras de colores brillantes. Ni se le ocurrió convocar a las mamás para armar los trajes. Bastante ocupadas estaban cuidando a sus críos de las tentaciones de los vendedores de paco, reemplazando a sus hombres cada vez que caían presos o tenían que ocultarse por un tiempo porque la Policía los buscaba.
Así que la “seño” se cargó sólo la puesta a punto de sus 35 alumnos y no tuvo más colaboración que la de las colegas generosas. Desde fines de octubre Silvia usó algunos recreos e incluso horas de clase para practicar pasos murgueros al ritmo de temas del rock nacional y la murga uruguaya.
 Fue un día soleado de octubre. Sonaba una canción carnavalera, y los chicos desfilaban tratando de imitar los movimientos desenfrenados de las comparsas barriales. Daban saltos acompasados y hacían movimientos espasmódicos siguiendo los compases de un tambor que sólo sonaba en el grabador apoyado en la ventana de la dirección. Algunos alumnos jadeaban. Otros reían. En la otra punta del patio en el que practicaban, Lautaro miraba con su habitual desdén. Pero esta vez sus pies se movían casi imperceptiblemente llevando el ritmo de la música que sonaba. Silvia intuyó que ése podía ser el camino para llegar al chico y trató cada día de llevar el ensayo más cerca del lugar en el que él estaba.
La semana siguiente se propuso sumar instrumentos a la murga así que trabajó toda una noche transformando envases de yogur en maracas y enormes latas de dulce y pintura en sonoros tambores. El día del ensayo repartió los instrumentos entre los alumnos de cuarto grado y los invitó a hacerlos sonar al compás de la música.
Por supuesto que Lautaro no quiso sumarse a la banda, pero algunos de sus amigos lo rodearon armando un enorme barullo que pareció divertirlo. Por momentos, intentaba mantener el ceño fruncido, pero en otros no podìa disimular y marcaba el ritmo con las palmas o imitaba con su voz el sonido del tambor.
De pronto, en mitad de la mañana, uno de los nenes que tocaba el tambor resultó elegido escolta de la bandera nacional, y tuvo que ir a practicar al salón de actos con la señora vicedirectora. Su instrumento quedó olvidado en un costado de la galería y a la murga empezó a faltarle su alegre repicar. Entonces Lautaro vio en él una herramienta para interrumpir la clase y comenzó a batir el parche, primero desaforadamente, mientras gritaba a voz de cuello: “Rataplán”.
Pero, de a poco adoptó el ritmo que imponía el tema e incluso se animó a algún solo cuando terminaba la canción o a corear un estribillo pegadizo. Silvia no pidió más pruebas y decidió confiarle el tambor en los ensayos. El día anterior al acto, le pidió que ayudase a la murga con sus redobles. El chico refunfuñó hasta para calzarse la levita, pero no pudo disimular el orgullo que le produjo el puesto de primer tambor y comienzo de la murga.
En la fiesta de fin de curso, cuarto grado cerró el año a toda alegría. En el medio de la murga, una maestra con inmensa vocación y un pibe rebelde saltaban confundiéndose entre los bailarines y disfrutaban del festejo.
Al año siguiente Silvia recibió el pase a una escuela que quedaba más cerca de su casa. Siguió con las exposiciones de arte, los cafés literarios y las murgas coloridas, pero no volvió a saber nada sobre Lautaro. Pasó el tiempo y recibió un mail firmado con un nombre que le resultó conocido: “Hola Seño! Tantos años! Te cuento que en aquel acto me enamoré de la música. Fui a un taller de percusión en la Casa de la Cultura de Caseros y ahora toco en un grupo que hace música rioplatense. Este año hicimos gira por Uruguay y esta semana tocamos en un pub de San Telmo. No sé si esto te dice lo importante que vos fuiste en mi vida. Un abrazo. Lauti”.


5 comentarios:

  1. Estoy llorando junto a mi hija como una marrana! Gracias por ser tan maravillosamente amable conmigo! Te quiero mucho! Nos debemos un café!
    Silvia

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  2. Estoy llorando junto a mi hija como una marrana! Gracias por ser tan maravillosamente amable conmigo! Te quiero mucho! Nos debemos un café!
    Silvia

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  3. Me alegro mucho que les haya gustado!!! Silvia, sabés que tenés mucho que ver en esta historia!!

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  4. Gracias! Me alegro que les haya gustado. silvia, sabés que tenés mucho que ver en esta historia...
    Eva

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