Se habían conocido allá por el año 33, en la
vuelta de la Universidad, a la salida del nocturno. Tenían la misma edad, pero
ella terminaba Preparatorios, y él Secundaria. Un poco por eso, y otro poco por
ser tan seria y recatada; él le vio algo de superior y le costó abordarla. Que
lo había deslumbrado no cabían dudas, así que se armó de coraje y al fin le
habló.
A ella también le gustó la
pinta del cortejante, y así como quien no quiere la cosa, negativa va, negativa
viene, lo fue llevando a su terreno y terminó aceptando... con unas cuantas
condiciones: No le interesaba perder el tiempo y la finalidad de la relación
debía ser el matrimonio; pero antes, quería terminar su carrera.
Y así fue. En un noviazgo de
un ratito en el zaguán cada martes y jueves; ella se ocupó de detallar los
defectos que no le gustaban en los hombres, y él... de ocultarle muy bien
algunos que ya tenía.
Masticó pastillas de menta
antes de ir a verla, evitando ser descubierto como fumador.
Declaró correctamente su
actividad laboral y musical: empleado público y violinista. Pero –como a ella no le gustaba el ambiente en que
se desarrollaba la música popular – le hizo algunos adornos previos a su
condición de músico, inherentes a intervenciones en alguna audición de música
clásica, algún concurso en el SODRE y esas cosas.
Por supuesto que ella lo
invitó a cenar con el fin de hacerle ver a su familia la virtuosidad de su
futuro consorte. Eso fue un éxito, porque realmente, era virtuoso. Recién
después de interpretar "Violín gitano", "Celos", y un
concierto para violín que dejó boquiabiertos a todos... se jugó la carta de
hacerle saber a su novia que los sábados de noche tocaba en público, como
integrante de una orquesta típica. Gracias al antecedente, funcionó.
En cuanto a sus deportes
preferidos, declaró el fútbol y omitió el billar.
De esa forma se fue armando el
asunto que culminó en casorio ya con el diploma de profesional en manos de la
novia, tal como estaba previsto, a fines del 38.
Cómo mantener en vigencia los
disimulos enunciados antes, era cuestión de ver cómo se presentaban las cosas.
Porque el hombre se había ocupado de llenar los requisitos de ella... pero se
olvidó de hacer su parte, y entró al baile sin saber de qué forma la compañera
le iba a seguir el paso.
El cigarrillo fue el primero
en pedir espacio: consiguió el balcón. Los bailes a los que asistía la orquesta
nunca fueron sitios bien vistos por la flamante esposa, motivo por el cual
jamás aceptó acompañarlo a uno, como sí hacían las mujeres de los otros
músicos. Los ensayos con la orquesta estaban bien, siempre y cuando fueran en
casa de otro para no tener que recibir a personas que – aun sin conocerlas – no le agradaban.
¿Y el billar... cuándo? Ni
corto ni perezoso, pensó quitar tiempo a los ensayos para dedicárselo al Casín.
En la orquesta se conocían el repertorio al dedillo, y si no ensayaban tocaban
perfectamente igual. Ir al boliche con el violín en el estuche no era problema
alguno. Asunto arreglado.
Pero ella desconfiaba. Los
ensayos, frecuentando "esa gente con vaya a saberse qué hábitos"
la hicieron suponer que él andaba en otra cosa, que tenía amores en cualquier
cubículo nocturno, y se propuso averiguarlo. Estando él en el trabajo, sacó el
violín del estuche y le tomó el peso. Fue a la mesita de noche, tomó un par de
zapatos y comparó. Perfecto. Los metió en el estuche y lo dejó en su sitio,
secuestrando el violín en el lugar de los zapatos. Después de la cena, él tomó
el estuche, y salió.
La llegada del hombre a la
casa, con la misma expresión tranquila de siempre, pudo haber alcanzado para
concretar la inevitable reacción: los zapatos volvían de su paseo nocturno sin
haber sido descubiertos... Pero no. Ella quiso un poquito más de leña en aquel
fuego, así que preguntó cómo había estado el ensayo. Él – sin siquiera
percatarse de lo extraño en la mirada o en el tono de voz de su interlocutora –
contestó cándidamente que había salido todo fenómeno.
Ahí sí... sacó el violín de la
mesita de noche, y sin más trámite se lo hizo añicos en el lomo. Recién después
de eso – bastante más aturdido por la
situación que por el golpe – miró el
estuche que aun no había soltado de la mano, y se dispuso a abrirlo sin saber
qué mierda se iba a encontrar adentro.
Luego, en medio del aluvión de
improperios a toda voz y acusaciones de adulterio, se agachó a juntar las
trizas de lo que había sido su querido instrumento y dijo: "Fui a jugar
al billar, no a serte infiel... Era un buen violín, difícil que pueda comprar otro
como éste".
Totalmente comprobable la
disculpa, pero no tuvo eco. Era un pequeño detalle y, como no existía el menor
interés en cambiar "la carátula del delito"... así quedaron las cosas. El muerto no sería un
Stradivarius, pero lo cierto es que tampoco tuvo nunca un "mono" mejor que aquél.
La anécdota –con el tiempo – se repitió muchas veces, con
la total coincidencia de ambas partes en cuanto a los detalles. Lo distinto
siguió siendo "la escena del crimen". Cada uno mantuvo su tesitura de
por vida.
Nunca hubo abogados
intervinientes, y el implacable juez era tan irracional como inapelable. El
acusado tampoco insistió mucho en su propia defensa, porque no le gustaba "gastar
pólvora en chimango" y prefirió asumir ésa y otras tantas, que hoy no
vienen al caso.
Nadie revisó los bolsillos de
aquel traje y si lo hizo, restó importancia de la evidencia clara que allí
existía: los residuos de tiza azul, la compañera infaltable de todo jugador que
quiera estar seguro de no pifiar la tacada.
Nadie analizó, tampoco, por
qué un hombre tiene que mentir para poder hacer algo tan corriente e inofensivo
como juntarse con sus amigos en un boliche, y pasar parte de la noche dándole a
la bola con el taco sobre la mesa verde, esperando que el contrario
"pise" los palitos blancos inadecuados, para ganarle la partida de
Casín.
Tal vez en el mismo momento de
aquel incidente, debieron haber cortado el asunto de raíz. Pero, de haberlo
hecho... no podría ser yo quien les contara esta historia.
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